Deja que te acaricie. Los dedos helados; las marcas que me ha dejado el holocausto ansían tu piel. Mis oídos sordos ahora al conflicto, sólo desean ser cautivados por tus palabras hechiceras. Condenado está mi corazón ante tu jurado amor en tiempos de guerra. Mi elección personal es quedarme, más mi deber desea abandonar la felicidad de tus labios para lanzarse a los brazos de la parca una vez más, y serte infiel con su mala suerte.
»Las promesas nunca han sido lo tuyo. Pero, por esta vez…» Me esperaba la desgracia detrás de aquella puerta, y tu no me tendrías de la mano para sosegar mi creciente ansiedad, que ahora mismo parece treparse a mi espalda, y querer encajarme sobre las sábanas perfumadas. Tiene el rostro de mis miedos, y brama con la fuerza y la voz de mis pecados. Pero el canto de tus consejos se opone a mi desvarío, tomándome fuerte antes de que pueda perderme a mi misma entre la bruma del pasado y el arrepentimiento.
Estás aquí. Siempre has estado aquí.
»Quédate. Sólo esta noche.» Suplicas entonces, y yo no conseguí, entre mis polvorientas excusas, la forma de vencerte en tu propio juego. Tus labios jugaban sucio, y aún si yo hacía uso de mis mejores cartas siempre solía perder. Mi corazón descansó ante el tacto sereno de tu piel paulatinamente desnuda. El chocolate amargo no era de mis golosinas favoritas, pero su fragancia iba bien con tu cabello.
Mañana no estarás.
Le pedí perdón a Dios, aunque nunca creí en él. Y pobre de mi alma si me llegaba a equivocar.
»Estamos condenadas…»
»Que así sea.»
Entonces te amé, te amé como nunca había tenido el atrevimiento de amar a nadie más. Te amé hasta que mi alma ya no pudo y no quiso callar mi voz, que confesó su mas grande pecado entre el calor de un beso hurtado: Anhelarte ciegamente. No podía saber si era suficiente; nunca pregunté por la mera maldición de mi natural silencio, y mi improvisado confesionario de sonata de medianoche ahora me hacía soltar, una a una, cada palabra contenida por el tiempo, sin dejarte explicar tu propio corazón.
»¡Lo lamento! Lo lamento tanto, mi amor…»
Ni una carta, ni un hasta pronto. Ni siquiera un adiós. Mi ultima visión de ti fue tu rostro apacible, acunado por la luz lunar que se deslizaba por la ventana, aquella donde solías sentarte durante las noches llenas de estrellas, apreciando tu libertad. Cuerpo celestes perpetuos, como tú en mis recuerdos.
Mentiría si dijese que nunca miré atrás, porque lo hice, más de una vez. Mi lecho de muerte ya no parecía tan acogedor desde que tu llegaste, y empecé a maldecir a mi desgraciada suerte. Una jugarreta cruel de la vida, arrancándome de nueva cuenta, de aquello a lo que llamé mi hogar. Aquello eras tú; Sharlotte.
Fue cuando te abandoné, aquella noche de luna.
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