Las ruinas de Viejocastillo (Ep. 1).

Las ruinas de Viejocastillo (Ep. 1).

Calzochico

06/12/2021

1. Rescate y recompensa

Bajo el sol de una hermosa mañana de primavera, corría alegre por el monte un chiquillo de casi doce años, bajo, de oronda cintura y piernas cortas, que cubría su cabeza con un viejo cubo de madera sin asa puesto del revés. En la superficie del mismo habían sido practicados varios orificios a través de los cuales podía hablar, oír y ver, que no oler, salvo que diese con alguna fragancia o pestilencia muy acentuada, de esas que sólo los olfatos menos agudos son capaces de ignorar.

Con la mano diestra, el niño empuñaba una espada de punta roma, también de madera, con la cual golpeaba todo lo que iba encontrando a su paso, al tiempo que profería bravuconas exclamaciones, todas dedicadas a una panda de truhanes, creados por su honda imaginación, a quienes andaba ajustando las cuentas. Una vez hubo acabado con ellos, el chiquillo continuó su camino, que consistía en una estrecha vereda que había estado siguiendo y de la que procuraba no salirse. Ésta ascendía pequeñas elevaciones lo mismo que las bajaba, y en ocasiones, en trechos muy cortos, discurría entre una abundante fronda a cuyo interior apenas llegaba la luz del día.

En un lance del juego, pues jugaba, el pequeño paladín se detuvo junto a un roble al que, tras acusar de ser un ogro de alma oscura y no muy buenas intenciones, asestó un fuerte golpe en el tronco con su inofensiva espada, armando tal estrépito que todos los pájaros que anidaban entre sus ramas y en las de los árboles más próximos emprendieron el vuelo atemorizados. Luego de proclamarse vencedor de tan peculiar duelo, el pillastre se alejó.

Momentos más tarde, el inquieto caballero acusó el esfuerzo que le exigió tanta carrera, éste, acalorado, liberó su rostro de la prisión que aquel singular yelmo, otrora cubo, hacía sobre su cabeza, descubriendo una enmarañada cabellera castaña, más corta que larga, bajo la cual había un pálido semblante empapado por el sudor. En un hábil movimiento ya practicado con anterioridad, el niño asió con la zurda la correspondiente manga de la camisola de lana que vestía y secó con ella su frente y los alrededores de sus marrones ojos, evitando así que su propia secreción pudiera adentrarse en ellos y le provocara el tan temido escozor. Fue entonces que oyó una voz pidiendo auxilio.

El niño quedó paralizado por la sorpresa, pero antes de que pudiese pensar, volvió a escuchar aquella llamada de socorro, la cual no parecía venir de alguien que estuviese muy angustiado, en su opinión. En esta ocasión supuso que el necesitado, a priori un desconocido, debía ser un hombre de cierta edad. Y la dirección de la que le llegaba el sonido le hizo advertir que, quien quiera que fuese, se encontraba en el bosque, por lo que, de querer prestarle ayuda, tendría que abandonar la vereda en la que se encontraba e internarse en la espesura, rompiendo así la promesa que había dado a sus padres de no desviarse del camino salvo que las circunstancias lo exigieran, excepción que incluso en ese mismo momento no tenía muy claro cuándo aplicar. «¡Mucho ojo con los forasteros!”, resonó la voz de su madre en su cabeza.

—¡Socorro! —volvió a escuchar el chiquillo.

Segismundo, que así se llamaba el mozo, tras un instante de dudas, concluyó al fin que aquel era un motivo que justificaba sobradamente el que incumpliera la palabra dada a sus padres. Resuelto, se volvió a poner el cubo a modo de yelmo y, tras esgrimir con fuerza la espada, avanzó con determinación entre la foresta.

—¡Ya voy, señor! —exclamó animoso—. ¡No se apure, que ya voy!

—¡Por fin alguien! ¡Aquí! ¡Estoy aquí!

—¿Dónde? —preguntó Segismundo, que no veía más que matorrales y árboles allá donde mirase.

—Tú sigue la voz, que ya estás cerca, joven.

—¿Dónde? ¡No le veo!

—Tampoco yo a ti, pero nos oímos, que es algo.

Unas zancadas más allá, el chiquillo se detuvo inquieto y echó un vistazo en derredor.

—¿Me sigue oyendo? —volvió a preguntar.

—¡Desde luego, mozalbete! Incluso puedo verte —contestó el hombre, cuya voz en la cercanía resultaba hipnótica.

