Érase que se eran tres mosquitos superlativos. Tres molestas entidades que con sus toscos zumbidos iban anunciándose cuan tormenta de verano que en una hora descarga medio otoño. Tres insoportables sarpullidos sin compasión ni medida del daño causado. Tres terremotos de magnitud diez; ni dos ni cuatro… ¡tres! Tres invertebrados voladores deleznables, pesados e inmisericordiosos. Aquellos indeseables cuernos de Belcebú con alas tenían por rimbombantes nombres Pim, Pam y Pum.
Siempre agitaban el melón atacando desde arriba, lanzando letales picados sobre sus objetivos. Para ello plegaban las alas en plan halcón peregrino, acomodándolas hacia atrás para alcanzar mayor velocidad de descenso.
Érase que se eran tres contumaces mosquitos gozosos de vivir al margen de la ley y de lo mínimamente tolerable. Dos más uno o cuatro menos uno empero siempre tres ¡véase por dónde se viera! Listos y dispuestos a cazar porque así era su condición natural y uno no puede luchar contra eso…
Ante el menor descuido de, pongamos animal o persona, allá que iban, clavando sin miramientos sus agujas bucales infestas. El premio no era menor, ni muchos menos. Aspiraban ansiosamente la sangre, gotita a gotita, saciando sed y hambre.
Érase que se eran tres elementos alados funestos. Tres bichos ponzoñosos odiados hasta por las criaturas microscópicas que merced a su minúsculo tamaño pasaban desapercibidas para ellos.
Circulaban rumores asegurando que alguien pusiera precio a sus diminutas cabezas insectívoras. Quizás fuese cierto o tal vez no sin embargo sí había algo evidente: nada funcionaba a la hora de acabar con el trío calavera. Lastimosamente para la población autóctona y foránea siempre iban dos pasos… mejor dicho, dos patas, por delante.
Pum además de ser el líder del escuadrón era el más enrevesado de los tres. Ponía especial ensañamiento cuando atacaba a cualquier cosa empujada sobre dos o cuatro patas.
Érase que se eran tres golpes en la canilla y tres dobladuras de tobillo. Sin amigos conocidos fuera de los de su propia especie mas ¿qué valor puede tener la amistad para un mosquito?… ¿y para tres? Tres dolores de muelas aficionados a la aviación de serie, volando en formación sobre cuadrículas previamente planificadas.
Ni dos ni cuatro, ni uno ni cinco, ni siquiera cuarto y mitad. Tres flatulencias sin disipación, tres dedos matándose por hacer la señal de victoria. Tres guijarros en el camino con sus correspondientes traspiés y tres patadas ahí…sí, justo ahí. Ciertamente podían hacer lo que les viniese en gana porque nadie osaba enfrentarlos…
Érase que se eran Pim, Pam y Pum. Tres dardos directos al centro de la diana y por qué no decirlo, tres granos donde la espalda pierde su noble nombre. Tres pedantes de manual, tres atragantamientos y tres furúnculos en el mismo sitio donde la espalda pierde su noble nombre…
Tal era su maldad que incluso Chamorro el abejorro (de nombre Avelino), polinizando tranquilamente las flores, veíase acorralado por aquellos tres relámpagos del averno. Lo empujaban aleteando a la par, viéndolo de soslayo y obligándolo a tomar altura para después descender vertiginosamente. El pobre Avelino terminaba perdiendo su gorro forrado de pelo de buey almizclero y sus gafas de aviador abejorruno.
Entre risotadas y estridentes zumbidos le gritaban todos a una ¡gordo! y ¡peludo! Más que insecto semejaba un elefante caminando a una pata. Evidentemente nada que ver con sus cuerpos delgados y alargados. Cuerpecitos hechos para volar con la elegancia de la mariposa monarca. Cuerpos invertebrados que solamente despertaban malsanas envidias. No tenían abuela…
Lo cercaban contra las margaritas y otras flores de la pradera que, para su fortuna, amortiguaban los golpes. Le tiraban de las patas y de las alas, sin dejar de gritarle ¡gordo! ¡Torpe! ¡Peludo! Y claro, Avelino terminaba perdiendo además del gorro forrado y las gafas de aviador el polen que cargaba. Con él habría polinizado otras flores de la contorna. Tendrían que esperar a mejor ocasión…
Cuando se aburrían del pobre abejorro ascendían, perfectamente compaginados. Realizaban tirabuzones en el aire antes de descender a nivel de los hierbajos para buscar nuevas víctimas. Por lo regular esas “nuevas víctimas” solían ser los niños y niñas que jugaban en el parque. Les picaban como si no hubiese un mañana; sin descanso ni piedad, haciendo blanco en brazos, cuello y piernas. Pero también había tiempo para rápidas incursiones por entre la ropa y el pelo, riéndose a pata suelta cuando los infantes salían corriendo del lugar gritando y sollozando. Después cargaban contra los padres y madres que agitaban periódicos en el aire a modo de improvisados matamoscas. Nada parecía frenar aquella pequeña fuerza aérea equipada con torpedos y misiles teledirigidos.
