Para algunos era inofensivamente pequeño. Otros le calculaban una profundidad desmesurada. Hubo quien aseguró incluso que aquel que quedaba sumergido allí apenas le asomarían las manos por encima del agua, agitadas en un ruego atroz para ser rescatado cuanto antes. La réplica objetaba entonces que eso solo les ocurría a los niños porque un adulto podría pararse sobre el fondo sin problemas y lanzar una mirada furiosa a la turba que lo había arrojado dentro. “Pero a mí me contaron que una señora se ahogó allí” deslizaba alguien entre nosotros y apabullábamos en coro la osadía de sembrar la leyenda a una conversación seria para dilucidar el misterio de ese pozo que nos retaba de nuevo.

Tras un extenuante juego de pelota en el parque, la inocencia de esos años nos ocupaba pretender dar con las claves de los enigmas propios de nuestra edad. Cómo tomaría la sopa ese vecino extraño de barba poblada como la de Papá Noel sin que alguno de sus pelos termine flotando intruso entre los fideos. Si podría la punta acerada de un trompo arrancarte un ojo por más cerrado que lo tuvieras en caso la cuerda que baila el trompo te quedara muy cerca a la cara. De si un avión funciona también con el mismo kerosene con el que se encienden las hornillas de una cocina o debía acudir en fila detrás de los autos para abastecerse de un combustible especial. Y así una a una, las interrogantes más disparatadas quedaban al juicio de un erudito grupo cuyos distinguidos miembros se consultaban entre sí el nudo de sus zapatillas. De pronto alguien reparaba por enésima vez en esa gruesa plancha de metal extendida en el centro del parque como la panza de un gato sobre un suelo que ha decidido invadir, y hacia allí iban nuestras deliberaciones con el propósito de revelar las entrañas de ese pozo que yacía debajo.

Quizá en algún momento nos llegamos a enterar sobre la utilidad del pozo que lo reducía a ser un modesto almacén de la larga manguera usada para regar el césped y a las inmóviles criaturas del parque que en sus hojas marchitas daban cuenta de los estragos de la sed. Pero atribuirle sencillamente ese fin nos debió parecer infamatorio a tan temibles fauces excavadas en la tierra, por lo que terminamos aboliéndolo con nuevas y más retorcidas disputas sobre qué le pasaría al infeliz que fuera arrojado en su interior. Un grueso candado sujeto a las armellas de la tapa del pozo nos vedaba hacer cualquier comprobación por nosotros mismos y solo alcanzábamos a palpar en tenaces pruebas de resistencia cuán caliente podía llegar a ponerse en los días soleados, o le brincábamos por encima con poderosos saltos, o directamente le arrojábamos piedras para arrancarle algún quejido y conseguir así que ese eco difuminado a través del metal nos sirviera de un indicio remoto de aquella esquiva realidad subterránea. Al final aplacábamos nuestra curiosidad con el recuerdo advertido por algún sensato entre nosotros que debíamos aguardar hasta el próximo carnaval para que el pozo sea abierto una vez más y su negra profundidad sea deshecha por la luz.

Y así ocurría en efecto. Desvanecido el efecto embriagador de los juguetes nuevos recibidos por la Navidad, el mes de enero se convertía en una ansiosa cuenta regresiva para que llegue febrero con la promesa de diversión de sus días domingos de carnaval. Tal era el jolgorio de los primeros baldazos de agua con que jugábamos que nuestra curiosidad por el pozo pasaba a segundo plano, y cuando por fin reparábamos en él era para limitarnos a ver cómo los muchachos del barrio de mayor edad se habían hecho de la llave que liberaba al pozo de los infiernos de tinieblas en que permanecía, y aprovechaban en huir de aquella guarida descubierta las tarántulas, alacranes, serpientes y demás engendros que habían crecido durante ese tiempo al espeluznante amparo del encierro del pozo, pero sobre todo en nuestra afiebrada imaginación.

Sin embargo para nosotros los secretos del pozo quedaban parcialmente a salvo puesto que los mayores se apoderaban pronto de sus codiciados bordes, y bajo el sol que caía de lleno sobre sus torsos desnudos quedaban convertidos a una religión de auténtica avaricia, con el pozo como una suerte de breve altar recuperado del subsuelo del parque, y ellos, descalzos y frenéticos, se turnaban con la ofrenda que portaban en baldes indecorosos, algunos con las huellas de un uso dilatado en épocas pasadas, y con prisa se acercaban al objeto de su enfermiza devoción para verter allí el agua que cargaban consigo, mientras sus rostros malvados solo alcanzaban a aligerarse por alguna risotada compartida entre toda esa caterva de desadaptados. El sol los había fulminado en ese laborioso proceso y en vano se pasaban varias veces el antebrazo por la frente para sacudirse del calor, pero hacia el final el pozo quedaba repleto de un agua enturbiada por el barro que también era arrojado dentro. Ante este acaparamiento, el erudito grupo cuyos distinguidos miembros se consultaban entre sí el nudo de las zapatillas no tenía más remedio que aplazar entonces nuevamente para un próximo cenáculo la interrogante de tales siniestras profundidades.

