Todo empezó y terminó en el Duoc. Salíamos de clases. Estaba con el Santiago y el Jaime en la entrada. Teníamos sed, mucha sed. En ese tiempo yo quería ser escritor, era el idilio por el cual vivía. Soñaba con poder alimentarme de eso, comprar botellas caras de whisky, fumar yerba y sentarme a masturbar suave y delicadamente el teclado del computador, esperando a que saliera algo relativamente bueno desde lo más recóndito de mis maltratadas entrañas. Tenía pronosticado que la parca, mi esquelético amigo de capuchón negro y portador de una filosa hoz, viniera por mí a los 35 años, o algo así. En fin, los tres sabíamos que queríamos tomar, no lo decíamos, solo nos mirábamos esperando a que alguno se animara a mencionarlo. Mientras tanto, fumábamos unos cigarros sueltos, cigarros bolivianos de 50 pesos. Era un escenario triste, hasta podría decirse que era lúgubre. Propio del funeral de ese tío que te regala diez lucas cuando se cura. Mirábamos al bar del frente, pero ahí todo era muy caro —los dueños se dieron cuenta de que un universitario es capaz de gastar todo lo que tiene en la billetera cuando está borracho. Así que, ni tontos ni hueones, inflaron los precios como enfermos de la cabeza—. No podíamos permitirnos pagar un par de shop´s ni entre los tres. Por suerte teníamos un plan b: Nuestra cripta, un lugar a donde íbamos a chupar cada vez que estábamos sin plata, era un sitio asqueroso. Pero bueno, era una cosa por otra. Las miradas entre los tres seguían aumentando su complicidad, era como una bomba, una que al poco tiempo explotó.

—¿Y si vamos a la guarida? —dijo el Jaime.

—Vamos —respondió el Santiago.

—Al fin alguien dijo la hueá —agregué.

El Jaime y yo apagamos nuestras reliquias bolivianas de contrabando en un poste negro, repleto de grafitis, y botamos las colillas en un basurero a maltraer. El Santiago era el más malo para fumar, por lo que aún no se terminaba su cigarro. Nuestra travesía a la guarida recién había comenzado. Aquel lugar se regocijaba de cientos de historias. Quizá en algún momento pueda ser proclamado patrimonio de la humanidad, yo firmaría sin duda alguna. Íbamos cruzando un paso de cebra, nos sentíamos como The Beatles caminando por Abbey Road. Pero solo éramos simples vagos con ganas de remojar nuestras tráqueas y olvidar por un par de horas aquellos problemas que parecen simples, pero son tan difíciles de afrontar para unos jóvenes recién salidos del cascarón —sobre todo en Chile, qué país de mierda—.

—¿Dorada?

—Báltica mejor.

—Las dos saben a mierda.

—Sí. Mejor veamos cual está más barata en la boti.

—Ya.

Antes de llegar a la botillería había un paradero. Ese día fue bautizado como el paradero maldito, o el paradero de la discordia, si se quiere. Venía una micro con varias abolladuras, con la pintura maltratada, y al costado, el típico sticker de un cabro chico meando con un par de maliciosas piedras negras bajo como ojos. Aquella micro hablaba, nos contaba sobre sus vivencias y de sus múltiples altercados con otros seres de la misma especie. Pero lo que escupió al final sería la piedra angular de una serie de hechos traídos desde el mismísimo infierno. Se bajó el Moisés, un compañero nuestro. Me caía mal. Nos caía mal. Había algo en su mirada que proyectaba perversidad. Quizás era el hecho de que la expresión de sus ojos al vernos emanaba una falsa emoción, un forzado sentimiento de felicidad. Una voz siempre me musitó al oído que sus intenciones con las personas no eran del todo afables. El Jaime y el Santiago pensaban igual. Aunque hasta el momento no había hecho algo en concreto para que lo odiáramos, todos teníamos esa sensación de que algo en su rostro lo delataba.

—Puta la hueá.

—Que hace este hueón acá, hermano.

—Esa sonrisa culia´ falsa que tiene.

Nuestros caminos se encontraron y le respondimos con la misma moneda. Una fingida sonrisa y un antipático apretón de manos.

—¡Buena cabros! —dijo, efervescentemente.

—Buena —le dijimos, con nuestros rostros desaliñados.

—¿En qué andan? —preguntó.

—Nos vamos pa´ la casa ya —respondimos.

—Ya cabros ¡Nos vemos! —se despidió con la misma euforia con las que nos saludó. Su persona era un perfecto palíndromo. De izquierda a derecha, era exactamente igual.

—Chao —le dijimos sin ganas. Pero sin dejar de emanar una mentirosa sonrisa.

