La viuda del doctor

La viuda del doctor

Marce Galbán

03/08/2021

Una ventana en la cocina, y más allá, el edificio gris formado por los edificios a los lejos. En el living, otra ventana. Y el sol. Verde y anaranjado. Un parque ubicado a un número incierto de cuadras. La señora de Abel que vivía sola en aquel departamento, a nueve pisos por encima de los peligros de la calle. Y nunca salía. La señora de Abel. Se hacía traer lo que necesitaba del supermercado, y todas las semanas eran la misma semana, o era el mismo pedido. Por lo general dejaba el dinero sobre la mesa del living para que ninguno de los empleados, nunca, pudiera verla. Ni siquiera el doctor que, cada tres meses como hacía ya varios años, llamaba para ir a visitarla y hacerle un control de rutina. La señora de Abel mantenía el teléfono desconectado hasta el día en que el doctor debía llamarla, siempre cada tres meses, y aquel día esperaba junto a la mesita durante horas a que sonara el teléfono. Pero otras veces no: apenas conectado el aparato, el teléfono comenzaba a sonar, y tras el sobresalto, la señora de Abel retrocedía, volvía a acercarse al teléfono, apoyaba la mano temblorosa sobre el tubo. Y atendía. Fingía, luego, una duda sincera, cuando le consultaban, del otro lado de la linea, la hora en que el doctor haría su visita. La señora de Abel contestaba déjeme ver, decía déjeme ver y esperaba otra vez unos segundos para agregar, al fin, sí, hoy a la tarde voy a estar en casa. Pero la señora de Abel no recibía al doctor. Nunca lo hacía: aquel día se levantaba más temprano que de costumbre, incluso antes que el sol, se bañaba con cuidado, y en el reflejo empañado de los vidrios se animaba a mirarse por un segundo a los ojos. Luego se ponía su mejor vestido, el vestido reservado para la llegaba del doctor, almorzaba liviano y esperaba la hora en que debía preparar el té. Pero la señora de Abel no recibía al doctor. Nunca lo hacía: la puerta principal apenas entornada, un living bien iluminado y en silencio, y sobre la mesa, junto al dinero de la visita, debajo del humo y dentro de la taza, el doctor encontraba, como cada tres meses, su té. Del otro lado de la puerta de su dormitorio, la señora de Abel no necesitaba espiar por el ojo de la cerradura para adivinar los movimientos del doctor; lo imaginaba sentado en el sillón del living, guardar el dinero dentro del bolsillo del saco, probar el té y levantar al fin la mirada para adivinarla del otro lado de la puerta. Y mientras esto sucedía, y aunque no supiera bien por qué, el corazón de la señora de Abel se desordenaba. Muchas horas después, cuando la noche de algún modo conseguía inquietarla, abría la puerta de su dormitorio y con un placer que no llegaba o quería compender, al lavar la taza bajo el agua fría, recordaba los ruidos y de este modo cada uno de los movimientos del doctor. Pero tres meses eran, para la señora de Abel, demasiado tiempo. Y algunas mañanas despertaba con el miedo propio que trae la soledad; entonces algo parecía escucharse en el silencio de su departamento, o aquietarse bajo el manto de la luz. Durante algunas semanas no supo qué hacer. Hasta que un día lo supo. Una rutina. Es decir, un rito. Mantenerse ocupada. Es decir, todos los martes preparar una sopa de calabaza, y tomarla, todos los martes, a las cuatro de la mañana, sentada en la oscuridad del living y con los ojos cerrados. Vigilar, durante los días lunes, la ventana del quinto piso del edificio más próximo, y anotar, en su cuaderno colmado de anotaciones, el tiempo, en minutos y en segundos, que mantenían, en aquel departamento, las luces encendidas. Ninguna otra ventana importaba, en realidad. Ninguna otra comida, más que la sopa del martes. Ritos así inventaba. La señora de Abel. Obligada, en el vacío de sus obligaciones, a cumplirlos. Pero de pronto, tras el vuelo en fuga de algún pájaro o el tintineo de la cuchara sobre el plato, los ritos dejaban de tener sentido, aquello que permitía la sensación de estar en algún lado se agrietaba, y entonces la señora de Abel sentada en el sillón del living permanecía así, inmóvil. Durante horas. Así. Hasta que la vergüenza se desdibujaba. En sueño o en olvido.

Una tarde, tres meses después de la última visita del doctor, la señora de Abel esperó en vano a que sonara el teléfono. Esperó. Toda la tarde. Pero el teléfono no sonó. A la caída del sol, miró largo rato por la ventana de la cocina. El teléfono permanecía en silencio y la señora de Abel volvió a desconectarlo. Luego guardó con mucho cuidado sus cosas en los placares del departamento.

Ya era de noche cuando cerró los ojos con fuerza antes de salir a la calle.

Hola…si te gustó este relato, seguro te gustará la novela LA LLUVIA MOJA TAMBIÉN AL MONSTRUO ganadora del premio Contacto Latino 2020 en Estados Unidos. Aqui te dejo el link para que puedas conseguirla… Saludos!

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS