La Leyenda de las Mapanares – Episodio Uno

La Leyenda de las Mapanares – Episodio Uno

Santos L.

30/03/2021

El cabo primero Jaime Sánchez estacionó su corolla del noventa y siete destartalado, con el estribo abollado y con la pintura carcomida por el óxido. En alguna época había sido rojo brillante, pero décadas del verano eterno venezolano y la negligencia de muchos dueños anteriores, le habían dejado el chasis pelado y descromado. El motor soltó un último ronquido perturbado antes de fallecer, como el que propina uno cuando se despierta de un susto, y el freno de manos escupió un relincho desgastado. Lanzó las cholas al asfalto caliente e insertó en estas sus dedos esqueléticos y callosos al apearse del vehículo y plantarse frente a la entrada de la bodega. Esta se hacía llamar “Fin de Mundo” en un cartel descolorido colgado sobre la santamaría y las vitrinas sucias y peladas de productos.

Vestía de civil, como lo hacía normalmente cuando no estaba de guardia. Cargaba su pistola reglamentaria colgando precariamente de la liga de sus chores de playa, mal escondida debajo de la camiseta sin mangas. Ni de vaina se ponía el uniforme de la Guardia Nacional Bolivariana si no era saliendo del cuartel con otros cinco carajos, todos armados hasta los colmillos y con tres motos por si acaso hay que salir pirados.

El sol del mediodía estaba tan iracundo como su carácter. La negra Rosa lo había despertado a las diez de la mañana y, a coñazo limpio, lo había mandado a hacer un mercado. Y eso que la negra tenía la mano pesada. Lo de caer a coñazos era una costumbre que le había quedado después de parir cinco malandros.

El cabo Sanchez era uno de ellos.

FEO DE DÍA, ESCALOFRIANTE DE NOCHE


Primera Parte: El Sargento Aponte

Tres horas antes:

—Pero bueno, negra, ¿desde tan temprano vas a comenzar comenzar con la ladilla? —cometió el error de balbucear semidormido. Terminó de despertarlo entonces el impacto de una chola en la jeta.

—¡Me haces el favor y te parás de una buena vez! Y no creas que no me di de cuenta que llegaste a las cinco de la mañana borracho hasta las nalgas. Todos mis hijos nacieron borrachos, puteros y pendencieros como el papá. Pedazos de malandros sin oficio. Y segurito terminarán como él también: un cadáver tirado en un callejón de barrio, oliendo a caña y no con una, sino con siete balas en el pecho.

—No digas eso tan feo, negrita. Además, si quieres llámame “malandro” pero no “sin oficio” —increpó el cabo a su madre. — Recuérdate que de todos tus hijos yo soy el único que tiene un trabajo, digamos, de verdad. ¿O es acaso el drogadicto de Maicol el que te trae tu cajita CLAP cada quincena? Y no es de las cajas que se les da a los tierruos muertos de hambre del pueblo, sino de la buena y de la surtida. Tú lo sabes.

—¿ Tú crees que yo soy pendeja, muchacho gafo? —Y ahí fue cuando la negra lo cogió por la oreja, lo arrastró hasta la cocina entre quejidos y tropiezos y, de un hueco en la pared que pasaba por despensa, empezó a sacar uno por uno los productos de marca bolivariana: la bolsa de arroz estaba llena de gorgojos y chiripas; la botella de aceite todavía sellada estaba sin etiqueta y por la mitad; y las sardinas mostraban fecha de vencimiento desde hacía un mes. Por lo menos los frijoles no se veían mal, señaló el cabo. Entonces la negra, como si estuviera experimentando con químicos corrosivos en un laboratorio, llenó una taza con agua de apariencia no potable. La cogió de una inmensa cacerola de aluminio semi llena, la que suplía de agua a todo el rancho, y se la echó encima a un perol con medio kilo de frijoles adentro. Los ojos del cabo Sanchéz se hincharon de la impresión al notar el agua convertirse en un lodo semi viscoso y tóxico. Sin duda aquella caja CLAP no era de las buenas.

