Sacar una moneda literalmente de nuestras orejas, comerse entero uno de sus dedos frente al asombro de nuestros ojos y leernos la mente para adivinar lo que estábamos pensando, fueron sus trucos más espectaculares. Pero en verdad, ahora que lo pienso bien, su mejor acto de magia fue el entretener a cada niño del barrio donde sea que lo encontrara y a la hora que fuese, y lograr que esas funciones callejeras perduren entre nosotros más allá de su partida. Damas y caballeros con ustedes… Neptalí Lozada, el mago.

¿Que dónde nació? Estoy por creer que lo hizo en la chistera de un mago mayor que él. Salvo que después rehusó devolverse junto con el conejo consabido al estrecho y oscuro lugar de donde provino, y porfió en quedarse un buen tiempo viviendo en nuestro barrio. Desde luego algún adulto de aquellos días tratará de hacernos ver que era en verdad un empleado bancario más como cualquiera de los otros que vivía precisamente en el Parque de los Bancarios. Y puede que tengan razón. Pero también es cierto que en épocas de elecciones los adultos dan por hecho las maravillas que les pintan los candidatos, y una vez elegidos, los personajes maravilla pasan a ser poco menos que un fraude. Tratándose entonces de los arcanos de la magia, lo que los adultos digan de ella debe creerse tanto como lo que aseguran en sus declaraciones de impuestos.

Haya sido un genuino descendiente de Merlín o no, el hecho verídico es que Neptalí Lozada hizo una vida como los demás. Salía a comprar el pan por las mañanas, lo movilizaba la misma campana del camión de la limpieza pública para arrojar la basura, acudía al quiosco para enterarse de las noticias que no le fueron reveladas en su informada bola de cristal, y desde luego, padecía de la bulla provocada por el estropicio de nuestros juegos. Pero solo hasta ese punto llegaba el parecido entre él y los demás vecinos, nuestros padres, porque por supuesto Neptalí se inventaría algún conjuro para devolver la tranquilidad al barrio que el caos de la pelota desataba también a las puertas de su casa.

Llegó hasta nosotros aquella vez con ese gesto muy suyo de enfado sobreactuado que a nadie convencía, y lo rodeamos con la expectativa propia de quien está a punto de presenciar algo extraordinario. La fama de sus trucos de magia lo precedía. Cierta inclinación hacia la locura también. Su verbo desmesurado nos había detenido innumerables veces en alguna esquina para desafiarnos con adivinanzas y ocurrencias del momento. Tan pronto como se dejaba ver triste y casi al borde de las lágrimas, al instante siguiente podría romper a carcajadas. Pero, y él mismo ¿permanecía en un estado de ánimo definido? Quién podría saberlo. Si alguna emoción propia asomaba en su rostro de bodeguero bonachón, rápidamente era aniquilada por una capacidad histriónica que lo superaba y que solo ponía fin dejando una frase inconclusa o un acertijo persistente en la mente del otro.

Ahí, en el parque del barrio nuestro vecino más desconcertante y divertido terminó explicándonos a su peculiar manera el problema con la bulla incesante y los pelotazos huérfanos de puntería. Puede que incluso repasara con ambas manos su calvicie parcial que solo le dejó estéril la parte superior de la cabeza, y con ese gesto dramatizar lo abrumado que llegaba a estar por esa situación. Lo cierto es que lo que se supone era una reprimenda derivó en un relato con ribetes fantásticos donde las pelotas disparadas con mucha fuerza quedaban ingrávidas como globos de fiesta y hacia el cielo partirían para nunca más volver a ser vistas. Y cómo no, al final de su inusual perorata nos invitó a presenciar el truco estelar de desaparición de la pelota.

Accedimos fascinados ya que hasta el momento su magia solo había tenido el poder para sorprendernos con objetos pequeños, pero esfumar una pelota lo pondría un paso más cerca de pertenecer a la secta de Houdini. La tomó entonces entre sus manos esotéricas, lanzó solemne un abracadabra al viento que se dejó sentir en lo íntimo de nuestras ropas deportivas, y habiendo previamente creado un espacio entre nosotros con una orden inapelable, abandonó de pronto toda superchería… para echarse a correr sin más ceremonia con la pelota en su poder hasta su casa a unos pasos de donde estábamos, y sin devolverse para ver a su atónito y muy joven auditorio, cerró la puerta tras de sí mientras un incómodo silencio nos demoraba en comprender lo que quiso decir realmente con “desaparecer” la pelota.

Otro día el juego se interrumpió por razones más sobrenaturales. La paciencia del mago nuevamente llegó a su límite tras infortunados golpes sucesivos con la pelota y salió de su casa decidido a resolver el nuevo conflicto. Esta vez desde luego ya estábamos prevenidos de cualquier tipo de desaparición forzosa y procedimos con cautela. Empero no contábamos con los recursos de la magia remota porque al ver que ya no se podía acercar hasta nosotros, con un gesto apocalíptico hizo de su propio brazo una temible varita mágica, y así convertido lo levantó por encima de su cabeza con una pretendida furia cual dios del Olimpo a punto de castigar a sus rebeldes criaturas, y amenazó con desaparecer en el acto cada short o buzo que llevábamos puesto en ese momento, dejándonos en una precaria desnudez.

