Las ventanas del poseso

Las ventanas del poseso

Claudio E. Vives

03/04/2022

Y en esos, mis previos momentos antes de sucumbir, reviví en un instante todo lo que había sucedido desde el inicio.

                                                            

En algún momento a mediados de la década del ‘70.

No podía recordar como fue a parar a nuestro hogar. Tan sólo había aparecido en nuestra reciente mudanza a la casa. ¿Qué era eso? ¿Un regalo? ¿A quién?, ¿quién era el merecedor de tanto odio? Esa sonrisa grotesca en medio de aquella palidez cadavérica eran la génesis de mis peores pesadillas.

Al irme a dormir lo tenía frente a mí, sentado sobre el ropero, mirándome ya sea que estuviera con su cabeza ladeada o no. A veces amagaba con levantarme para acostarlo o darlo vuelta, pero imaginaba que eso sería inútil y que volvería a la posición anterior en algún momento de la noche, listo para saltar y atacarme cuando lo decidiera oportuno. Cerraba mis ojos y los abría, unas veces en forma súbita alterado por algún sonido que imaginaba proveniente de él y otras los entreabría apenas, sin que este lo notara, para ver si lo sorprendía moviéndose. Hubo momentos que la perturbación que me provocaba llegaba a tal extremo que con furia decidida bajaba de la cama cucheta, con el cuidado suficiente para no despertar a mi hermana que dormía en la parte inferior, y me acercaba decidido a ese ser cuyas cejas semejaban las de un demonio. Lo agarraba con firmeza y advirtiéndole lo que le pasaría si se atrevía a hacerme daño, lo golpeaba varias veces con el puño sobre su horripilante nariz roja que siempre parecía a punto de estallar en un baño de sangre y salpicar con su espantosa textura todo lo que se hallara próximo.

No podía dormirme sin dejar la luz encendida. Luz que en algún momento mis padres apagaban cuando los hermanos ya estábamos dormidos. A veces me despertaba con sobresalto y manoteaba en la oscuridad la llave de encendido de la lámpara portátil sujeta a la cabecera de la cama. La luz se esparcía entonces en círculo por la habitación y caía sobre él conformando un halo siniestro. Así permanecía hasta que la somnolencia le ganaba a mis temores, durmiéndome otra vez con una de las lámparas prendida.

En mis turbados sueños lo veía girar lentamente la cabeza ampliando la de ya por si chocante sonrisa, con los ojos inyectados en malicia, preparado para aterrorizarme, acercándose a mi lecho caminando en cuatro patas con ráfagas violentas de movimientos arácnidos sobre las paredes del cuarto, siempre mostrándome en primer plano la perfidia de su ceño. Y entonces, al estar próximo a mí, saltaba colocando el rostro pegado al mío, estallando en una carcajada infernal que me helaba la sangre, lo cual provocaba que me despertara en extrema agitación y sudor. Tanteaba en forma nerviosa la lámpara y al prenderla lo veía como siempre, mintiéndome con su postura inexpresiva como si nada hubiese ocurrido.

Lo odiaba. No podía ocultarme sus intenciones, con ese ropaje extravagante, brilloso y los zapatos de pana terminados en una punta imposible, maquinando el momento adecuado para mostrar su verdadera cara. Deseaba deshacerme de él sin levantar sospechas. Cuanto más lo miraba con más tesón se me incrustaba la idea en la cabeza.

No comprendía del todo como mis hermanos no se inmutaban con aquella abominación que lo dominaba todo desde la altura sin dejar escapar movimiento a la vista cual felino atento a una presa. Quizás había lanzado un influjo sobre ellos con algún propósito espantoso que por alguna razón no había podido o querido hacer conmigo. Extrañaba mi antiguo hogar donde no tenía que soportar los fantasmas que me acosaban en la oscuridad por causa de esa presencia. En el silencio de la madrugada, creía escuchar los ruidos de sus etéreas pisadas, mas al encender la luz me daba cuenta que se trataba de alguno de nuestros dos gatos que buscaban abrigo y compañía en las camas.

