Una especie de servicio militar nos atrapaba. No sabíamos hacia donde nos llevaban pero ahí estábamos, yendo hacia un lugar desconocido pero anímicamente “bien”: Teníamos para comer, parábamos a descansar, hablábamos con el resto de nuestros compañeros, pero estábamos solos. Algo nos faltaba, ¿y qué era ese algo? No lo sabíamos. Si tuviéramos la posibilidad de elegir a una persona para que suba y nos acompañe en ese camino, y así hacerlo menos doloroso, ¿a quién elegiríamos? Ahí estaban ellos en la puerta del tren con sus carpetas anotando, uno por uno, los nombres de nuestras personas más importantes: un amigo, un padre, una pareja, un hermano, quien fuera.
Mientras esperaba a bajar veía a mis compañeros iluminarse como si los propios rayos del Sol les cambiara ese mameluco color verde oscuro y triste a un traje de colores, como si después de tanto tiempo de no poder vestirse de la forma que quisieran, hoy tuvieran la posibilidad de elegir de qué color hacerlo.
Se abrazaban. Algunos lloraban de emoción, otros reían a carcajadas y no se soltaban. Estábamos en nuestra especie de recreo, y por un momento pensé: “Tendríamos que ser más agradecidos, al fin y al cabo no están siendo del todo desagradables con nosotros. Nos dan de comer, podemos hablar un poco entre nosotros, paramos a sentir el viento, el olor del campo y tomar un poco de sol, y lo más importante… nos conceden ver, elegir e incluso subir a quien más amamos logrando que nuestro viaje, vaya uno a saber a qué lugar, sea más ameno”.
Di el nombre que en todo el camino no me pude sacar de la cabeza un segundo pero con la esperanza casi nula de que él estuviera ahí, después de tantas idas y vueltas, e incluso tantas cosas que nos dijimos, tantas situaciones que nos lastimaron, habíamos decidido no volver a hablarnos… Ni vernos. “Empecemos a olvidar” me había dicho. Y se fue. Lo dejé ir, pero no del todo. De mi cabeza no se fue… ¿Y de mi corazón? Solamente había una sola forma de saberlo, la cual era casi improbable. Muchos sabrán que siempre conservo un poco de esa esperanza.
Bajé del tren y el sol me pegó en la cara, el silencio con la mezcla de algunos llantos, risas y murmullos era un sonido que me llenaba de paz porque todo eso hacía un momento feliz. De repente vi a una mujer conocida, alegre como es ella, no reconocí bien con quien estaba siendo feliz pero no era con su pareja, me daba la sensación que fueran sus hijos con sus respectivas parejas. Seguí buscando… Nada. Ya estaba perdiendo esa mínima esperanza que me quedaba adentro pero sin ponerme triste, al parecer ese tren se había llevado durante todo su recorrido mis ganas de llorar. Y entre la gente lo veo a él, sentado, con su gorro de lana estirado color negro, su tapado y una bufanda… pensando. Con los dedos entrelazados a la altura de su boca mirando al piso. Me gustaría saber qué estaba pensando: “¿qué hago acá?”, “¿otra vez lo mismo”? Tantas preguntas se me ocurrían mientras lo miraba entre la gente, y a la vez era la misma sensación inexplicable en el pecho de no saber exactamente qué me hace sentir porque justamente es eso: Sentir todo.
Nos vimos, se paró con una mezcla de sorpresa y alegría pero distante. Un abrazo amistoso, un abrazo lamentado. Me quedé sin saber mucho qué decir como la mayoría de las veces. En ese minuto vi a mi vecino con su amigo hablando de música y guitarras, parejas preguntando por sus hijos, a la mujer con los suyos y entonces, la pregunta: “¿Por qué ella podía traer al presente a más de una persona?”. No lo sabía pero en ese rato que duró nuestro abrazo me fue prácticamente imposible no ver al resto. Indefectiblemente algo se había roto, ya no éramos los mismos, ni siquiera disfrutábamos un simple abrazo. ¡Pero que lindo era tenerlo cerca!