Logramos zafar de aquella cuerda, logramos que el nudo no se apretara más y terminara por aferrarse a nuestro cuello, sin la esperanza de desatarlo. Los pasos siguieron aumentando, cada vez con más ganas. Por fin llegamos. Glorioso paraje: La botillería. Algunos se refieren a ella como la entrada al inframundo. Lo cierto es que para nosotros, jóvenes amantes de la bohemia nocturna, era todo lo contrario. Era como si San Pedro nos entregara una copia a cada uno de las llaves del cielo. Los tres entramos, emocionados e indecisos. Decenas de variedades de alcohol asediaban nuestras pupilas. No sabíamos qué comprar: ¿Vino o cerveza?, ¿el elixir de Jesús o el hidromiel de Thor? Ninguno era cristiano, por lo que nos inclinamos por la cerveza; además la cultura vikinga es mucho más interesante. La Dorada era la más barata. Nos acercamos a la caja.

—Dos six pack de Dorada por fa´ —dijo el Jaime.

—Tsss, ¿día lunes? —respondió el vendedor.

—Todos los días son buenos pa´ tomar —intervino el Santiago.

El vendedor simplemente nos miró y se rio levemente, como si estuviera recordando los momentos en lo que estuvo en nuestro lugar.

—Son seis mil —dijo, lanzando una sonrisa.

—Al tiro —replicó el Jaime.

Entre los tres logramos juntar la plata. Aún nos quedaba un poco para comprar cigarros sueltos. Compramos cinco.

—Ahí está.

Nos despedimos, dimos la vuelta y salimos.

—Hasta luego jóvenes —se despidió también el dueño del local.

Salimos felices, era como su hubiésemos asaltado un banco o algo así. Dichosos con nuestro fermentado líquido dorado. Caminamos a la guarida mientras prendíamos un cigarro que nos fuimos fumando entre los tres. Paso tras paso, el cigarrillo cambiaba de dueño, paso tras paso, nos íbamos acercando a la guarida. Quedaba de vuelta, detrás del kiosco, frente al paradero en donde nos encontramos al Moisés.

Un atisbo de unos cabellos ondulados, grasosos y estáticos por la poca higiene nos acechó. Era él. El Moisés seguía ahí. El tiempo no nos dio chance de prepararnos para lo peor: Que se nos quisiera unir, como una vil lapa. Así era desde que lo conocimos, un hueón barsa como ninguno. Utilizaba la más mínima oportunidad para sacar provecho alguna de las personas. Vino con sus aires de superioridad hacia nosotros. Tratamos de ignorarlo, cosa que no funcionó, ya que nos habló desvergonzadamente.

—¿No se iban pa´ la casita cabros? —preguntó con su aguda e irritante voz.

—Se puede cambiar de opinión po´.

—Si po´ ¿A dónde van? —Dijo, insistiendo en el tema, bajo otra pregunta.

—A tomar.

—Si sé hueón, ¿Pero a dónde?

—Detrás del kiosco.

Soltó una risa, como si fuera chistoso que tuviéramos que tomar detrás de un lugar que servía de baño para los micreros. Ahora que lo pienso, es divertido, en esta se la doy; pero más que chistoso, diría que es tragicómico.

—¡Fino! Voy —dijo.

Solo apretamos los labios, tratando de disimular las nulas ganas de que nos acompañase. Asentimos e intentamos no proyectar tanta amargura. La bajada al kiosco quedaba a la vuelta, por lo que simplemente doblamos y empezamos a caminar por un pequeño cerro lleno barro. Era un basural, una mezcla de distintos objetos que parecían vomitados por satanás. Al entrar nos topamos con condones usados por alguna pareja de pasteros, grandes y pequeños fragmentos de vidrio, probablemente rotos en alguna pelea, y demenciales montañas de caca —que no parecían de perro precisamente—. Más adelante, yacían en el piso botellas sin romper, encontramos algunas latas, colillas de cigarros y un pentagrama invertido hecho con ramas —eso nos pareció chistoso y un poco más inusual—. Creo que lo más asqueroso era el olor, una mixtura entre pipí, semen, terminal pesquero y la anteriormente mencionada caca. Logramos bajar y nos instalamos. El Jaime y el Santiago se apoyaron en una especie de montaña de ladrillos, el Moisés y yo nos mantuvimos parados. Sacamos las cervezas y empezamos a tomar. Una cada uno. La primera al seco. Teníamos puras ganas de lanzarnos. Sacamos la segunda ronda. Una cada uno, igual que al principio, también al seco. No pude terminar. Me atraganté y escupí un poco, pero logré seguir. El Moisés, por muy mala vibra que nos daba, hizo algo bueno, se sacó un pito; lucía glorioso, verde, fuerte como un fisicoculturista adicto a los esteroides.

