Cuentos de tres días

Cuentos de tres días

O. S. Cranston

27/03/2022

Algo peor que la muerte.

Era 2 de julio, un viernes muy soleado y con temperaturas que rosaban los treinta grados, el consultorio era amplio, un cuarto de cuatro paredes y un gran ventanal con cortinas blancas, la pared del oeste estaba cubierta con un gran librero lleno de tomos sobre su carrera, frente a este, ella, en un sillón minimalista color limón, sobre ella una pintura de un bosque, el suelo estaba cubierto con una alfombra color amarillo pálido y el techo era blanco. Tanto los colores como la forma en la que estaban acomodadas las cosas daban una sensación apacible y abierta, cumpliendo el propósito de la licenciada Almeda, de ser un espacio en el que serenar; sin embargo, dieron las tres y media, y sabía que su último paciente del día llegaría irritado. Alejandra amaba todo de su trabajo, excepto cuando daban las tres en un viernes.

— Buenos tardes, Omar — Dijo la psicóloga mientras su secretaria le abría la puerta al joven.

— Hola señora — Contestó él mientras miraba al suelo.

Mientras que la experta en la mente humana vestía con un saco rosado, camisa blanca y zapatillas negras, el chico portaba una playera negra con unos pantalones de mezclilla azules y unos tenis desgatados.

— ¿Cómo nos encontramos el día de hoy?

— Bien, supongo. Bueno, usted sabe, no es ese “bien” del que nada pasa en la vida, siempre pasa algo. Ayer mi padre me volvió a gritar por teléfono, me dijo que era un vago y que encontrara un empleo de verdad, pero al menos no estoy en la mierda como hace dos semanas, ahora puedo salir de casa sin que se me atore el aire o sin llorar. No sé, solo estoy bien.

— Dijiste algo interesante, sobre salir sin que se te atore el aire, cuéntame de eso, ¿Ya no has tenido esos ataques? ¿Crees que ya estas listo pasa volver?

— Es que, creo que ese es el problema, no sé a qué voy a volver. ¿Voy a retomar mi vida desde donde la dejé? ¿Mañana saldré, mi vecino me saludará como si nada, mi padre me recibirá en su casa y mi celular volverá a recibir mensajes de mis amigos?

— Obviamente va a ver cambios y…

— No estoy listo para esos cambios. Mi vida ya era miserable antes, ahora será insufrible.

— Dime por qué crees que será insufrible.

Omar miró hacia el librero, pensó que le sería imposible encontrar alguna novela tierna en aquel enorme mueble. Podía leer títulos como “Psicología familiar”, “Introducción al análisis clínico” y en otra sección “El Psicoanalista”, “Cámara negra” “Eco park” y demás del género policiaco; con una simple ojeada Omar supo que a su psicóloga le gustaban los problemas y, por los autores, entendió que prefería el inglés. Antes de responder, el joven se preguntó si ella podía leerlo tan fácilmente como él a ella, tal vez más.

— Hace una semana leí la tercera parte de “La torre oscura” y me sentí tan identificado con una frase, ¿Sabe? “Superar la heroína era un juego a comparación de superar los recuerdos”, y yo me pregunté en ese momento “¿Qué sabe ese idiota de superar los recuerdos?” Pero, es Stephen King, ese bastardo ha pasado por tantas cosas. Bueno, solo quería mencionar la frase, la verdad es que, creo que será insufrible volver porque la gente ya no me verá igual. ¿Usted creé que me vuelvan a hablar después de lo que hice?

— Omar, lo que haces es un avance, pero no te has dado cuenta. Este tratamiento sirve para avanzar y no volver a tu vieja vida, sino encontrar algo mejor. La expresión “Volver” no se refiere a regresar, si no, salir de nueva cuenta, pero hacer las cosas bien o mejor.

Omar aún recordaba aquella fiesta, aquella línea blanca que posaba sobre una mesa y a su amigo Hugo diciendo “No seas cobarde”. Era la primera vez que se agacharía para aspirar algo, la primera vez que aquella sustancia blanca atravesaría sus venas, y también sería el primer y único encuentro con Valeria. A día de hoy, todo mundo intenta olvidar aquella noche, y también Omar, aunque no ha podido; aún recuerda aquellos gritos, aquellos rasguños y aquellas miradas de miedo.

