Me quito el termómetro de mi boca. La aguja alcanza los treinta y nueve grados y medio. Hice un ademán de cansancio.

-No puedes seguir enfermo, necesitas trabajar- Me repetía a mi mismo una y otra vez. Como si, mágicamente, esa frase le devolviera las fuerzas a mi cuerpo para poder, al menos, pararme a mear sin tambalearme.

Me quedo mirando al techo, agrietado, unos segundos, pensando en cuanto dinero me quedaba en la cartera, cuantas horas de trabajo extra tendría que hacer en la fábrica para compensar estos últimos tres días y, tal vez con mañana, cuatro.

-Ya no recuerdo siquiera que es vivir gratamente- pensé.

Dejo el termómetro en la mesa de noche al lado de mi cama y me doy media vuelta, intentando conciliar el sueño. De pronto, veo su silueta. Mi esposa se encontraba en el otro extremo de la cama. Se quitaba los zapatos con delicadeza, como lo solía hacer cada noche antes de irse a dormir; enrolla sus medias, camina de talones hasta un rincón del cuarto a tirarlas en el cesto de ropa y vuelve por los mismos medios.

La observo, mientras una lágrima, caliente como el resto de mi cuerpo enfermo, resbala por mis mejillas, acariciando la piel y dejándose caer en las sábanas, sabiendo que es tan solo un recuerdo.

Se recuesta a mi lado en nuestra vieja cama matrimonial, vistiendo unos pantaloncillos para dormir y un polo largo que le tapaba los muslos. Ya acostada, me dirige la mirada junto con una cálida sonrisa que, al instante, se borra por ver mis mejillas hechas unos caudales de llanto.

– ¿Qué es lo que pasa amor? – pregunta mientras acerca su mano, que intenta limpiar mi rostro, sin éxito alguno.

No quise contestar, era consciente de que ella no estaba aquí realmente.

-Dime por favor qué pasa. No me gusta verte así- insistió el aparente fantasma de mi esposa.

-Estás muerta- Dije al fin escupiendo un gemido que llevó a más sollozos.

-Lo sé, amor- Contestó llevando la mirada abajo como lamentándose de estarlo. Reposó su mano sobre la mía y siguió – Lamento no poder estar aquí, físicamente, para ti y no poder tomarte de la mano.

– ¿Lo lamentas? ¿Por qué lo lamentas? – dije hastiado – ¿Acaso no fuiste tú la que se tiró del puente esa noche? por tus propios medios ¿Por qué lamentarse de una decisión que tu misma tomaste? Sabiendo que no había retorno, sabiendo que yo te amaba, tus padres te amaban, nuestros amigos y sabiendo que ni siquiera te molestaste en dejarnos una maldita carta.

-Yo no me tiré de ese puente, William- Dijo clavando su vista, como una navaja, sobre mí.

– ¿Cómo puedes negar eso? La policía encontró tu cuerpo, sin vida, en el fondo del río de las almas. Y gracias a ello, gracias a los múltiples daños que recibiste por tu suicidio, piensan que yo fui quien te arrojó. Gracias a ti, a tu idea egoísta, me quitaron mi licencia para poder ejercer la medicina, es más que claro que nadie quiere a un médico con sospecha de homicidio. Gracias a tu hazaña me llovieron las deudas, me dejaste solo y me sigo preguntando ¿por qué no pudiste, al menos, haber acudido conmigo?

-Amor, si me hubiera pasado algo yo te lo hubiera dicho, lo sabes, me conoces.

-En este punto ya ni siquiera me parece haberte conocido realmente. Me consolaría saber que la que habla enserio eres tú, pero creo que eso es imposible.

-Amor, escúchame – tomó una pequeña pausa – ¿Por qué no solo continuamos y ya? Digo, me estás viendo ¿no es así? Me puedes ver a los ojos otra vez, puedes escuchar mi voz, por qué no… – Quiso continuar, pero hice ademán de que guardara silencio.

-No digas nada ¿quieres? Tampoco sé por qué le ando hablando a una alucinación- dije finalmente.

Me levanté de la cama, caminé moribundo por mi fiebre hasta la cocina para hacerme un té. Cuando la tetera empezó a silbar, me serví una taza de la infusión y me la llevé junto al teléfono. Descolgué el auricular y, de una libreta que tengo en la mesita, saqué una tarjeta con un número.

-Nunca pensé volver a usarte- pensé.

Marqué el número y esperé pacientemente.

-Doctor Ugarte, al habla.

-Doc. Soy William Álvarez- Dije secamente.

-Señor Álvarez, imagino que no me llama para invitarme una taza de café, aunque deseara que fuera así ¿Qué es lo que pasó?

Tomé un espacio de tres segundos mientras imaginaba todo lo acontecido en la habitación.

-Volvieron las alucinaciones- Dije.

-Su esposa ¿No es verdad?

-Sí- conteste- pero esta vez me habló.

– ¿Qué fue lo que le dijo? – preguntó el doctor mientras lo imaginaba recostándose en su gran sillón que tiene en su sala de consultas junto al diván en el cual, durante innumerables noches, yo le contaba mis días, noches, sueños y alucinaciones. Todo ello basado en el mismo tema: El suicidio de mi esposa.

-Me dijo que ella no se lanzó del puente, también que lamentaba no poder estar a mi lado y hasta me propuso continuar con nuestra antigua vida.

-Mmm… – El doctor se quedó un rato analizando la poca información que le di – ¿No te dijo algo nada más?

-Notó que estaba llorando, por verla, intentó consolarme. Solo eso podría agregar.

La línea se inundó de otro silencio.

-A veces, la mente, tiende a consolarse a si misma frente a algunos traumas- dijo el doctor mientras tomaba una bocanada de aire para continuar – La aparición de tu esposa, consolándote, diciéndote que no se llegó a suicidar, aunque evidentemente fue así, lamentándose no estar ahí y proponiendo tu antigua vida, es realmente tu subconsciente el que te habla, tratando de crear otra realidad, queriendo que te olvides del hecho de que tu esposa falleció. Te lo digo todo muy francamente y te recuerdo que debes tener presente que ella ya no está. De otro modo, si caes en aquella tentación al olvido, caerás en la locura.

-Entiendo – contesté sin más.

-Ven mañana si puedes a mi consultorio, te recetaré unas pastillas para que se vayan tus alucinaciones, sin coste alguno – Iba a interrumpir al doctor y decirle que no era necesario, que yo iba a pagarle, pero como si me leyera la mente, prosiguió – Sé cual es tu situación Willy, sé que prometes pagarme y que lo intentas, como a la vez que sé que no podrás hacerlo. Por ello no te preocupes, que si no fuera por ti yo no estaría atendiendo ni a mi madre.

-Gracias Doc.- dije finalmente tragándome mi orgullo y, seguido a ello, colgando el teléfono.

Pasaron dos semanas, no había vuelto a ver a mi esposa desde aquella noche. Mi malestar se fue a los días y pude volver a trabajar. Mi jefe me ordenó hacer cuatro horas extra si quería lo más aproximado a mi sueldo ese mes. No podía hacer más porque, en sí, sobrepasaba las horas de trabajo permitidas. Llegaba a casa muerto, apenas lograba descansar para continuar con la siguiente jornada, estaba llevándome al límite realmente.

-William ¿Estás bien? Pareces sacado de un féretro- Preguntó Herrera.

-Sí, no te preocupes Thiago- mentí.

-Oye, si gustas yo puedo hacer tus cuatro horas adicionales. Te puedo cubrir, así puedes ir a casa y arreglar esa cara que traes, que ya me empiezas a dar miedo y hasta repugnancia.

-No, enserio estoy bien T, igual gracias por la propuesta – dije secamente para evitar su insistencia.

Terminé a las veintitrés horas mi turno de trabajo. El viaje de mi casa al trabajo, en bus, era de media hora, siempre las aprovecho para dormir.

Escuché el abrir de las puertas de la última parada, mi parada. Me levanté de mi asiento, aún con sueño. Salí del autobús y caminé hacia mi casa que estaba a unas cuadras. Arrastrando los pies por el cansancio, no pensaba en otra cosa que en llegar a descansar. Las calles estaban desiertas, la luz débil que irradiaban los postes del vecindario eran mi única compañía. Caminé por el medio de la pista, cabizbajo. En mi cabeza se escuchaba “La vie en rose” de Luis Armstrong, canción que le solía cantar con mi esposa en las mañanas. Bailábamos lentamente, mirándonos a los ojos con deseo, mis manos en su cintura, las suyas alrededor de mi cuello y nos dejábamos llevar por la trompeta del maestro Armstrong por toda la sala de estar. Nos imaginaba en aquella calle desierta, con la música de fondo, caminando tomados de la mano y, luego, bailando. Veía de nuevo sus ojos, sentía que tenía enfrente mío todo el universo. Comenzamos a bailar. El mundo a nuestro alrededor se caía a pedazos, dejándonos en una especie de vacío. No nos importaba, nosotros seguíamos bailando de lado a lado. Cerré los ojos, la besé.

Cuando los abrí, observé su cálida sonrisa, se acercó a mi oído.

-Sígueme- dijo.

Caminamos unas cuadras más, pasando por la calle que, por varios años, fue por donde vivimos juntos. Ella se detiene frente a la casa de Reyes, un vecino, camina lentamente hacia la puerta, voltea de reojo, me mira, y desaparece.

Me acerco a la casa de Reyes. Observo por la ventana el interior. Ella se encontraba dentro. Me mira, hace una señal de que entre, seguido a ello se dirige por un pasillo de la casa. Tengo el deseo de seguirla, algo me dice, dentro de mí, que es ella tratando de decirme algo. Me detengo unos segundos afuera de la casa, tomo un poco de aire y de un puñetazo rompí el cristal de la ventana. Las astillas de vidrio no me hicieron gran cosa, tan solo unos cortes. Entré a la casa y seguí aquel pasillo. Al verlo, era mucho más largo de lo que imaginé, parecía más grande que la casa misma. Al final del pasillo había una puerta iluminada por una pequeña lámpara que colgaba del techo. Llegué ahí en tan solo unos pasos, como si el mundo hubiera mandado las dimensiones del espacio a la mierda.