Hablamos un rato, como si fuese una conversación de todos los días pero sin pelearnos. Una charla más. No había dudas del amor que nos teníamos pero ese amor ya estaba roto, y como todo lo que se rompe, una vez en pedazos, no vuelve a funcionar igual. No vuelve a verse ni a ser igual. Ese era el momento que teníamos de ver y cambiar lo que nos hizo tanto mal pero ya no hablábamos. El tiempo que nos quedaba preferimos mantenernos en silencio por el solo hecho de disfrutar nuestra compañía sin escucharnos, porque escucharnos nos dolía, nos molestaba y nos irritaba. Parecíamos sapos de otro pozo, la gente disfrutando de sus seres más preciados, por no saber si había una próxima estación de tren, y nosotros callados, dolidos y resentidos. Tristes.
Entonces mi pregunta: “¿Venís conmigo?”. Siempre de tan pocas palabras y un “me gustaría que pudieras acompañarme en lo que reste del camino, no te aseguro el tiempo que dure pero con vos seguro va a ser mas lindo y quiero pasarlo al lado tuyo” resumido en una pregunta de dos palabras. Su respuesta, al rato, fue positiva y había que avisarles a los militares parados en la puerta del vagón con quiénes íbamos a subir. Y así lo hicimos.
– ¡Se terminó el tiempo! – Gritaron desde la puerta del tren.
Al querer entrar de la mano con quien había elegido, mirando para abajo, noté una mano que me impedía el paso. Me decían que primero nosotros deberíamos entrar y que los acompañantes, una vez controlado que estuviéramos todos dentro, ingresarían luego. Esperé porque no me quise despegar de ante mano de él. Nos corrimos a un costado y pude ver a la mujer hecha un bollo y llorando en uno de los asientos externos que tenía el vagón. No paraba de llorar, incluso yendo a preguntarle qué pasaba y por qué estaba así. No nos contestó, algo raro pasaba porque ella veía todo. Su intuición nunca fallaba.
Yo fui una de las últimas. No nos dimos un beso porque nos íbamos a ver en un rato arriba del tren. Pasaba el tiempo y bajé a preguntar por qué no subía, a lo que me contestó que ya no quería hacerlo, no quería acompañarme en lo que quedaba del viaje. Me lo tomé en chiste pero ahí se quedó. Entré al vagón y un hombre me contaba que “ellos” (los militares) obligaban a la gente que estaba afuera a no subir con nosotros. Decían cosas para que no subieran y a quienes no hacían caso, directamente los amenazaban con machetes para no subir. El viejo me decía: “El amor y las ganas están, mírale la cara a tu persona favorita y vas a darte cuenta las ganas que tiene de estar haciendo este viaje con vos, pero mirá también a su al rededor: Pura amenaza. Estos pocos que no quieren vernos feliz siempre ganan y ellos terminan haciendo lo que les dicen por miedo o porque no les queda otra opción.”
“Mi persona favorita”. Obligados los dos a no poder estar juntos. Eso me dolió.
El tren avanzaba y ellos quedaban atrás… nuestras personas favoritas. Llorar no me iba a llevar a ningún lado y tampoco me aliviaba porque algo de mí se estaba yendo con ese tren y verle la cara, triste, arrodillado y custodiado para no hacer ningún tipo de movimiento me partió el cuerpo, el alma y el corazón en veinte mil pedazos. Corrí a lo largo del vagón lo más que pude, llegue al final y ahí lo veía… alejándose. El llanto se me hacía pesado, me asfixiaba. No nos despedimos como debimos y nos separaron de la forma más cruel. Nos quedamos con esa incertidumbre, con esa actitud gris, retorcida y rencorosa del pasado sin poder haber cambiado la historia.
Ellos ganaron.
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