—Ya cabros ¿Quién lo prende? —preguntó el Moisés.

—Yo —dije.

Me lo pasó y lo prendí, sentí como si Mike Tyson me pegara con la derecha en plena nariz. Estaba bueno. Tosí como enfermo. Escupí caleta. Me atoré un poco. Tuve que meterme los dedos para vomitar y sacarme esa sensación de la garganta. Vomité. Los demás se rieron con volátiles carcajadas. Se lo pasé al Jaime para que siguiera corriendo. Seguí tomando chela —al seco, de nuevo—, tenía que recompensar lo que boté. Me pegó. Entre cerveza y pito logré llegar a un nuevo universo. Me sentía bien, al fin se había ido la puta ansiedad que me carcomía el alma día a día. Aunque solo momentáneamente. Todos estábamos en la misma; ilusoriamente, dichosos de vivir.

—Que rico hueón —dijo el Santiago.

Solos nos mirábamos y sonreíamos con los ojos rojos y achinados. Al mismo tiempo tomábamos y cada vez escalábamos más alto. De pronto, sobre nosotros, y entre condones y vidrios, venía bajando un hombre. Llevaba camisa azul, pantalones negros, pelo engominado peinado hacia el lado, olor a cebolla y ojos terriblemente abiertos y desviados como los de un sapo. Fue a situarse un poco más allá de nosotros; se arrodilló, se bajó los pantalones y empezó a cagar. Salió un olor a mierda insoportable, quizás qué almorzó.

—Shá, el olorcito, culiao´ —dijo el Moisés, más bien lo gritó.

Nosotros tres estábamos tan drogados que solo nos reímos.

El hombre se paró sin limpiarse el culo, y con sus ojos desorbitados se le acercó al Moisés.

—¿Cómo que culiao´, pendejo conchetumare´? —dijo, levantando el pecho.

Lo empujó, pero no se alcanzó a caer.

—¿Qué pasa hijo e´ la perra? —respondió estúpidamente el Moisés.

Lo empujó de vuelta. Sin éxito. El hombre era más grande y el Moisés era pura boca, no sabía pelear —nosotros tampoco—. Le pegó un combo y lo empezó a ahorcar. Lo dejó de ahorcar y le pegó otro combo. Y así sucesivamente. El Moisés estaba morado pero parecía no sentir nada producto de la combinación chela-pito. Nosotros estábamos congelados, no sabíamos que hacer y únicamente observábamos en un estado de incertidumbre. Siquiera nos podíamos el cuerpo. El hombre tiró al Moisés al piso y este cayó como un saco de papas, lanzando un ruido que retumbó nuestros cerebros. El hombre tomó una botella y se la rompió en la cara. Todo su rostro estaba teñido de un rojo intenso, plasmaba sufrimiento y al mismo tiempo una falta de interés fantásticamente contrastante. Poética, la dualidad del hombre en su máximo esplendor. Del resto no nos acordamos, solo de nuestro compañero, al que tanto odiábamos tirado en el piso junto a un hombre que parecía un asesino serial de los años setenta, jalado y cagado, arriba de él, golpeándolo en plena cara con sus nudillos y una botella rota al costado. Algo recuerdo del viaje en micro. Abrir la puerta de mi casa. Y el desdibujado momento en que me acosté. En el lapso entre la noche y la mañana, nunca supe si esa botella se llevó consigo algo más que la piel del Moisés. Tenía una sensación extraña, por una parte, ese hueón nos caía como el culo, siempre se aprovechaba de la gente, o por lo menos lo intentaba. Pero quizás ese no era el fin que se merecía.

***

Suena la alarma. Seis treinta de la mañana. Me levanto con dolor de cabeza y con una apabullante sensación en el pecho por los difuminados recuerdos de la noche anterior. Veo el cenicero en el velador pero de solo mirarlo me causa nauseas. Voy al baño y vomito una especie de bilis amarillento. Me lavo los dientes y hago todas las demás mierdas que uno hace antes de ir a las clases de las ocho. Llego al Duoc y me junto con el Jaime y el Santiago en la entrada. Estamos destrozados. Hechos un asco. Subimos por las escaleras y abrimos silenciosamente la puerta. Aún no llega el profe y nuestros compañeros son pocos. Giro levemente la cabeza hacia la derecha. Lo veo. Es él. El Moisés en primera fila. Con la misma ropa de ayer. El hombre le impregnó el olor a cebolla. Lleva puesto el capuchón de su polerón y tiene la cabeza gacha. Tratamos de hacer la menor cantidad de ruido posible y logramos sentarnos en el fondo de la sala. El Moisés se queda sentado. Hasta el momento no ha vuelto la mirada. Hasta el momento no hemos visto su cara.

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