Segismundo, sorprendido, trató de localizar al hombre, mas seguía siendo incapaz de ver a nadie, pese a que la voz sonaba ya muy próxima.

—¡Pues yo a usted no!

—Lo harías si mirases en la dirección adecuada.

—¿Y qué dirección es esa?

—Frente a ti, joven. Pero no des un paso más. No hacia delante, te lo suplico.

Segismundo, inmóvil, miró al frente desconcertado, pero sin obtener ningún resultado. Hastiado, dejó escapar un pesado suspiro y se encogió de hombros.

—No tan arriba —dijo el hombre.

—Sí que lo han escondido bien a usted —observó el chiquillo un tanto frustrado.

—¿Y por qué no usas la cabeza en lugar de quejarte y miras hacia abajo? Pero recuerda lo de no dar un paso, salvo que sea hacia atrás.

El niño necesitó de un instante para reaccionar adecuadamente. Entonces bajó la mirada y, para asombro suyo, se vio al borde de un profundo hoyo de grandes dimensiones que alguien, probablemente con ayuda, había excavado en la tierra. Sobresaltado, retrocedió de inmediato. Luego, recobrada la tranquilidad, aunque no toda, volvió a centrar su atención en el formidable agujero, en cuyo fondo encontró a un anciano delgado y de rostro afable al que no había visto nunca quien, sentado, le observaba en calma.

—¡Hola! —saludó con timidez Segismundo, que no estaba muy seguro de lo que debía decirse en esos casos—. ¿Está usted bien?

El anciano, que lucía una absoluta calvicie y vestía una desgastada túnica oscura que parecía casi tan vieja como él, le dedicó una amplia sonrisa.

—No estoy bien del todo, pues estoy aquí abajo y no ahí arriba, que es donde quisiera verme. Pero no tengo dolores demasiado intensos ni nada roto, sólo algún rasguño, si a eso te refieres. En ese sentido sí estoy bien, teniendo en cuenta lo mal que podría haber quedado —dijo el hombre, que alzó y agitó levemente una mano a modo de respuesta al saludo del niño.

Segismundo volvió a requerir de un tiempo, esta vez para comprender del todo lo que le había sido dicho.

—¿Cómo ha llegado ahí abajo? —preguntó ingenuo.

—Digamos que es a causa de cierta manía que tengo de ir a todas partes con la cabeza puesta en lugares muy distintos del que ocupa el resto de mí.

Segismundo, confuso, no supo qué pensar al respecto.

—Me refiero a que siempre voy demasiado pendiente de mis propios asuntos, lo que quizás me vuelve demasiado despistado. ¿Cómo negarlo habiendo caído aquí? —aclaró el hombre.

—¿Y no vio un agujero tan grande?

El hombre arqueó las cejas.

—¡Oh! ¡Claro que lo habría visto de no estar tapado como estaba! Soy distraído, no ciego. Tú en cambio sí habrías caído de no ser por mi advertencia —el hombre miró a su alrededor con desaprobación—. El suelo se abrió de repente bajo mis pies. Es una trampa, supongo que para capturar animales de cierta envergadura, y también a mí, al menos en este caso. Alguien debería ajustarles las cuentas a estos tramperos, sean quienes sean.

Segismundo reparó entonces en la gran cantidad de hojarasca y pequeñas ramas que colmaban la base del agujero, y entendió de inmediato que todo aquello había caído junto con el anciano. En efecto, tal como éste dijo, ese hoyo tenía todo el aspecto de haber sido ocultado adrede. Y, pese a la advertencia de sus padres de cómo debía comportarse estando a solas en presencia de extraños, el chiquillo no albergó ninguna duda acerca de lo que tenía que hacer.

—Aguarde. Le ayudaré a salir —dijo, tumbándose en el suelo y estirando la mano todo lo que podía hacia abajo.

El anciano se puso en pie y se acercó al niño, mas al sujetar la extremidad que le era ofrecida y amagar con hacer fuerza, desistió al instante, pues adivinó que el resultado de aquello nada tendría que ver con el deseado.

—Es inútil. Te arrastraría aquí conmigo y ambos precisaríamos de un rescate —dijo—. Se me ocurre que podrías buscar algunas ramas de buen tamaño y acercármelas, que ya me las apañaré para ir arrimándolas a un lado e improvisar una suerte de rampa.

—Eso no me parece un rescate heroico —protestó Segismundo.

—¡Por supuesto que lo es! Y además ingenioso.

