Llegaba la noche y ya podíamos ser libres. Ese sentimiento tan hermoso y a la vez prohibido hacía latir mi corazón a mil por hora. Compartíamos pasos en el Parque Ecuador, nuestro testigo. Miré sus ojos, respiré, crucé sus labios con los míos sin titubear, entregándome. La perla del Bío Bío no era una, sino dos. Aquellas que durante el día contemplaban con deseo a un chico inseguro, tímido, encarcelado, y que, al caer la complicidad del crepúsculo, no contemplaban más que valentía. «¿Estarás conmigo en la mañana?» preguntó. «Mi celda espera», respondí.

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