Érase que se eran tres intensas migrañas. Tres mosquitos como tres eran los mosqueteros que a su vez pinchaban desenvainando sus tizonas españolas. Érase que se eran tres zancudos altamente peliagudos, tres cloacas desbordadas y tres roturas del mismo hueso…
No obstante ¡Y aquí viene lo bueno! Cierto día de ellos más no se supo. La noticia corrió rauda por las cuatro esquinas del reino animal. Aquel imprevisto a la par que sorprendente suceso venía significando una bocanada de aire fresco para las distintas formas de vida.
Paca la vaca al fin pudo dar descanso al rabo, pastando sin ser molestada. Germán el pastor alemán respiró aún más aliviado que Paca. Tumbado al sol las heridas de sus orejas, abiertas en canal, fueron cerrándose lentamente. ¿Y qué decir de Avelino? ¿Y qué decir de otros muchos?… Hasta los niños y niñas podían jugar tranquilos en el parque sin ser soliviantados.
Sin embargo nadie supo lo acontecido a aquellas tres balas perdidas invertebradas. Yo, amigos y amigas lectores sí conozco los hechos y gustoso paso a contárselo a todos ustedes.
Pim fue el primero en caer. Sus incursiones asesinas terminaron cuando se dio de bruces contra la telaraña de “montaña” la araña (llamada así por su gran tamaño) mientras ésta reformaba su casa, arreglando unos hilos de seda. Tanteó con sus largas patas y oteó con sus muchos ojos hasta dar con la víctima. Pim pasaría a formar parte de la cena de la araña.
Pam fue el segundo en caer. Seguro de sí mismo volaba en solitario buscando alguien de quien mofarse o a quien sacarle algo de sangre. Eso fuera poco después de dejar a sus dos impertinentes cómplices, citados en el mismo sitio para el día siguiente. Pero por cosas del destino había obviado, agazapada entre tupidos hierbajos verdosos, a María Preciosa, la mantis religiosa. Paciente como ella sola, tan pronto tuvo en rango a Pam lanzó sus patas delanteras aserradas a la velocidad del rayo. Pam pasaría a formar parte de la comida de María Preciosa, la mantis religiosa.
Pum fue el último en caer. Era ligeramente más listo que sus dos camaradas de fechorías. Volaba maldiciendo la tardanza de éstos, buscándolos por las zonas que solían frecuentar. Tan centrado estaba en la encomienda que tuvo tiempo justo para percatarse y esquivar la venida de algo letal, rápido y pegajoso. Era la lengua de León el camaleón, mimetizado en la rama de una higuera.
Pum se rió de León el camaleón por haber fallado. Evidentemente era mucho más listo que él o eso creía pues en realidad había sido cuestión de suerte. Sin apartar la vista de León comenzó a insultarlo, picoteándolo y volando alrededor en claro desafío. Pero claro, tan ensimismado estaba esquivando la lengua del camaleón que olvidó que bajo él estaba la pequeña charca habitada por Papo el sapo, animal rugoso y entrado en carnes aficionado a los humedales. Croaba sin apartar sus grandes ojos de ambos duelistas. Y a la primera oportunidad clara atrapó con su propia lengua a Pum, en pleno vuelo. Lo engulló rápidamente para retomar su croar.
Estimados niños y niñas, grandes y pequeños, de aquí y de allá así terminaron las fechorías de estos tres males hechos insectos. Recordad no sólo se trata de vivir vuestras vidas si no de dejar que los demás vivan la suya.
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