— Hay noches en los que la ansiedad no me deja dormir y pienso en ella de nuevo, a veces quisiera buscar su perfil, su número o, aunque sea, un correo donde enviar un mensaje y volver a intentarlo, pero de mejor forma… Soy un pendejo.

— Recuerda que tus acciones ya han hecho daño antes a otras personas, y el objetivo de esto, es que analices más tus acciones.

— Quisiera parar el tiempo, quisiera que nada de esto hubiera pasado, o tan si quiera reparar el futuro, pero cada que intento hacer algo, choco contra alguna pared, me quedo quieto y termino sin lograr nada

— Solo dime algo, ¿Has vuelto a hablar con Valeria o con sus padres?

— Lo intenté una vez, hace dos semanas, marqué el número, pero nadie contestó, tomé eso como una señal y decidí borrarlo.

Después de aquella noche, Valeria llamó por su celular llorando a su padre, este no era de clase acomodada, más bien humilde, llegó en un taxi a la casa donde fue el atentado, dio gritos y golpes a todo aquel que se le acercara, y cuando encontró a su hija encerrada en el baño, lo primero que preguntó fue: “¿Quién te hizo esto?”, a lo que la niña contestó: “Omar”. Mientras tanto, el hombre de treinta años estaba en un cuarto con un cinturón amarrado en el brazo; siempre era común encontrarlo en el suelo de algún cuarto rodeado de humo, siempre perdido en las calles, siempre esperando que le pagaran en su trabajo como mesero para gastarlo todo en hierba, pero aquella noche fue su primera vez en varias cosas: Su primera interacción con polvo para la nariz, su primera vez con agujas y la primera vez que lo golpearían hasta dejarlo casi muerto. Por suerte para él, que el señor Román lo buscara para darle una paliza impidió que la aguja que estaba por introducirse en su vena, vertiera su líquido, lo que le hubiera causado un paro cardiaco. Al final, la policía llegó para arrestar a Omar y a Román, la madre de Valeria se llevó a su hija a su casa, y los demás huyeron de las sirenas.

— ¿Soy un monstruo acaso? — Preguntó Omar mientras sentía que en su cuello se armaba un nudo — Sé que estoy intentando ser una mejor persona, que cualquier cosa que hago o que intento hacer se refleja en una consecuencia, y que nunca habrá algo como “bueno y malo”, pero la gente siempre dice que hay gente buena y gente mala, parece que solo hay dos formas de mantenerse vivo en este mundo, y tengo miedo de ser el malo siempre. Creo que fui malo desde el inicio, por eso mi madre huyó cuando nací, y tiene sentido, porque ella…

— Omar, escucha, no eres una mala persona, ¿De acuerdo? Tú no eres una mala persona, solo alguien que ha tomado malas decisiones.

Inevitablemente, y pronosticado por la psicóloga, Omar rompió a llorar mientras la especialista le pasaba una caja de pañuelos desechables.

— A veces siento que en mi trabajo saben que oculto algo — Siguió el paciente intentando calmarse —, cada que entrego una orden y me pagan, me miran de manera extraña, algunos como si estuvieran enojados, otros asustados, como si mi sola presencia fuera repudiable para ellos. Es algo estresante, como si tuviera un cartel sobre mí que anunciara a todo el mundo lo basura que soy, el crimen que cometí, mi pasado.

Cuando apresaron a Omar, su padre tuvo que buscar un abogado para que interviniera, por suerte para él, en el estado de Detéramo se había aprobado una ley que dictaba que, si el culpable mostraba pruebas de haber cometido algún crimen de clase grave por razones de interés psicológico, y que además fuera su primer delito, la condena solo sería de una multa de cuatro dígitos e intervención en consultas psicológicas, no pisaría la prisión y seguirían su avance muy rigurosamente; y claro, en caso de volver a cometer un crimen, su condena la pasaría ahora en una cárcel.

— ¿Tienes a alguien, algún amigo, con el que aún hables?

