Seis de la tarde y ambos descansaban de la marea y el calor. La brisa y la puesta del sol los limitaban a apreciar el panorama sin que salieran palabras que se perderían en el viento.
Él pensaba que todo era una locura. No era posible que una chica tan linda, con una sonrisa que iluminaba el día y de rizos castaños angelicales, fuera digna de estar con un chico preso de sus vicios. Pero el destino los había juntado y eso tenía que importar.
Ella conocía lo suficiente de él para saber que detrás de esa figura seria y callada había alguien que en verdad se preocupaba por lo que ella sentía. Su silencio hablaba mucho más que sus palabras, una sola mirada de él a sus lindos ojos caramelo le bastaba para sentirse abrazada y un abrazo para sentirse calmada.
Más allá de todo lo que él le hacía sentir, ella aún no estaba segura de quién era él. Sabía que nunca lo conocería del todo. Su sequedad ante su presencia significaba mucho más que estar rodeada de mil personas hablándole. Su torpeza al intentar tomarle de la mano era una muestra de afecto y de ternura que ella guardaba en su corazón.
Él siempre había sido distante a las personas, reacio a sentir. Al inicio su presencia le molestaba, sus persistentes preguntas, sus efusivas muestras de afecto. Sin embargo, cada vez que llegaba la hora de partir, un simple quédate de ella lo hacía detenerse. Al terminar el día, su compañía no le molestaba, su compañía era lo único que él anhelaba.
El sol desaparecía del horizonte. Él seguía sin entender por qué ella lo quería, ella seguía buscando paz en su mirada. Él quería decir algo, ella lo sabía. Las palabras no le salían, ella aguardaba impacientemente calmada. Él no quería decepcionarla, ella estaba segura que no lo haría. Un soplido de su aliado el viento, un simple suspiro, una caricia en la mejilla y un beso que le daba la bienvenida a la luna y a brillantes maravillas.
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