A pesar de las advertencias de que el carro no tenía mucha gasolina y de que tendría que conseguir una bomba que le surtiera, la negra Rosa lo botó a chancletazos de la casa, advirtiéndole que no regresara sin un mercado bueno.

¡Y con aquel guayabo!

De vaina no se quedó varado en el medio de la nada. Ya había recorrido el pueblo entero y hasta se había atrevido a coger la carretera hacia El Palito para ver si conseguía una gasolinera abierta. La aguja del indicador de combustible apuntaba incluso más abajo del punto de vaciado, cuando por milagro divisó una cola kilométrica de automóviles aparcados en el hombrillo de la carretera. El cabo no se dignó a detenerse en el último puesto de la fila, sino que se dirigió directamente hasta la entrada de la bomba y, sin vergüenza alguna, se coleó frente al dispensador de gasolina delante de la pickup blanca que seguía en turno. El dueño de la pickup se apeó inmediatamente al notar el corolla destartalado incrustarse delante de él. Era un señor ventrudo con unos cuantos años encima; de esa gente de pueblo que, por el bigote blanco bien peinado y la camisa abotonada hasta el cuello a pesar del calor, se le notaba que no había robado un céntimo en su vida.

—¿Pero bueno, muchacho, te volviste loco? —le increpó luego de plantarse al lado de la ventana abierta del cabo. —Estoy haciendo la cola desde las 5 de la madrugada, ¿y tú crees que te puedes colear así tan descaradamente?

—Quédese tranquilo, viejito. Yo echo gasolina rápido y luego va usted. Métase de vuelta en su camioneta que aquí no ha pasado nada.

—No seas tú tan pendejo, carajito. Muévete ese carro de allí antes de que causes un alboroto. —En efecto, el cabo observó por el retrovisor como no pocos de los subsiguientes conductores se habían apeado de sus vehículos y se dirigían hacía él con tufo de turba indignada.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —exclamó el bombero que había terminado de atender al conductor del vehículo anterior y se había acercado para tomar cartas en el asunto. —No, mi pana, tú tienes que hacer la cola como todos los demás. Hazme el favor de retirar tu vehículo pero ya. —El cabo Sanchez, sin inmutarse, sacó su carnet de la GNB y, desde el interior del vehículo, se lo enseñó al bombero. Este al verlo se puso más pálido que culo de vampìro y cambió su actitud con el cabo como si se hubiera encontrado con el espíritu del mismísimo Hugo Chávez: —cómo no, mi oficial, pase usted. Déjeme que yo mismito se la hecho, no tiene ni que bajarse del vehículo. Sólo hay con plomo, pero no se preocupe que por suerte su carrito todavía ruge como cunaguaro macho. ¡A ese motor le gusta beber ron barato solamente!

—¡Y a mí también! —carcajeó el cabo primero, simultáneamente que aceleraba el carro y lo aparcaba junto al dispensador a pesar de las quejas indecorosas del señor de la pickup, quién azoraba de la iracundia.

El resto de los conductores de la cola arribaron justo cuando el bombero insertaba la manguera en el tanque del carro. El cabo, intuyendo que se le venía un problemita encima, se apeó y se cruzó de brazos, esperando al primer pendejo que se le acercara. El primero fue un tipo enorme vestido con pinta de mecánico; su rostro y su mono azul estaban embadurnados en aceite y grasa. Era un gigantón pueblerino y malhumorado que se la había pasado toda su vida metido en un taller cargando cauchos y cambiando aceite. El cabo Sanchez dedujo, quizás correctamente, que ahí había mucha papa pero pocos sesos.

—¿Qué pasa, mi pana? —retó el cabo Sanchez al gigante antes de que este siquiera abriera la boca. —¿Cuál es el problema? Te notó a ti y a los amiguitos detrás tuyo algo alterados. No se me vayan a poner cómicos que no quiero tener que poner preso a nadie. Mira que aquí yo soy autoridad y se me respeta. —El teniente volvió a sacar su carnet de la GNB de su bolsillo y lo exhibió para que todo el mundo lo viera. —La verdad es que a mi no me gusta chapear a la catira, pero si lo tengo que hacer… —entonces deslizó explícitamente su mano libre por debajo de su camiseta y cogió su pistola por el asa pero sin desenvainarla.

