El aire se cortaba a su paso, se abría para dejarla avanzar libremente hacia la tierra ávida que la atraía. El viaje era interminable y el aire también la fragmentaba a ella. La dividía en miles, todas iguales y todas diferentes.

Ella no podía sentir porque no tenía alma. Pero, si hubiera podido, habría sentido temor. Temor al golpe, tan seco y tan húmedo, que la esperaba al final de la caída. Ese golpe tan numeroso como ella misma.

Si hubiera podido sentir, habría sentido su peso rebotar y romperse de nuevo sobre la superficie de piedra, para luego deslizarse cargada de sedimento en busca de la ansiada tierra.

Per cada viaje era diferente y, si hubiera podido sentir, se habría sentido fundir con el agua estancada al final del camino, resbalar sobre la hoja del árbol, camuflarse en las lágrimas de un rostro, en la saliva de un niño, en la ropa sucia del mendigo, se habría sabido el velo en la ventana del artista y en las gafas del anciano. Pero nada de todo eso era lo que ella buscaba incansable.

A menudo, la suciedad la impregnaba, la acompañaba por alcantarillas, cañerías hacia lo desconocido. La mayor parte de ella nunca lo conseguiría, se perdería en los tejados, en el asfalto, en el calor. A pesar de todo, sabía que algunas, solo algunas, llegarían a tocar el bosque seco que la llamaba, se adentrarían en sus raíces, en sus semillas. Solo algunas gotas de sí misma podrían sentir, ya sí, el alivio de la tierra.

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