Vamos a omitirlo todo.

Vamos a omitir que siempre estuvimos presentes pero que no lo sabíamos. Porque llevamos años ocultando lo que nos gustamos.

Vamos a omitir todo aquello que nos separa, embotellando esta inquietud visceral en el lugar más oscuro de nuestros cuerpos.

Vamos a omitir el despropósito que te llevó a escupir todas esas palabras que llevabas tiempo guardándolas debajo de tu lengua como parásitos.

Vamos a omitir que te miré con los ojos entreabiertos esperando una disculpa o una explicación que nunca llegaste a dar. Porque no hubo nada, solamente una sonrisa de niño malo (y la mía de medio lado que se esforzaba por disimular todo el dolor y decepción que me inundaba).

Vamos a omitir que el peso de esta máscara me debilita un poco más cada día, paralizando mis sentidos al buscar un canal de salida.

Vamos a omitir que ahora se me ha implantado el deseo de morir al recordarte tan ególatra y porque no soporto sentirme siempre tan irremediablemente acaramelada.

Vamos a omitir que tus palabras resuenan en mi cabeza y que empequeñecen poco a poco mi corazón. Palabras que dejaste tatuadas en mi médula espinal y he intentado arrancarlas pero solo consigo rasgar viejas cicatrices y abrirme nuevas heridas.

Lo que no puedo omitir es el deseo de volver a sentirte solo mío.
Tenerte un poco para luego perderte (sin que tú me pierdas). De que aparezcas de vez en cuando y me agarres firmemente de las caderas con tus manos abiertas. Esas mismas manos que me hacen querer parar el tiempo para guardarlo entero entre mis muslos.

Pero mira, te propongo omitirlo todo, comenzar de cero (o en mil ochocientos setenta y cuatro). Que no quede absolutamente nada a nuestro alrededor.
Te propongo desgranar los valores restantes para que el resultado sea siempre dos, como en febrero.