Abrí la puerta, tenía mala espina de ello, pero aún así lo hice. Un gran laberinto de calabozos se abrió a mi paso. Los muros estaban hechos de piedra, antorchas en los muros iluminaban débilmente el lugar y barrotes de metal protegían las celdas. Deambulé por aquel calabozo un rato, observaba en las celdas varios rostros que alguna vez vi en la sección de “Se busca” en el periódico. Todos se me quedaban mirando fijamente, en silencio, con una expresión como si acabaran de ver al mismísimo diablo.

En una de las celdas encontré a mi esposa. Estaba llorando, en un rincón.

-No llores amor- susurré- te sacaré de aquí.

Me dirigí unos pasos hacia atrás, para tomar impulso y lancé una patada intentando derribar los barrotes. Sin éxito. Lo intenté una y otra vez hasta que por fin los barrotes cedieron y dejaron el suficiente espacio para que mi esposa pueda salir. Ella estaba cansada. Se le notaba débil.

-Quiero irme a casa William, tengo mucho miedo, quiero salir de aquí- le escuché decir repetidamente.

Yo solo asentí.

Mientras la llevaba cargando por el laberinto de pasillos de aquel calabozo, veía nuevamente a todos los que estaban adentro. Les prometí que volvería por ellos, vendría con la policía para que se enterase de este oscuro y enfermizo lugar. Una rabia se apoderó de mí en ese momento ¿Cómo era que nadie estaba enterado de este purgatorio? Miles de familias habían perdido a uno de los suyos, todo por un maldito loco que las condenaba a pasar su vida aquí, aunque no creo que eso sea lo único. Me preguntaba ¿Qué es lo que llegarían a hacer con ellas? La primera idea que se me ocurrió fue: Tráfico de órganos. Al pensar en ello casi rompo en llanto, imaginando que es lo que hubiera pasado con mi esposa si hubiera llegado tarde, o si nunca hubiera descubierto este lugar.

De repente, cuando estoy a punto de llegar a la salida, veo la silueta de Reyes.

-Sal de aquí y deja todo en su lugar- dijo

´

La rabia seguía presente en mi cuerpo. Me quedé parado, con mi esposa en brazos, mirándolo a los ojos, con el deseo de querer gritarle de todo, pero nada me nacía.

Él empezó a acercarse a mí. Yo dejé a mi esposa atrás mío. Observé como él sacaba una navaja de uno de sus bolsillos. Me lancé contra él, sosteniendo el brazo que portaba la navaja, le encajé un par de golpes con el brazo libre. Él, recuperado de los puñetazos, me derribó al suelo e intentó inmovilizarme. Con todas mis fuerzas hice que no fuera posible y, al no tener otra opción, atiné a morderle el brazo donde sostenía la navaja. Escuché como el arma caía al suelo. Ni el grito de dolor, ni los golpes que intentaron la liberación de Reyes detuvieron que le arrancara un pedazo de su cuerpo. Escupí su carne, no me dio tiempo a vomitar, agarré el arma blanca y se la clavé en la espalda a la altura del corazón. Después de ello, decidí salir de ahí.

Mi esposa seguía en el mismo lugar, no se había inmutado con aquella escena, no presté mucha atención a ello y seguí. Al salir, nos fuimos a casa, ella descansó en cama durante tres largos días. Cuando ya mostraba signos de recuperación, decidí ir a la comisaría y avisar sobre mi hallazgo.

Les conté la historia, acerca del pasillo, el calabozo con personas desaparecidas y mi vecino. Al terminar de narrar lo acaecido, el policía miró a su compañero, hizo un movimiento con la cabeza y aceptó seguirme. Subimos a la patrulla los dirigí hasta la casa de Reyes.

– ¿Dice que aquí está el calabozo y el cuerpo de su vecino? – preguntó el policía con poca convicción.

-Sí.

Entramos por la ventana que rompí, el pasillo se había hecho más corto, cuanto más avanzábamos, más se sentía un olor repugnante. No había nada, ni calabozo, ni las personas desaparecidas. Lo único que se encontró fue el cuerpo de Reyes en el suelo, en un almacén de su casa, con el cuchillo en el pecho y el brazo mordido.

Los policías me arrestaron al instante. Me llevaron a un penal, esperando a mi juicio, acto que se dio una semana después, me juzgaron como culpable. Ahora paso mis días atrás de barrotes, pensando en aquel calabozo. Empiezo a creer que el gobierno está metido en esto, que esas personas no serían para tráfico de órganos, sino para experimentos del estado, porque ¿De qué otra manera se explicaría todo esto? También, mi juicio fue bastante rápido, saben que yo tengo la verdad, la mejor manera de que no salga el secreto era tacharme de loco y homicida. Algún día saldré de este lugar y revelaré la verdad al mundo. Mientras tanto, paso mis noches cantando “La vie en rose”. Tranquilo, ahora sabiendo que mi esposa me esperará en casa, después de todo.

José Carlos Edmundo Grados Pinto.

Etiquetas: carax locura relato

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS