Carlitos apodado Nariz Roja fue durante algún tiempo un payaso atípico. En sus actuaciones no era quien de extraer carcajadas a niños y mayores. Si bien no llegaba a producir el llanto general de los presentes sí era cierto que sus múltiples puestas en escena generaban cierta indiferencia.
El jefe del circo era hombre cabal y bondadoso como pocos. Sabía de las penurias por las que estaba pasando Nariz Roja y quería ayudarlo pero no sabía cómo hacerlo sin herir su orgullo. Lo último que buscaba Carlitos era dar lástima a los demás, sobre todo al siempre respetable público.
En su carromato ensayaba horas y horas intentado mejorar sus registros cómicos e incluso pulir defectos interpretativos. ¡Nada! Cuando parecía tenerlo todo bajo control su público, soberano, volvía a mostrarle indiferencia y aplausos forzados.
Una mañana soleada del mes de agosto Carlitos se cruzó con el ratón Chilipindrero, compañero de trabajo y estrella del número circense llevado a cabo por el grandioso hipnotizador italiano Giuseppe Maribaldi. En dicho número Chilipindrero, supuestamente hipnotizado, caminaba por una cuerda de esparto ubicada a gran altura. Con los ojos vendados recorría la superficie de la susodicha y cuando alcanzaba el lado opuesto regresaba. Sin red de seguridad y sin ningún tipo de sujeción el número estaba considerado de máximo riesgo y de ello daban buena cuenta los rostros estupefactos del público. En sus manos de ratón, a modo de salvaguarda, cargaba una pequeña pértiga flexible que empleaba para guardar el equilibrio. El número indudablemente era un éxito total. Los presentes; padres, madres, hijos y abuelos se levantaban extasiados, con sus corazones aún latiendo a mil. Aplaudían a rabiar respirando, por fin, tranquilos mientras vociferaban vítores para aquella singular pareja de artistas circenses.
Evidentemente para Nariz Roja era duro ver pasar a Chilipindrero henchido de orgullo, firmando autógrafos y sacándose fotos con sus admiradores. Empero aún era menos llevadero verlo con aquellos aires altivos de los que hacía gala. El exitoso ratón solía detenerse a su altura para mirarlo (desde su posición de roedor) de pies a cabeza y de cabeza a pies, sin hablarle. Nariz Roja tampoco decía nada, se limitaba normalmente a echarse a caminar hasta la jaula de los felinos y desde allí hasta las cuadras de los otros animales para hablarles de sus penas. Parlamentaba especialmente con Rafa la jirafa, Fedra la Cebra y Mario el dromedario.
Giuseppe Maribaldi no era amigo de ayudar a nadie o al menos no sin conseguir algo a cambio. Para él las cosas eran cuestión de sopeso. Hasta las más pequeñas acciones debían llevar consigo una compensación justa y equitativa para ambas partes (entendiendo por “ambas partes” la suya). Así lo veía bajo su prisma de egocéntrico. No cualquiera era digno de recibir consejos o ayuda del exitoso, insoportable y pedante italiano.
El trasalpino formaba parte de una estirpe circense perdida en la noche de los tiempos. Fue por ello que Carlitos dio por buena la decisión de no consultarle sobre cuál podría ser el motivo por el cual aquel número, repetido hasta la saciedad, siguiese siendo del agrado general. No obstante sacar el tema encolerizaría al divo, Carlitos intuía cual sería su reacción… primero llamarle fracasado y segundo dejar de dirigirle la palabra.
Y así fue pasando el tiempo hasta que una tarde, mientras adecentaba las caballerizas, escuchó una voz dulce y angelical. Era al mismo tiempo trémula y cálida, cercana y distante. Inspiraba y expiraba de forma embaucadora, jadeando y susurrando cómplice del aire tardío. Aquella voz recorría tierra y cielo como si en éste diez escolanías hubiesen empezado a interpretar música sacra, subidas a púlpitos amplificados. Sólo podía ser voz de mujer; tan sutil como para embriagar los tímpanos y tan suave como la mejor seda hindú.
Nariz Roja dejó sus quehaceres y trató de encontrar el punto de origen de aquella exquisitez. Dejó atrás las casetas, el túnel del miedo, las jaulas de los felinos y la caseta del prado con su bello lago. Allí buscaban acomodo cisnes y barquitas de remos.