Y así el dedo índice que para nosotros era el extremo romo de su poderosa varita, obvió la distancia que nos separaba y empezó a señalarnos uno a uno para arrojarnos su encantamiento, mientras él mismo producía toda suerte de sonidos fantasmagóricos que correspondían con los haces de luz o lo que fuere que iba a nuestro encuentro. Nos disolvimos entonces en rápida estampida y cada arbusto del parque, cada auto estacionado y cada escuálido poste de la calle sirvieron para buscar refugio de tan insólito ataque. Según como recuerdo que pasó todos tuvimos la fortuna de conservar las mismas ropas con las cuales salimos de nuestras casas aquel día, pero cuando la paz reinó de nuevo en el barrio quedaron evidentes dos cosas: El mago pudo descansar soberanamente como nunca antes y nosotros cuchicheamos entre risas que nunca un juego había llegado a su fin de una manera tan alucinante.

De tal forma transcurrió esta guerra no declarada, la más afable que recuerden los campos sangrientos, con innumerables treguas de cuando nos encontrábamos con el mago a solas o en pequeños grupos sin el incordio de la pelota y nos dedicaba su disparatado repertorio de preguntas capciosas, acertijos peliagudos, relatos sin causa aparente, bromas que no eran bromas salvo porque dichas por él eran graciosas, monólogos cantinflescos, y cómo no, el truco del día.

En uno de ellos extendía las manos para hacernos ver que todo estaba aún dentro del orden natural de las cosas. De pronto un hambre atroz le transformaba el rostro y hurgaba con urgencia en sus bolsillos algo con qué saciarse. En esa búsqueda infructuosa, el descubrimiento de sus dedos huesudos le hacía cambiar de mueca por la de un caníbal a punto de disfrutar alguno de esos aperitivos que no necesitan condimento, y en efecto, uno de sus dedos desaparecía dentro de su boca que ya con éxtasis en el semblante iba masticando hasta engullirlo por completo con una soberbia deglución que se le dejaba ver por todo el cuello. Luego la mano salía incompleta de esa boca saciada, y allí donde antes había un dedo, ahora quedaba un ridículo muñón. Entonces el mago se disculpaba educadamente con su anonadado público diciendo que debía regresar a casa para que le crezca un nuevo dedo en reemplazo del que se acababa de comer…

Pero un buen día toda esta maravillosa serie de espectáculos cambió. La pelota que fue disparada con mucha fuerza erró el destino que el mago nos había advertido que tendría al quedar ingrávida como globo de fiesta rumbo al cielo, y tuvo una trayectoria más pedestre rumbo hacia la puerta de su propia casa que resintió el golpe con un fuerte estremecimiento. Esta vez nadie salió para recriminarnos. Tampoco tuvimos que huir para no terminar con la vergüenza de nuestros paños menores expuesta en público, ni salvamos de quedar convertidos en desdichados sapos, ni ninguna de las otras cosas con que el mago solía prevenirnos divertidamente. Dejamos de ser risueños sobrevivientes para ser meros grises espectadores. La alegría y el alboroto de siempre habían quedado atrás y en su lugar solo hubo silencio y preguntas sin respuesta. Quizá hubiéramos preferido ver cómo la pelota se empequeñecía a medida que se elevaba para perderse en el infinito antes de enterarnos, como lo supimos después, que el último truco del mago fue ser él mismo esa pelota convertida en globo marchándose fuera del barrio para irse a vivir a otro allá en La Punta, cerca del mar pero lejos de nosotros.

Nacer es un acto de magia. Morir es deshacer ese acto de magia. Entre uno y otro acto discurre eso que se da en llamar vida. Y entre uno y otro acto quienes te conocen dan fe de la magia de tu vida. Aquella cosa misteriosa que se deshace en el cuenco de tus manos cuando intentas retenerla. Aquello que crees te pertenece y un buen día te es arrebatado, el día en que un irrevocable abracadabra acaba contigo. Fue lo que le pasó a nuestro propio hacedor de prodigios. Al menos eso es lo que nos dijeron los adultos del barrio. Puede que tengan razón. Pero ya saben que de los arcanos de la magia, lo que los adultos digan de ella debe creerse tanto como lo que aseguran en sus declaraciones de impuestos. Entretanto recuerdo ahora mismo la voz del entrañable señor Neptalí distorsionada por un silbato que a veces llevaba disimulado en la boca haciéndose entenderse en un dudoso español atravesado de pitidos, y doy fe que su vida en verdad fue magia pura.

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Dedicado a la memoria de Neptalí Lozada Lozada, en recuerdo de su vida exagerada por nuestro barrio, una vida que no necesitó vivirse entre dragones ni centauros para que ahora sea fábula entre nosotros.

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