Cuando el primer grito sobresaltaba al barrio y dividía las habladurías de los vecinos en antes de ese grito y después de él, sabíamos desde el resguardo de nuestras casas que la cacería había comenzado. En un principio el grito se oía como parte de una demanda de auxilio, casi siempre de una voz femenina, que proclamaba así el ruego para evadirse de un peligro que la acechaba, y de la que se separaba a toda prisa pues advertíamos lo cerca que estaba de un punto del barrio para casi de inmediato provenir de otro más distante. Luego tan pronto como el primer grito se hubo extinguido, nos llegaba uno segundo pero esta vez desprovisto de la fe depositada en nosotros para acudir al rescate, y ya era más bien como de protesta por el inminente desenlace que estaba a punto de alcanzarle.

Detrás de los muros de nuestras casas nos figurábamos el drama en desarrollo que ya tenía otros protagonistas, cada uno recreándose con sus propias voces masculinas a medida que acudían desde distintas direcciones hacia la víctima. En estos ya no existía siquiera palabras audibles y solo proferían voces guturales, tal como si el pozo que momentos antes se habían encargado de llenar, hablara a través de ellos mismos en el único lenguaje capaz de concebirse de esas profundidades, uno elemental y primitivo, perverso y terrorífico, que demandaba una cuota de sacrificio para que alguien de poca fortuna saciara a un inframundo repleto de miserias.

Pronto los gritos de los bandos desiguales se superponían y a la distancia generaban en nosotros una mezcla de caos e inquietud. Para entonces la víctima renunciaba a las protestas con su íntima forma de imprecación a las fuerzas que rigen los destinos, y la brusca realidad de brazos rodeándola terminaba por obligarla a dirigirse al entorno inmediato de sus captores, ahora con vanas súplicas que se iban desvaneciendo a medida que el grupo vociferaba su victoria entre risas de poseídos. Instrucciones precisas eran repartidas entonces dando cuenta que cada quien sometería una parte de ese cuerpo cautivo que inútilmente pugnaba por liberarse, y manos y pies quedaban desmembrados de voluntad propia para pertenecer a la tiranía de quienes las sujetaban.

Las ventanas y azoteas pasaban a revelar enseguida lo que hasta el momento había sido solo un escenario de voces que taladraban las paredes. Los veíamos llegar al parque convertidos en una manada alharaquienta, con aspavientos de grandeza por aquel trofeo humano que conducían en dirección al pozo. La víctima tenía el pobre consuelo de ver en todo momento el cielo al estar con la espalda encorvada por su propio peso a muy poca distancia del suelo, y desde tan absurda postura comprobaba cómo cada extremidad suya dependía de un brazo ajeno para no caer sobre el césped que esos pies descalzos y transgresores transitaban a toda prisa. Aquella era una condena sin nadie con el poder suficiente para revocar. Lo sabían nuestros padres y de ahí que tuviéramos prohibido la salida.

El último tramo de la ruta hacia el pozo era desquiciante. A la víctima no le llegaba nunca la resignación de verse engullida por esa espesura marrón que la aguardaba debajo en su impiadosa caída. Un instante antes había quedado suspendida de cualquier manera con el traidor impulso que le daban las manos de sus captores en el momento de abandonarla simultáneamente, y luego desaparecía dentro del pozo durante una eternidad. O al menos eso es lo que pretendíamos ver nosotros desde la acobardada distancia. Lo resolveríamos después en una de nuestras asambleas para despejar los misterios del pozo, al igual que disputarnos entre nosotros la verdad de si a la víctima le había bastado salir por sus propios medios o con la imprescindible ayuda de alguien.

Y así como un buen día emergió de las profundidades, el pozo retornó a ellas engullido por el mismo parque que lo engendró como una metáfora de aquello que debía permanecer oculto. Quedó sepultado por una capa de tierra, la misma que ciertas manos pecaminosas amasaron por años para extraer el lodo impregnado luego en la piel y bajo el cual a pesar de todo alcanzaba a reconocerse la euforia vivida durante aquellos días de febrero. Con el tiempo la yerba reclamó su lugar en ese palmo de tierra, dibujó primero una aureola visible en los límites de la gruesa tapa del pozo, y por último la diluyó por completo, de tal modo que si alguno de nosotros al pasar por allí quedaba obligado a emprender una averiguación prolija para establecer el lugar indubitable dónde estuvo el pozo.

Hace mucho que en el barrio dejaron de jugarse los carnavales. Pero es posible que las nuevas generaciones de muchachos quienes se consultan mutuamente el nudo de las zapatillas, confronten los enigmas propios de sus incipientes vidas, y entre ellos, bajo las alas de una leyenda multiplicada, de si en el parque donde juegan ahora existió o no en verdad un pozo atroz.

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