Llegó a la noria y a los puestos de tiro al plato. Dejó atrás los puestos de rosquilleras, otros de bebidas frías, la improvisada pista de baile y el puesto de algodón de azúcar. Entonces lo vio…
Aquel enorme rododendro florido en el que tantas veces habíase quedado dormido sobre sus raíces. Inconfundible porte novelesco, tan saturado de flores que de abrirse una más sus ramas quebrarían. Pero lo más increíble y sorprendente estaba por llegar cuando pegada a la base del tronco comenzó a hacerse visible lo que semejaba una doncella, frágil como el aleteo de una mariposa empero al mismo tiempo fuerte cuan mallazo corrugado. Incluso aquella bella aparición, de gestos comedidos, parecía haber salido de un cuento medieval.
Cabellos dorados como el mismo sol caían sobre sus desnudos hombros; tez nívea como la luna nueva, nariz fina y estilizada, cejas perfiladas, labios carnosos y pómulos con pequeños toques de brillantina. Sólo podía ser una diosa o un ángel… quizás ambas. Ojos verdes de largas pestañas, manos recogidas sobre el pecho y pies descalzos tan níveos como su tez. De estatura media la misteriosa joven se vestía con un fino a la par que elegante vestido rosado.
Cuando volvió a hablar se disipó cualquier conato de duda. Claramente era la voz que Carlitos escuchara y que tan timbrosa resultaba. La chica platicaba sin mover los labios, tal cual fuese una ventrílocua de primer nivel.
Con la brisa de la tarde ella continuaba a lo suyo. Habló mucho y despacio, dando sensación de que para ella el tiempo transcurría de otra manera. Le dijo que siempre había estado allí, viéndolo crecer y siendo testigo de cómo ayudaba a los demás. De sacristán para sacar unas monedas hasta payaso. Y ella siempre a su lado, incorpórea. Fuesen cuales fuesen las circunstancias de vida Carlitos no caminaba solo, nunca lo había hecho.
Empero también le detallo más cosas en profundidad. Por ejemplo que Nariz Roja debía actuar con el corazón y no con la cabeza pues así funcionan los payasos de verdad. Actuar frente al espejo poniendo buena cara a los malos días. Sin forzar sonrisas en los demás sino dejándolas fluir mediante su hacer. Él tendría que ser el primero en reírse de sí mismo, a pierna suelta. Nunca compararse con otros artistas pues cada uno es único. Él era Nariz Roja, tan bueno o tan mediocre como cualquier otro. Ahora bien de obligado cumplimiento la regla número uno: hacerle olvidar al público sus problemas una vez ocupan sus asientos dentro de la carpa. El payaso vocacional es servidor público así que si debe llorar lo hace para adentro y cuando debe reír invitará a los demás a acompañarle.
Tras concluir la joven se desvaneció, convirtiéndose en una de las flores del rododendro.
Esa noche Nariz Roja reflexionó intensamente sobre lo sucedido. Al día siguiente tenía función pero ésta sería muy distinta a las anteriores. A pocos minutos de comenzar, cuando los focos lo fijaban en el centro de la pista, vio o creyó ver, entre el numeroso y expectante público a aquella joven de vestido rosado. Ésta sonreía mientras acicalaba el cabello. Levitaba entre los viejos asientos de madera, dejando ver sus níveos pies desnudos. Ella aplaudía fervientemente, susurrando al aire y el aire cuchicheando al oído de Carlitos. Sin embargo sólo él la veía y sólo él escuchaba el golpeteo de manos. Y entonces algo cambiaría para siempre en Carlitos. Esa sería la primera de muchas exitosas tardes circenses.
Nariz Roja, Carlos, fuera capaz de vaciarse. De entregar a los demás cuanto llevaba en su cuerpo y alma de payaso y lo hizo para su público. Qué razón llevaba su musa… allí acudían familias enteras para olvidar sus problemas por un par de horas, dejándose robar sus almas de niños. A la salida las recuperaban.
Su fama, niños y niñas, comenzó a subir como la espuma. No tardaría en ser contratado para trabajar en los mejores espectáculos mundiales. Jamás la fama se le subiría a la cabeza. ¿Por qué? Porque seguía siendo Carlitos, preocupado por hacer feliz a los demás y sin pedir nada a cambio.
Al tiempo la popularidad del altivo ratón Chilipindrero y la de su compañero de función el ególatra Giuseppe Maribaldi cayó en picado. Limpiando las caballerizas sabían de los éxitos sin parangón de Nariz Roja por Rafa la jirafa, Fedra la Cebra y Mario el dromedario quienes les contaban con todo lujo de detalles los éxitos de su gran amigo Carlitos.
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