— Después de eso, después de que mi maldita cara apareciera hasta en noticieros, nadie me ha devuelto las llamadas, los mensajes que envío veces ni les llegan, creo que me han bloqueado, y si me contestan, es solo para decir que están ocupados.

La psicóloga Almeda anotó algo en su libreta y suspiró.

— El día de ayer me llegó un reporte, Omar. Bien sabes que la policía tiene que entregarme reportes de las cosas que haces y ayer, mientras revisaba mis expedientes, me llegó un reporte del señor Román diciendo que alguien entregó una carta que, sospecha, tú la escribiste, ya que tiene cosas como “Lamento haber hecho eso” y “Solo quiero que me perdone”. ¿Tú la escribiste?

Omar cerró los puños, aguantó la respiración unos segundos y miró seriamente a la psicóloga.

— Solo quería que dejara de verme como un monstruo.

— Sabes que tienes que alejarte de esa familia, solo causarás más daño si…

— ¡Es que usted no lo entiende! El señor Román ha jodido mi vida a más no poder. Apenas sobrevivo con el sueldo de mesero y llega el cabrón a pegar hojas fuera del restaurante con mi cara en grande y la palabra “Violador” en rojo, cada que intento mudarme o cambiar de trabajo me persigue, no me deja en paz. Solo quería que me dejara de acosar, y lo peor de todo es que la gente lo aplaude. Yo soy el villano en este mundo, supuestamente soy el cabrón que tocó a su hija, pero está sordo, no acepta la verdad.

— Omar, cálmate.

— ¿Cómo me puede calmar? ¿Sabe tan siquiera lo que hice? ¿Ha leído el reporte del perito? Ni si quiera toqué a la chica, ni si quiera intenté besarla, solo le saqué una puta fotografía, y ella fumó tanta hierba que le causó paranoia, ¡Esa es la verdad!

Omar comenzó a llorar, Rosa siguió escribiendo en su libreta, y la secretaria preguntó por el comunicador si todo estaba bien.

— Sí, todo bien, nada fuera de lo normal — Dijo la especialista mientras revisaba un folder en el que estaba escrita la frase “Posible amnesia provocada por estupefacientes. No comprobado”.

Las flores del Aristócrata.

Fui a Detéramo porque había un hospital que podría ayudarnos a no caer en bancarrota, se llamaba San Ángel; no cualquiera estaría dispuesto en comprar doscientas cajas con popotes hoy en día. Representaba a la empresa de popotes “El hipopotillo”, que en 2020 sufría de las peores crisis que haya experimentado en la vida, fue cuando el movimiento verde en contra del plástico llegó al gobierno y se prohibieron nuestros productos en todos los restaurantes, bares y demás lugares, a menos que los dueños pagaran un impuesto especial, cosa que casi nadie hacía. Fue en ese momento cuando se me ocurrió la idea. “Si lugares de venta de comida no pueden usar popotes, ¿Qué tal hospitales? Lugares donde llega la gente que no puede levantar muñecas o mover cuellos”. Así fue como contacté con el hospital privado San Ángel, así fue como se programaron siete reuniones con los directivos de la institución, en los cuales me encargaría de convencerlos de comprar nuestro producto y, de tener éxito, lograríamos convencer a los demás hospitales, incluso a los públicos, y así la empresa donde trabajaba no terminaría en la ruina. Nada de presión, solo debía salvar una compañía al borde de la quiebra con siete reuniones.

Me instalé en el hotel Aristócrata, un humilde establecimiento que parecía más una posada, mi jefe no podía pagar más y, al final, el lugar no era tan malo. Constaba con tres pisos: en el primero estaba la recepción, cocina, el comedor y una bodega, en el segundo había cuartos simples con una sola cama matrimonial, y en el tercero cuatro cuartos con dos camas matrimoniales, la Luxury suite mejor acondicionada y una terraza que era de acceso para todos; por obvias razones, me quedé en una simple. Mi cuarto era el 114, el baño era pequeño, cuando me lo entregaron faltaban toallas y el suelo tenía un olor entre desinfectante y salsa verde.