—¡Qué descaro, chico! —gritó por detrás el señor de la pickup.

—¡Como si esta dictadura no jodiera la vida suficiente! —respingó una doña por detrás.

—¡Este país me tiene harto! En lo que consiga los reales me piro de esta vaina así sea caminando —profanó otro pobre diablo en la muchedumbre.

—¡No joda! —increpó finalmente el gigantón. —Tenemos aquí varados sin comida y sin agua desde la madrugada, esperando a que la gandola de PDVSA se dignara a llegar y surtiera la bomba. Cuando llega, resulta que no abre porque no hay quien atienda. Y cuando por fin abre, nos toca calarnos este calor sin aire acondicionado por horas mientras arrastramos nuestros vehículos en chancletas. Y resulta que va a llegar un militarcito malandro a robarse mi puesto en la cola — el mecánico dio una finta de medio paso hacia el cabo Sanchez y le retó: —Entonces, oficial. ¿Nos va a caer a plomo a todos?

El cabo desenfundó la Glock de su short y la apuntó instantáneamente a la cabeza fornida del mecánico. Éste al ver el agujero negro del cañon en su frente, retrosedió ligertamente pero sin claudicación. —¿Ya viste lo que hiciste? —continuó el cabo. —Me hiciste sacar a la catira y a ella no le gusta que la molesten. Se pone como explosiva.

El cabo primero desbloqueó el seguro de la pistola con un “click”, justo cuando dos colegas uniformados del cabo hicieron acto de presencia. Ambos habían venido con su casco de combate, botas negras hasta las rodillas y sendos rifles colgando de los hombros.

—Pero bueno, Fuentes, mira a quién tenemos aquí. Nada más y nada menos que a Jaime Sanchez del cuartel de Cabimas.

—Así es. Este carajo es famoso por ser busca-peo. Parece que su fama no es de embuste, ¿dígalo ahí, Mujica?

—Está dicho. El man le hace honores a su reputación —respondió este y dirigiéndose al cabo Sanches, añadió: —Haga el favor de bajar el arma, cabo primero, que al Sargento Aponte no le gustan los bochinches en su bomba.

El cabo Sanchez entonces bajo la pistola lentamente y la volvió a enfundar dentro de su short.

—¡Pero si son mis panas Fuentes y Mujiquita del destacamento ciento once! ¿Qué hacen por aquí tan lejos de casa? ¿No me digan que también se quedaron sin gasolina? Apúrense y echen mientras todavía queda, miren que estos escuálidos se la quieren todita para ellos. No le quieren dar ni un poquito a uno. Son una cuerda de lambucios como todos los escuálidos que odian al gobierno. Especialmente este malandro apestoso de aquí en frente mío —dijo el cabo Sanchez apuntando al gigantón con gesto de asco.

—Usted como que no tiene los oídos bien puestos, Sanchez. ¿No me escuchó decir que al Sargento Aponte no le gustan los bochinches en su bomba? —respondió Mujica.

—Nosotros no nos quedamos ningún “sin gasolina”. Estamos aquí de guardia por órdenes del Sargento. —completó Fuentes.

—Así es. Se nos había pasado toda la mañana sin pleito hasta que llegó usted y la cagó con tanto alboroto.

—Y para colmo buscando peo vestido de civil.

—No les voy a mentir, camaradas. —replicó el cabo Sanchez. — La fama no es de embuste: a mí no me asusta buscar peo. Pero ahorita mismo no lo ando buscando porque no tengo tiempo. En cambio, el que sí está buscando que le metan tres balas en la frente es el pelabolas mugriento este que está aquí —. Hizo una pausa retando al gigantón con la mirada y luego continuó con tono calculador: —No importa si estoy vestido de civil o de militar. Yo vine aquí para llenar el tanque de mi carcacha, que aunque es carcacha, le pertenece a la autoridad. A menos que la Guardia Nacional Bolivariana ya no sea la autoridad en este país, ustedes, mis panas, saben tan bien como yo que estos escuálidos tienen que obedecer, ¿sí o no?

Mujica y Fuentes no tuvieron otra opción más que callar ante tal perspicaz, y al mismo tiempo miserable, despliegue de raciocinio. El cabo Sanchez había de pronto retomado el control de la situación con aquella actitud arriesgada. En este país los “sin escrúpulo” eran los que mandaban y el cabo Sanchez lo sabía. Por eso nunca se permitía tenerlo.

En ese momento se llenó finalmente el tanque del corolla y el dispensador de gasolina se cerró con un “clank”, interrumpiendo el pequeño silencio de tensión entre el cabo y sus dos colegas. El Cabo Sanchez, sin pronunciar una palabra, se volteó y se subió a su carro. El bombero corrió hasta el dispensador y sacó el pico de la manguera del hueco del tanque; trancó la puertecilla y sacudió el capote con dos palmadas. El cabo Sanchez comenzó a subir el vidrio de la ventana pero cuando iba por la mitad se arrepintió. Lo bajó de nuevo, estiró la cabeza hacia afuera y se dirigió a sus colegas:

—¿Es verdad que esta bomba le pertenece al Sargento Aponte?

—Así es, camarada —asintió Fuentes.

—El mismo que viste y calza. —reiteró Mujica. —Aunque últimamente no se le vea mucho.

—Así que este es el famoso Sargento Aponte desaparecido de los rumores. En el cuartel lo chamos dicen que unos malandros le cayeron a plomo por haber vendido unas hallacas que no le pertenecían.

—Lo de las hallacas es verdad, pero al Sargento nadie lo ha tocado. Sigue vivito y coleando, sólo que ya no sale de día. Yo creo que es porque se está escondiendo de la gente de Diosdado.

—¡No sea imprudente, Fuentes! —chistó Mujica. — ¿Qué cree que va a pasar cuando el Sargento se entere que usted anda regando rumores y diciéndole a la gente que él está metido en un barullo con los Soles? Al Sargento lo que le pasa es que está enfermo. ¿No ve cómo no quiere salir nunca de un encierro? Sino está en su casa, está aquí en su oficina, día y noche. Si el man necesita hacer una diligencia, nos manda a nosotros o a su señora. Yo no le he visto siquiera salir a comer ni ir al baño en las últimas dos semanas. Eso para mí es un soplo de los malos.

—¿Ustedes, camaradas, no saben si hay alguna manera de hablar con él? Tengo una urgencia familiar. Si regreso a la casa sin aunque sea una bolsita de arroz, la negra me va a matar. A lo mejor el sargento me puede ayudar a conseguir una por aquí cerca con sus contactos de la alta alcurnia.

—A usted como que de verdad se le junta la sordera al no escuchar, Sanchez —atizó Mujica. —¿No está oyendo que el Sargento se la pasa encerrado?

—¿Cuál es el peo? ¿Acaso no se le puede echar una llamadita al celular?

—Ese no le atiende ni a su mamá —respondió Fuentes.

—Además cómo cree usted que nosotros vamos a traicionar la confianza del patrón regalándole su número a un perfecto extraño? —complementó Mujica.

—Aunque si usted se atreve, le puede hablar desde detrás de su puerta. —se apresuró Fuentes para el reproche de Mujica. —La oficina del Sargento está en la entrada de Falcón cerca de la alcabala, a veinte minutos manejando de aquí. Coja para allá y pregunte por la finca Santa Cruz. Cuando llegue allí dígale a doña Gertrudis que lo manda Mujica y Fuentes y que lo deje entrar. Ni se le ocurra decirle al Sargento que lo mandamos nosotros.

El cabo Sanchez sonrió y agradeció a su colega por la información antes de subir el vidrio de la ventana. Aparentemente y ante la desaprobación de Mujica, a Fuentes se le hacía chistosa la buena pela que el Sargento le iba a propinar al Cabo Sanchez por atreverse a presentarse ante él como un lambucio a pedirle comida.