Una noche de verano, a poco de haberme dormido, desperté de súbito y lo sentí sobre las piernas. Sí, aquello no era un gato. Iba y venía con el peso que le confería la liviandad de su cabeza de hule y cuerpo de trapo. A pesar de que la lámpara de mi cama seguía encendida, oculté con terror la cabeza debajo de la sábana. Era incapaz de asomarme para verlo mientras se deleitaba en el éxtasis de su maldad. Sin embargo, tras unos instantes me repuse, tomé valor, y en un movimiento violento sacudí la sábana y me asomé para ver que allí no había nada más que el viento ocasional del ventilador que giraba el cabezal, ora para un lado, ora para el otro. Sabía que reía por dentro regodeándose con el engaño perpetrado. Buscaba que me confiara para tomarme en forma desprevenida.

Así transcurría el tiempo, hasta que una mañana desperté con una pequeña costra en el mentón, un moretón en el brazo y uno de los dedos de la mano chamuscado en raro color violáceo. Les mostré a mis padres lo que me había sucedido y entonces supe que fui a parar al suelo mientras dormía, yendo a posarse el dedo sobre el espiral encendido colocado para ahuyentar a los mosquitos. Alertados por el ruido de la caída, me contaron que se levantaron e ingresaron a la habitación, y al ver lo ocurrido, volvieron a colocarme en la cama sin que despertara de mi extraño y profundo sueño.

Pero no, sabía que ese no era el motivo del infortunio nocturno. Finalmente se había decidido a entrar en acción arrojándome al suelo mientras dormía. El moretón en el brazo no se debía al golpe contra el piso, sino a la presión que hizo con sus horripilantes manos al empujarme al vacío. Lo había planeado todo en forma minuciosa, observándome día a día, semana tras semana, atento a cada detalle. Los gatos y el ventilador fueron señuelos. El tanteo del terreno para detectar mi etapa de sueños más profundos: la preparación para el astuto ardid. Quién sabe que más habría probado antes de hallar el momento exacto para atacarme.

Estaba vulnerable a su merced. Debía actuar rápido y deshacerme de él. Descarté los métodos demasiado violentos como quemarlo o usar ácidos, de por si no tenía acceso a estos últimos al no haber ninguno en la vivienda y no poseía suficiente edad para comprarlos. Además, como me planteé, debía ser algo casual, un hecho desafortunado que no llevara a sospechas. Enterrarlo en el jardín no servía, ¿bajo que excusa iba a sepultarlo?, y se me figuraba que podría salir del entierro con facilidad, o el perro podría desenterrarlo…, ¡el perro, claro!, debía encontrar la forma que él lo rompiera, pero ¿cómo hacerlo? Tenía prohibido entrar a la casa y si por casualidad ingresara, no iba a poder alcanzarlo en la altura del mueble. Debía encontrar el pretexto y modo por el cual lo pudiera agarrar. Creí encontrar la solución. Aduciría que uno de los gatos orinó el muñeco, y que debido al olor me vi en la necesidad de sacarlo al patio para que se ventilara y secara al sol. Así quedó al alcance de Coki, tal el nombre del perro, y jugando con él lo destrozó, cosa en la que en realidad tomaría parte alentándolo a hacerlo. Sólo veía una pequeña falla: que olieran los despojos y no percibieran el olor a orín. Debía pensar como solucionar este punto o modificar el plan. Medité el tema no por mucho, ya que el tiempo me acuciaba, y por fortuna ingenié uno nuevo, más satisfactorio.

Lo siguiente sería el orden de los hechos que ocurrirían cuando mi padre estuviera en el trabajo y mi madre durmiendo la siesta. Me treparía a una silla para ordenar los juguetes y trastos que se encontraban sobre el ropero. Dejaría al payaso en el suelo. Me urgiría usar el baño. Ingresaría al mismo. Al terminar de usarlo volvería a la pieza. Continuaría ordenando y cuando fuera a colocarlo de nuevo sobre el ropero, me daría cuenta que no se hallaba donde lo había dejado. Buscaría por todos lados y vería la puerta que daba al patio abierta. Iría hasta allí y me encontraría con el juguete casi desecho entre las fauces de Coki, agitándolo con furia canina hacia uno y otro lado. Casi perfecto. Quedaba el detalle de por qué estaba la puerta abierta. Aduciría olvido de los integrantes de la casa o me echaría la culpa por haber ido al patio y olvidar cerrarla. Una vez que el macabro clon estuviera desecho de modo irreparable, no quedaría más remedio que ponerlo en una caja o bolsa de basura, colocarlo en la vereda y dejar que se lo llevaran.