Segismundo pareció pensarlo.

—De acuerdo —aceptó—. Haré lo que me pide.

El chiquillo volvió a levantarse y comenzó a escudriñar el suelo.

—Quítate ese cubo de la cabeza, suéltalo en el suelo y deja la espada en su interior. Necesitarás tener los ojos y las manos libres para buscar y acarrear mejor lo que te he pedido.

—No es un cubo. Lo fue, pero ya no lo es. Ahora es un yelmo —aclaró Segismundo con cierta molestia.

—¡Claro! ¡Un yelmo! Estoy más ciego de lo que pensaba.

Segismundo encontró lógico el consejo que le había dado el hombre, así que pasó a la acción. No tardó en dar con una frondosa rama desprendida que, con esfuerzo, logró arrastrar hasta la trampa, a cuyo interior la arrojó advirtiendo antes de lo que hacía, pues no quería causar mal al viejo a quien quería rescatar.

—Una buena pieza digna de un gran rescatador de viejos idiotas caídos en hoyos. Sigue así y habré salido en poco tiempo, muchacho —lo animó jovial el desconocido.

Poco a poco, Segismundo fue echando todo lo que iba viendo y le hacía pensar que podía servirles. Pronto, la escasez le llevó a ampliar el círculo de búsqueda, lo que hizo que sus idas y venidas se hicieran más prolongadas. Al fin, la voz del hombre, que parecía cansado por las energías derrochadas al amontonar todo lo que le iba siendo acercado, advirtió al chiquillo que podía ser suficiente con lo que tenían recolectado. Tras tomar aire, el hombre, ante la atenta mirada de Segismundo, cogió impulso y empezó a trepar.

El montón de ramas crujió por el peso del viejo, y llegó a moverse amenazante bajo los pies de éste. Tembloroso, el anciano se vio obligado a mantener el equilibrio hasta en dos ocasiones, de las que salió airoso, después siguió avanzando con mayor cautela. Segismundo contempló la escena conteniendo el aliento. Justo cuando todo parecía hecho, el cúmulo cedió y comenzó a desmoronarse, propiciando que el hombre fuese cayendo. Sin embargo, el niño, rápido como una centella pese a ser grueso, alargó los brazos y consiguió asir al desconocido por una de las mangas de su vestimenta, de la que tiró tan fuerte como pudo.

Aun así, también él se vio arrastrado hacia abajo, pues era incapaz de sostener el peso de su captura. Temiendo los devastadores efectos que aquella caída de más de dos metros podrían dejar en su cuerpo, Segismundo no pudo evitar que un grito de pánico brotase de su garganta. Pero el anciano no había jugado su última baza, y reaccionó dando un salto de veras sorprendente en alguien de su edad. En el transcurso del mismo, sujetó al chiquillo con ambas manos y lo arrastró hacia fuera. Las ramas acabaron desparramadas en la profundidad del agujero, mientras que ellos quedaron tendidos al borde del precipicio, doloridos por el golpe recibido pero satisfechos, ya que habían logrado su propósito. Segismundo apenas podía creerlo.

—Esto, sin duda, ha sido digno de ser contado, muchacho —celebró el viejo, todavía en el suelo y con la mitad de sus piernas en el vacío que se originaba con la abrupta caída de la trampa.

De súbito, Segismundo se sintió importante. Nunca antes había ayudado a nadie que estuviese en un verdadero apuro. Su emoción por todo lo sucedido fue tal que su cuerpo, el cual temblaba, no recobraría la normalidad hasta pasados unos minutos.

—¿Cómo ha podido saltar así? —preguntó gratamente sorprendido.

—Es una larga historia. Espero no lamentarlo llegado el momento, pues no hay esfuerzo que luego no exija su pago —respondió el viejo, con aire sombrío—. Anda, ayúdame a levantarme. Creo que me he hecho más daño ahora que al caer en la dichosa trampa. Ya no soy el de antes.

Segismundo se incorporó con cierta torpeza, aún aturdido, y atendió al hombre, quien dejó escapar un lamento en el momento en que se ponía en pie y se apoyaba en el niño. Entonces se sacudió la toga, que siguió prácticamente igual de sucia, tras lo cual buscó algo en el suelo.

—Vengo de muy lejos —comenzó a decir—, aunque no es la primera vez que estoy por estos parajes —de súbito, una recia rama, ya seca, que antes había escapado a los nerviosos ojos del chiquillo, llamó su atención. La tomó y fue arrancando las nudosas protuberancias que de ella sobresalían. Una vez la rama quedó a su gusto, se apoyó en ella como si de un bastón se tratase; comprobaba su eficacia echando el peso encima—. Servirá —murmuró antes de volver a centrarse en el niño.