Era miércoles, salía de mi tercera junta con los directivos y tenía el presentimiento de que había logrado algo, es decir, cuando presenté mis ideas al señor Fernando Domínguez, el responsable de cocina, no pude evitar alegrarme cuando sonrió y escribió algo en su libreta de apuntes, el señor Gerardo, el encargado de contabilidad, le dijo algo a su asistente al oído y los dos asintieron, solo recibí miradas de aliento aquel día y me sentía más que motivado. Al llegar al hotel, me encontré con la señorita del aseo, una mujer educada y simpática; se llamaba Ernestina, era de esas mujeres que aún gustaba de cocinar en comal y de costumbres simples. Comenzamos a hablar cuando me quejé por la falta de toallas, pero fue tan agradable que fue inevitable seguir charlando cuando había oportunidad. Aquel miércoles le platiqué de cómo me había ido, le dije que me sentía muy optimista y que el jueves daría el doble de esfuerzo para conseguir el “Sí” definitivo. Estábamos en el comedor, ella sentada en la misma mesa que yo, escondiéndose de su jefe para que no la viera sin hacer nada, y yo presumiendo que me había dio muy bien en el trabajo, cuando de repente llegó esta niña, la misma que le desagradaba a Ernestina.

Se llamaba Estrella, de tez morena, delgada y manos pequeñas, ella y su familia se habían instalado en el hotel desde hace un mes, siempre pagaban al inicio de cada semana, siempre mostrando un aspecto frio y muy serio, siempre con cierto aire de miedo y con aura sombría. Ernestina me contó que aquella familia era muy extraña, el papá siempre estaba en la terraza fumando, leyendo libros, contemplando el cielo o simplemente caminando de un lado al otro y no salía de ahí por nada del mundo; la madre, por otro lado, siempre afuera, volvía a las dos de la mañana solo a dormir y salía desde las nueve de la mañana, a veces volvía con bolsas de tiendas de ropa o con cajas de cartón sin estampas; mientras, la pequeña niña se quedaba sola, a veces se quedaba en su habitación, a veces salía y paseaba entre los pasillos del lugar y otras iba al comedor para pedir comida a cuenta de su padre. La niña solo pedía para comer helado de vainilla y un vaso de agua, solo eso. De verdad, una familia muy extraña. Ernestina sentía molestia con la niña porque, mientras ella no estaba, la pequeña iba a los jardines de la terraza o los de enfrente y tomaba flores para llevarlas a su cuarto, y en el trayecto se desprendían pétalos que terminaban en la sala, en los pasillos alfombrados y muebles, los cuales debía limpiar. La niña se llamaba Estrella, lo sé porque Ernestina se lo preguntó el primer día de su estancia; sin embargo, ahora no podremos olvidarlo con facilidad.

El tercer jueves de mi estadía en el hotel noté que el olor del cuarto en el que se hospedaba la familia, el 214, olía a flores, también desde ese día yo no dormía con tal de escribir un buen reporte sobre lo que sucedía en las reuniones, y todo porque los administradores del hospital implementaban nuevos cambios en el contrato, como que cada popote debería presentarse desinfectado, cada paciente debería usar cada producto solo una vez y que el pago por cada cargamento debería ser por adelantado. Todo iba bien, hasta que, ese mismo jueves en la noche, mientras caminaba de regreso a mi cuarto, escuché que en el tercer piso alguien peleaba; no eran ruidos como de golpes, sino de gritos. Mientras que la voz masculina decía “Deberías quedarte más tiempo con ella”, la femenina decía “No puedes obligarme a hacer algo que no quiero”, después el azote de una puerta y unos pasos que se dirigieron a la terraza. Ernestina, que siempre estaba al tanto de los chismes, me comentó el sábado que se trataba de aquella familia extraña, al parecer dialogaban sobre no dejar a la niña sola, y mientras el señor pedía que la madre no se fuera, ella señalaba que él no hacía más que ignorarla yéndose a fumar en lugar de atenderla. Problemas familiares que no me concernían; aunque, Ernestina mencionó algo que me dejó un poco impaciente: “La niña está enferma”, me dijo susurrando, “Está muy pálida, en una ocasión me la topé en el pasillo del segundo piso y estaba muy caliente, el collar que trae es para guardar pastillas y susurra porque no puede hablar bien”.