A la hora indicada del día llevé a cabo el plan, que salió tal cual lo planificado. ¡Con cuánta maestría y precisión lo ejecuté! ¡Qué satisfacción enorme cuando las cosas salen como queremos! ¡Con qué placer puse con mis propias manos los despojos en una bolsa de residuos! Y así una vez que pasó el recolector de basura, sus restos terminaron en la parte trasera del camión.

Los siguientes días fueron de alivio, mi sueño retornó a lo normal para alguien de mis casi diez años de edad, y todo se serenó. Ya no necesitaba dormir con la luz encendida. Simplemente prendía la lámpara de la cama, apagaba la de la habitación y una vez que me disponía a dormir apagaba la que quedaba. La vida continuó y los años transcurrieron uno tras otro.

Ya en mi adultez, pensando alguna que otra vez en esa época, no podía dejar de reírme de lo que creía mis locas fantasías infantiles y sentir un poco de lástima por el destino del juguete. Me había establecido en mi propia casa formando una familia.

                                                      

Estaba esa noche de visita en la casa de mis padres. Departíamos después de cenar en forma animada, cuando mi pequeña hija comenzó a bostezar.

—¿Qué pasa Alicia, te aburrimos o tenés sueñito? —preguntó con cariño mi mamá con esa manía que tenemos los adultos de hablarle a los chicos en diminutivo, a lo que la pequeña solo contestó cerrando los ojos.

—Vamos —le dije alzándola— te llevo un ratito a la cama y cuando nos vayamos te aviso, ¿eh? —a lo que como respuesta me apoyó la cabeza en el hombro.

Dejé a la niña en mi antigua habitación en la que ahora sólo quedaba una cama para cuando alguno de los niños de la familia quería pernoctar con los abuelos, y dejé la luz encendida.

Volví a la mesa. Seguimos conversando entre anécdotas y recuerdos. Mi papá hizo un alto para ir al baño, y entonces le dije:

—Cuando pasés por la pieza, ¿podrías apagar la luz? Alicia ya se debe haber dormido —a lo que asintió con un gesto.

Al volver comentó que la luz ya estaba apagada.

—Te debés haber olvidado que la apagaste o quizás Alicia se levantó y lo hizo —dijo.

—No, no fui yo, y ella nunca lo hace en casa.

—Siempre hay una primera vez —me contestó.

No sabía decir por qué, pero tuve un mal presentimiento, me dirigí a la habitación y accioné el interruptor sin éxito.

¿Será el foco?, pensé.

Y entonces cuando giré la cabeza, los sentidos se me erizaron. Un frío helado y punzante me recorrió el cuerpo. Di un grito ahogado llevando una de las manos a la boca. Mis ojos desorbitados contemplaban la escena que me apuñalaba. La luz de la sala ingresando por la puerta de la habitación iluminaba allá en lo alto, en la cima del guardarropa, emergiendo de las sombras del pasado, la figura espectral que bien conocía y que había vuelto por venganza, con el rostro marcado por horribles cicatrices, fruto de las dentelladas que le habían sido propinadas y con la ropa hecha jirones teñidas en rojo escarlata. Mientras en su vil rostro exponía en sonrisa una mueca diabólica, su mirada insana me observaba desafiante, sosteniendo en sus harapientas manos, mostrando cual trofeo, el foco de la lámpara: roto, cortado en afilados pedazos del cual goteaban frescas gotas rojas; estallando, ya perpetrado su objetivo, en una carcajada violenta, sonora, fulminándome los sentidos y apagando mi último vestigio de cordura.

FIN

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