—¿Es usted un vagabundo? —preguntó éste, que tenía muy presente que aquel sujeto no dejaba de ser un forastero.

El hombre sonrió.

—Siempre voy de acá para allá. Diría que lo soy —concedió. Entonces se inclinó y cogió el cubo, en cuyo interior descansaba la espada de madera. Curioso, examinó ambas cosas.

—Dignas armas de un joven paladín —dijo, tendiendo los dos objetos a Segismundo—. ¿Te han nombrado ya caballero?

El niño negó en silencio al tiempo que se disponía a recoger sus propiedades de manos del anciano.

—Pues alguien habrá de hacer algo al respecto. Y los hechos acaecidos hace tan sólo un momento te acreditan merecedor de ello, en mi opinión. Tienes nobleza, y un bravo corazón, niño. Dime, ¿cómo te llamas?

—Segismundo Hojaparda, señor.

De súbito, el hombre se puso rígido y adoptó una actitud solemne. Y, aunque seguía ofreciendo al chiquillo el viejo cubo y la espada, cambió de parecer cuando éste estaba a punto de hacerse con ambas cosas. Tras pensarlo con brevedad, dejó que el niño, un tanto sorprendido, cogiese el yelmo. Él, en cambio, se quedó con el arma, la cual asió por la empuñadura de tal modo que hizo que la punta mirase hacia el alto cielo.

—¡De rodillas, Segismundo, con el yelmo a tus pies y la mirada hacia abajo en actitud humilde! —exclamó.

El niño no comprendió qué sucedía.

—Hazme caso, chiquillo, voy a hacerte un nombramiento que se ajuste a tu talla, en estatura y edad. Sé de gente que habría dado un brazo por verse en tu lugar. ¿Dudas acaso?

Confuso, Segismundo se dejó llevar y adoptó la pose que le era exigida. El viejo vagabundo carraspeó, luego, tocó el hombro derecho y la cabeza del niño con el nada cortante filo de la espada. Entonces dijo:

—Con el poder que yo mismo me confiero, te nombro a ti, joven Segismundo Hojaparda, guardián de los caminos. Protegerás a los viajeros descarriados siempre que lo estimes necesario y sean merecedores de ello, aunque nunca sin el consentimiento de tus mayores —esto último resultó un tanto desconcertante para el chiquillo, pero éste, prudente, calló—. Puedes levantarte.

Segismundo se puso en pie, ilusionado por el título recibido. Poco le importaba que le hubiese sido dado por un desconocido, fuese quien fuese. El anciano le devolvió la espada y, tras inclinarse, depositó un beso en su frente.

—Recibe además mi bendición. Yo mismo contaré tu hazaña a quien vea, puede que dando comienzo a tu leyenda, quién sabe. Encárgate tú de hacerla veraz. Pero por mucho que puedas crecer, jamás olvides que las cosas pequeñas, aun las menudencias, tienen un papel que cumplir sin el cual no habría grandeza para nadie. Aunque no estoy seguro de que comprendas esto último, ya que eres un crío. Vete a casa. Alguien de tu edad no debe andar solo demasiado tiempo, ni siquiera cuando parece que todo está en paz, podría toparse con gente de lo más rara en circunstancias verdaderamente inusuales y nunca sabrá si fue la mera casualidad lo que propició tal encuentro o si existió alguna otra influencia. Adiós, Segismundo Hojaparda. Gracias por tu ayuda. Ahora debo encargarme de mis asuntos —se despidió el extraño, que, al momento, se volvió y comenzó a alejarse.

—¿Quién es usted? No me ha dicho su nombre —advirtió el chiquillo, maravillado.

—Recuérdame como el viejo despistado que encontraste en un agujero —dijo el anciano sin mirar atrás, que ya se adentraba en la espesura, de donde no volvió a asomar.

Segismundo quedó pensativo. Entonces, quizás obedeciendo las palabras del viejo, dispuso que debía volver a la vereda y regresar a Casahermosa, que así se llamaba el pueblo donde vivía. Ardía en deseos de contar lo sucedido y decir que, desde aquella mañana, todos habrían de saber que él era el guardián de los caminos, aunque no sabía cómo desempeñaría dicho oficio sin el permiso de sus mayores.

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