Llegó el último lunes, mi sexta reunión con los administradores, solo faltaba convencer al propio fundador de la institución y con ello, el martes me darían la respuesta, mi jefe me enviaba mensajes al celular muy entusiasmado por mis progresos y varios compañeros del trabajo planeaban ir a beber cuando volviera, para celebrar que salvé sus empleos por varios años más. Antes de irme y cruzar la puerta principal del hotel, vi que en los pasillos no solo había pétalos de flores, sino que había hasta talles cubriéndolo todo, no se podía ver el suelo ni los tapetes, y el rastro de las flores conducía al cuarto 214. La señorita Ernestina estaba en recepción y me la topé antes de irme. “Pinche escuincla”, me dijo enojada, “Dejó los jardines pelados, me arrancó todas las pinches flores del hotel, pero va a ver, esa pinche traviesa me va a escuchar”. No era mi problema, no era de mi incumbencia, pero me sobraba una hora, así que acompañé a Ernestina hasta la terraza para hablar con el padre y no lo encontramos, la madre ya debía estar afuera, así que solo nos quedaba revisar la habitación. Llegamos frente a la puerta, ella tocó primero y al no recibir respuesta después de treinta segundos, decidió abrirla con su juego de llaves. Al entrar nos encontramos con una imagen difícil de olvidar. Estaban las dos camas matrimoniales, la primera estaba perfectamente tendida, la segunda estaba cubierta de flores, como si hubieran reemplazado el colchón, el soporte y hasta las sábanas con pétalos de muchísimos colores, el perfume que expedía era embriagador, hacía frio dentro de la habitación, cada pisada que dábamos sonaba aún cuando el suelo también tuviera plantas adornándolo todo, y en medio de aquel lecho natural de belleza idílica, Estrella descansaba plácidamente, sin inmutarse ni alterarse ante nuestra llegada. Ernestina parecía impresionada por todo aquello; sin embargo, debía cumplir con su trabajo, debía cobrar por todo el daño a las plantas del hotel, y cuando intentó despertar a la pequeña, notó que no respiraba. Estrella estaba muerta.

Nos enteramos al día siguiente que la niña sufría de leucemia, que les pidió a sus padres viajar al pueblo donde nació como última voluntad, pero ellos no podían resistir verla morir y por eso la evitaban, al fallecer la pareja estaba en un templo católico rezando por ella, mientras que la pequeña se conformaba con cocer cada nomeolvides, cada alcatraz y cada girasol a las sábanas de su cama. Siempre sola en su sufrimiento, ni si quiera tenía celular para llamar a sus amigos. Lo último que vio fue a aquel lugar invadido por la naturaleza que moría lentamente junto a ella, lo último que olió fue la fragancia de cada amiga que fue juntando durante el mes que se despedía acariciando su nariz, y lo último que oyó, según el forense, fue a Ernestina tocando la puerta.

Aquel día mi humor no fue el mismo que fui conservando desde el lunes, en la junta me costó muchísimo convencer al último empresario pendiente, pero lo logré; el martes la junta directiva dio un fallo a favor del proyecto y mi empresa de popotes entregó más de diez mil de unidades al hospital San Ángel, después al de La Paz, luego al del Seguro social, y de ahí a todo el estado. Tenía que ir a Detéramo a supervisar que mi proyecto fuera con viento en popa, seguí hospedándome en el hotel Aristócrata, aunque mi jefe me dijera que había suficiente presupuesto para un hotel de cinco estrellas; la gente me reconocía al pasar y Ernestina siempre me recibía con un platillo de chilaquiles verdes y un par de toallas en mi cuarto. Sin embargo, en secreto, miro las noticias y veo que nuestros popotes ahora son catalogados como desperdicios médicos. Conservé el empleo, pero, ¿A qué maldito costo? Y como si fuera un castigo divino, después de que Estrella arrancara todas las flores del hotel, comenzaron a nacer rosas rojas, las cuales, ni el jardinero ni ningún otro trabajador había plantado. Cada que llego al hotel las veo, me reciben mostrando su mejor color y aroma. Desde ese entonces, al oler la fragancia de cualquier flor, me siento inerte, y algo vacío.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS