¿Qué hay de malo en NO sentir?

¿Qué hay de malo en NO sentir?

alvaro_2321

04/04/2022

¿Qué hay de malo en no sentir? ¿En qué momento decides que una vida sin emociones es mejor? ¿No equivaldría a la muerte? ¿Y por qué le tenemos tanto miedo a la muerte?

Acabo de terminar Muerte en el Nilo de Agatha Christie por tercera vez y, por mucho que lo piense, me parece ilógico que en la biblioteca de vuestras cárceles haya estanterías repletas de libros de crímenes y asesinatos. Quizá ese es el motivo: unos terminaban encerrados, por muy complicado que pareciera; y a otros les comía la culpa y terminaban con su vida ellos
mismos. Aunque nunca llegué a comprender aquello del cargo de conciencia, ¿de verdad existe?

He pasado los últimos quince años de mi vida encerrado en esta prisión. Fui uno de los muchos que desafiaron el poder y fracasaron en el intento. ¿Quién me iba a decir que terminaría robando el banco de mi ciudad con dos personas a las que conocía de la noche anterior?

Creíamos que todo saldría bien hasta que al salir os vimos. Que nadie diga que no intenté huir, porque daría mi vida por haber logrado escapar, pero terminasteis pillándome. A los otros dos
seguís sin encontrarlos, quince años después siguen fuera con los miles que se llevaron del
atraco.

No digo que me arrepienta de lo que hice, si volviera atrás no cambiaría lo ocurrido. Aunque,
pensándolo mejor, habría corrido un poco más rápido cuando me persiguió aquel policía. No
robé por capricho, por lo aburrida que era mi vida. Todo lo contrario, era uno de esos momentos
en los que las emociones pueden contigo, en los que sabes que estás perdiendo el control pero
no puedes hacer nada para remediarlo. ¿O quizá sí? Estaba acostumbrado a la adrenalina que
supone robar, a los nervios que sientes al creer que te pueden pillar y al escalofrío que recorre
cada milímetro de tu cuerpo cuando consigues hacerlo. Sin embargo, lo había hecho tantas
veces que necesitaba pasar de nivel, en algún otro sitio que no fuera la tienda de barrio. Ahora
lo pienso y creo que debí subir de nivel un poco más despacio, pasé de robar baratijas de euro
a miles de ellos.

Aún recuerdo mi primer día aquí. Creía que todo era como en las series y que me daríais un
mono amarillo, aunque menos mal, nunca me ha gustado ese color. El mono, por suerte, es
negro, pero eso sí, la gente es igual de imbécil que en las series.

Yo nunca he sido de tener muchos amigos. En la universidad pasé completamente
desapercibido y me terminé casando con la primera mujer que mostró un mínimo de interés en
mí, aunque ahora me arrepienta de aquel «sí quiero». Cuatro años antes del fatídico día tuvimos
dos hijas preciosas, lo único de lo que di gracias por aquel matrimonio.

Los dos años posteriores se resumen en visitas de ellas tres. Pasamos horas hablando a través de ese cristal. Ellas me enseñaban lo que habían hecho esa semana en el colegio mientras que lloraban por lo malo que sus compañeros decían que era su padre. Qué cruel resulta la sinceridad de alguien sin miedo a destrozarte.

Todo cambió el día que vi aparecer a mi mujer sin las mellizas a su lado. Me explicó la
interminable lista de motivos por los que debería dejar de ver a mis hijas, por la mala influencia
que era para ellas. Trató de experimentar todo el dolor que yo sentí en aquel momento, aunque
ambos sabíamos que el aparentar nunca había sido su fuerte. Nunca volví a ver a las que yo
consideraba mi familia, cambiaron de domicilio y eliminaron mi apellido. Definitivamente había
perdido todo lo que me quedaba.

Siempre he creído que de verdad olvidas a alguien cuando no recuerdas su cara, lo que es
comprensible. Pero, con el tiempo, terminé asociándolo con la risa, el momento en el que esa
persona estaba feliz, disfrutando. En el que, como por arte de magia, algo en tu interior se
reconstruía, como si la risa fuera la cura a cualquier enfermedad. Y yo nunca he vuelto a recordar la risa de mis hijas.

No sé si fue a raíz de aquello o si siempre he sido así, pero irradiaba una tristeza que parecía
incentivar al resto de presos a romperme alguna que otra costilla o a tintarme el ojo d morado.
No era tan raro imaginar que aquello terminaría sucediendo, al fin y al cabo era el hombre que
leía libros de día y lloraba sin control de noche.

Pocos años después me ofrecisteis la condicional. Puede parecer mentira, pero lo primero que
pensé no fue que por fin sería libre, sino el vacío en mi interior de no saber a dónde ir, de no
saber qué hacer. Dejando a un lado todos los golpes que me he llevado aquí dentro, lo cual me
habría llevado a huir de este lugar como fuera, recordé todo lo que había perdido desde que
entré: mis hijas, mi casa, mi matrimonio, mi libertad. Y en el momento que se me permitió
recuperar la última de ellas, no dudé un instante en decir que no. Siempre me ha dado vértigo
la libertad, y no tenía nada fuera que me hiciera quererla.

Ahora pienso en todo lo que podría haber conseguido de haber aprovechado la oportunidad, de
haber salido de aquí. Pero ya es tarde. ¿O no? Dicen que aquello que te mata es lo que te
hace sentir vivo, y yo esta noche me sentiré más vivo que nunca. Y, si tengo suerte, conseguiré
salir de aquí.

Qué imbécil, no me he presentado. Soy Luk, y esta es mi carta d suicidio.

· · ·

Aquella noche encontraron el cuerpo de Luk tirado en el suelo, con cortes por todo el cuerpo. Al
lado, la carta. Ni siquiera se molestaron en comprobar si seguía vivo, aunque estoy seguro que
llevaba trece años sin estarlo. Luk por fin consiguió la libertad que había rechazado años atrás.
Y es que a veces, y sólo a veces, la muerte es nuestra última oportunidad para lograr ser libres. No del sistema, de esta cárcel ni de todos los presos aquí. Sino de uno mismo, de su propio
dolor.

Este es el momento en el que decides que una vida sin emociones es mejor. Que, aunque
equivalga a la muerte, no le tienes miedo. Porque, después de tantos años, te sigues preguntando: “¿Qué hay de malo en no sentir?”.

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