El motor del Corolla encendió con un gruñido enfermizo. Hasta entonces la turba de conductores, ligeramente apartada de la conversación entre el cabo Sanchez y los uniformados, había guardado un silencio sanguíneo. Quizás ingenuamente esperaban alguna forma inusitada de justicia, pero al ver que el Corolla partía con el tanque lleno y su conductor impune, la turba se volvió a chispar. El grandulón muerto de rabia se abalanzó sobre la puerta del piloto pero antes de que pudiera alcanzarla, lo noqueó el impacto del asa de un FAL en la frente. Mujica soltó el seguro de su rifle y lo apuntó directamente a la turba, mientras que Fuentes esposaba al gigantón derribado en el suelo. El cabo Sanchez pisó el acelerador y se piró tranquilamente de la bomba con un guiño de gracia en los labios. Había captado el tono irónico de la propuesta de Fuentes de ir a visitar al Sargento, pero se le antojó que este tal Aponte no podía ser tan bravucón si ni siquiera se atrevía a salir de su oficina. —¿Quién sabe? Si es verdad que este tipito se puso a vender perico ajeno, quizás tenga mucho que perder si se niega a darme una ayudita —pensó el cabo Sanchez.

La empalizada de alambre que delineaba la finca Santa Cruz se escondía detrás de un monte alto y descuidado al borde de la carretera. Las rejas oxidadas de la entrada reposaban a los lados sobre sus respectivas empalizadas, salidas de sus bisagras, dejando el acceso abierto. El cabo Sanchez detuvo el corolla destartalado en la mitad y se dirigió a un soldadito acalorado que, parado junto a un cono de tránsito anaranjado, resguardaba la entrada de la finca tostado bajo el sol inclemente del mediodía. El cabo Sanchez le exhibió su carnet de la GNB desde la ventana del carro. El soldadito lo vió de reojo y le indicó con una morisqueta que pasara de una vez y lo dejara en paz.

El corolla rebotó y respingó como carcacha vieja todo el trayecto de tierra hasta la quinta principal de la finca. El cabo aparcó finalmente junto a un grupo de motos de la guardia. A un lado, un puñado de jóvenes uniformados se lanzaban a los puños, entre risas y profanaciones, en medio de un alboroto desprovisto de ética marcial. El cabo Sanchez se apeó del vehículo y cruzó el umbral de la quinta sin que ninguno de los soldados se enterara. La recepción consistía de un escritorio de madera carcomida, un sofá apestoso y descolorido y una mesita barata con periódicos viejos. Sobre el sofá yacía dormido un llanero ochentón con la cabeza reclinada sobre el cojín, usando el sombrero de tapaojos. Sobre el escritorio reposaba un ventilador destartalado que precariamente extinguía el vaporón sudoroso del mediodía y una computadora que todavía corría en Windows 7. Detrás había una señora de edad indeterminada; de esas personas que el descuido y la gordura le habían robado la juventud. Escuchaba impasiblemente una balada romántica que chillaba desde la corneta de su celular. El cabo se plantó frente al escritorio y dejó caer su carnet de la GNB sobre unos documentos que firmaba la señora.

—¿Doña Gertrudis? —inquirió el cabo.

—Soy yo. ¿Con quién tengo el gusto? —respondió la mujer sin siquiera ver el carnet o levantar la mirada.

—El cabo primero Jaime Sanchez de Cabimas. Vengo a ver al Sargento Aponte.

—Lo siento, mijo. Aponte está enfermo y no puede recibir a nadie.

—Disculpe que le insista, doñita. Los cabos Fuentes y Mujica me dijeron que el Sargento anda por aquí escondiéndose del sol y me mandaron a decirle a usted que me dejara entrar para hablar con él. Necesito pedirle un favor.

Doña Gertrudis peló los ojos y examinó al cabo Sanchez de pies a cabeza. La doña encontró mala fe disfrazada de sonrisa en el rostro del cabo. Bajó entonces la mirada para inspeccionar el carnet y encontró en la foto exactamente la misma expresión. —¿Fuentes y Mujica te mandaron a decirme que te dejara pasar para hablar con Aponte y pedirle un favor?

