Mort Certaine

Una noche fría, en las costas de una pequeña isla. Se encontraba Augusto, meditabundo, pisando con sus pies descalzos las costas que lo vieron crecer y tanto amaba. La luna llena iluminaba suavemente la arena de la playa y dejaba caer su reflejo entre las sosiegas aguas del mar. El joven Augusto se sentaba en una roca, cada noche, y empezaba a escribir cartas y poemas a la naturaleza mientras contemplaba el panorama a través de las grandes ventanas de sus ojos. Esa noche, una suave brisa se llevó una hoja bañada en tinta. La hoja empezó a bailar al ritmo del viento, oscilando, hasta que finalmente se dejó acariciar por la arena, dejándola posada sobre una pequeña piedra. Augusto toma sus palabras de tinta impregnadas en el papel y coge aquel objeto. Al tenerla en sus manos escucha como el viento le susurra tierna y delicadamente.

«Es para ti»

Examinó durante 10 minutos el objeto, le dio varias vueltas intentando poder apreciar algo con la débil luz de la luna, finalmente descubrió que era un estuche. Al abrirlo ve un collar color plata el cual tenía una figura de un niño sonriente. Augusto pensó que era un regalo de la naturaleza, alegre, de haberle dedicado tanto tiempo y poemas. Inmediatamente se puso el collar y le dio miles de gracias a la luna. Volvió, feliz, a su pequeña casa del pequeño pueblo y se tendió a dormir con la melodía de los grillos.

Al día siguiente fue a pasear por el pueblo con su nuevo collar. Pasó saludando el joven Augusto a todos sus vecinos. Pero había algo raro, todos se le quedaban viendo con cara pálida, un gesto propio del cuadro «el grito» mientras se santiguaban miles de veces, como si tuvieran un tic en la mano. Augusto, lleno de incertidumbre, le pregunta a la señora Hernández que era lo que pasaba. La señora Hernández, que seguía santiguándose, le empezó a narrar la historia de ese collar en su pueblo.

Ese collar estaba maldito. Llevaba en el pueblo desde antes de su fundación, forjado por una bruja que recolecta almas jóvenes, crédulas y supersticiosas. Con el fin de rejuvenecer unos cuantos años. El portador siempre es tentado a tomarlo. Y basta que el alma elegida se lo ponga una vez para que le invada la maldición del «mort certaine». Llevándolo de una forma u otra a la muerte.

Augusto quedó con la sangre helada. Fue corriendo a casa, temerario de todo lo que le rodeaba. Poco a poco el pavor lo empezó a consumir. Se aisló completamente en su casa, por miedo a que algún espectro de las sombras lo asesine. La señora Hernández, al ver la situación, le empezó a llevar platos de comida, que con el tiempo dejó de aceptarlos, por el pensamiento de que pudiera estar envenenada. Por cada día que pasaba, su mente lo torturaba con el pavor, perdiendo la razón, gritando y maldiciendo cada que podía por el día en el que se le había ocurrido tomar aquel collar.

Pasaron semanas, ya no se escuchaba ruido alguno proveniente de la casa. La señora Hernández decide investigar el lugar. Un olor fétido invadía la casa. Entra en la habitación de Augusto y encuentra al cadáver pudriéndose, con larvas carcomiendo sus entrañas y moscas volando encima anunciando su presencia. Tenía las venas de las muñecas cortadas, muriendo desangrado de locura.

La señora ve el collar del niño sonriente. Lo toma cuidadosamente con las manos y ve como un vapor azul desprende de la sonrisa y los ojos del infante. Vuelve a casa donde rompe el colgante y vierte un líquido del color del cielo en su taza de té. Finalmente se la lleva la taza a los labios, sonriendo maliciosamente al sol que tiñe de rojo las aguas que tanto adoraba el joven Augusto.

José Carlos Edmundo Grados Pinto.

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