—Usted lo ha dicho.

—¿Y qué favor será ese?

—Necesito llevar comida a la casa y quizá el Sargento me pueda indicar como conseguir unas cajitas CLAP de las buenas.

El llanero bejuco, como si hubiera estado oyendo la conversación, se ahogó de pronto en carcajadas repentinas que reverberaban debajo de su sombrero. La voluptuosa mujer le regresó el carnet a Sanchez, apuntó con su dedo rechoncho a unas escaleras al final del pasillo y se unió efusivamente a la reidera del viejo. El tono burlesco de las risas le hicieron pensar al cabo que después de todo, quizás, no iba a ser tan fácil extorsionar al sargento.

El cabo subió lentamente las escaleras, dejando atrás el alboroto de la recepción. Para su sorpresa, la puerta de la oficina era una mera cortina de gabardina oscura mal tejida y pesada que colgaba del marco. Se encontraba cerrada y meticulosamente ajustada para impedir el paso de la luz. Parecía que el sargento en efecto andaba más preocupado por el sol que por los Soles. De la entrada se desprendía un olor intenso a vela quemada, como el de la capilla de la Chinita que estaba en el cuartel. El cabo dio un paso e inclinó la cabeza para escuchar. La voz ahogada de un hombre murmurando intensamente el Padre Nuestro se colaba tras la cortina. La abrió sigilosamente y se escabulló para adentro sin invitación.

El cabo se quedó ciego momentáneamente pero al segundo comenzó a divisar el resplandor de candelitas que flotaban desde todos los rincones. Decenas de velas y velones chorreaban cera derretida sobre las numerosas repisas y el suelo. Tras ellas se escondían crucifijos, impresiones y figurines de Jesús, la Virgen y un sinfín de Santos. Eran de todos los tamaños y colores y sus rostros titilaban con el baile de las candelas. En una época aquella habitación había sido una oficina más o menos decente, ahora era una ermita. El escritorio todavía acumulaba montoncitos de papel usado, una laptop vieja y retratos sonrientes de la familia del sargento. Otra cortina de gabardina pesada sellaba la ventana. En ciertas partes había sido pegada precariamente a la pared con teipe de embalar, dejando entrar un moribundo halo de luz. Tras el escritorio yacía un sillón reclinable de cuero dándole la espalda a la entrada de la habitación y apuntando a la pared contraria donde reposaba un altarcito improvisado con las fotos del Corazón de Jesús y de José Gregorio Hernandez, ambos deslumbrando ante el brillo de tres velones rojos. Sentado en el sillón, de espaldas al cabo, yacía la persona que murmuraba el Padre Nuestro una y otra vez. El cabo sin chistar sacó su caja de cigarrillos del bolsillo, se puso uno en la boca y el chasquido del yesquero retumbó en la habitación. El Padre Nuestro paró de pronto y el cabo dio un jalón largo y relajado a su cigarrillo.

—¿Eres ateo, verdad? —preguntó una voz grave y carrasposa desde el sillón.

El cabo aguardó sin inmutarse. No sabía qué responder, no sabía ni siquiera qué significaba esa palabra. El sillón de pronto dio la vuelta sobre su eje y reveló la silueta de un hombre rechoncho y diminuto semi escondido en las sombras.

—Sólo un ateo se atrevería a interrumpir el Padre Nuestro.

—¿Qué es eso de ateo? —preguntó el cabo con cautela por si acaso era un insulto. El cabo era malandro serio y no permitía que nadie le ofendiera, ni siquiera un militar de rango superior. El sargento ponderó por unos segundos si la pregunta era sincera.

—Alguien que no cree en Dios —respondió.

—Si Dios existiera me habría dado un papá serio y con real, no el campesino borracho y violador que tuve.

La silueta oscura del sargento permaneció inmóvil pero sin embargo el cabo Sanchez podía sentir como la mirada del hombre rechoncho en el sillón le penetraba la mente. El cabo presentía que no había mucha necesidad de andar con rodeos.

—Esa excusa para no creer en Dios, —respondió finalmente el sargento —es la misma que me da mi hija adolecente cuando no entiende que los castigos son para enseñarle a ser fuerte, no resentida. Sin Dios no habrías tenido padre y madre que te parieran y no estarías aquí coleado en oficina ajena maldiciendo a tu pasado y a tu Creador.

—A mí me habían dicho que usted era militar, no cura.

—Hijo, cuando uno está a punto de desplomarse al abismo de la oscuridad eterna, te das cuenta que no hay mucha diferencia entre ambas cosas. Aunque mi espíritu esté envenenado, yo sigo siendo soldado y de los arrechos. En cambio enfrente mío lo que huelo es un alma flaca, un manchón en la Creación Divina, de esos que por desgracia abundan en este país—. El sargento de pronto olfateó como un perro hambriento en dirección al cabo. —¡Ujum! Este cuarto apesta a presa de culebra venenosa.

—Si yo no le acepto insultos a mi sargento supervisor en Cabimas, mucho menos los voy a aceptar de un man que le da miedo ver la luz del día. Usted sabe que hace rato que en las Fuerzas Armadas los rangos son más de cortesía revolucionaria que otra cosa. —Entonces el cabo se arremangó la camiseta a nivel de la cintura y develó a su catira envainada en el short bajo el brillo de la luz titilante de las velas. El sargento soltó media carcajada.

—¿Eres soldado?

—Cabo primero Jaime Sánchez. Se supone que hoy no debería estar chambeando pero las circunstancias me obligaron a interrumpir mi bien ganado descanso. Lo que pasa, mi sargento, es que parece ser que me vendieron gato por liebre. Tengo cinco años rompiéndome el culo en la Guardia Nacional, pero aquí no hay gente seria. Yo por ese uniforme me he hecho cómplice de cosas bien feas, ¿oyó? He arrestado y torturado escuálidos, me he caído a plomo con todo tipo de malandro y he matado a cuanto pobre diablo me han mandado a matar. ¿Y cómo se me paga? Con un sueldo miserable y las mismas cajas CLAP cochinas y mal surtidas que le dan a los lambúceos muertos hambre de mi pueblo. ¿Y sabe qué, sargento? No me la calo más. Yo tengo familia que alimentar. Así que usted y yo vamos a hablar seriamente como caballeros que somos y vamos a buscarle una solución aceptable a mi situación. Mire que hoy yo he escuchado de usted suficientes debilidades como para hacerlo comer de la mano de este humilde soldado.

El cabo se tomó la libertad de sentarse casualmente en la silla frente al escritorio mientras fumaba su cigarrillo. El Sargento lo observó impasible, arrimó su sillón un paso hacia delante, reclinó sus codos sobre los respaldos y cruzó sus piernas. Medio rayo de luz, que provenía de la abertura entre la cortina y el marco de la ventana, dejó al descubierto a un cincuentón sudoroso y adolorido. Era un hombre de piel tostada, cachetes grasosos y papada gruesa. El bigote era abundante y liso, al igual que su cabellera gris despeinada. Tenía puesta la camisa verde de la guardia sin abotonar, revelando una panza lampiña y abombada. Sobre su pecho izquierdo yacía una herida abierta infectada y hedionda. Era un hueco profundo que desgarraba la piel y el músculo del cual chorreaban riachuelos de pus y sangre. Parecía algo bastante serio que ameritaba intervención médica.

—Chico, tu sabes que en este país todo el mundo se cree el cuento de que estamos metidos en algún tipo de guerra. El gobierno contra la oposición, el capitalismo contra el comunismo, el imperio contra los revolucionarios, los pobres contra los ricos… Pero todo eso es mentira, ¿sabes? En Venezuela la verdadera guerra es en contra de un mal que no es de este mundo. Se esconde a plena vista pero casi nadie lo ve. Aquellos que sí lo ven, no viven para contarlo, si tienen suerte; y los que no la tienen descubren que hay cosas peores que la muerte. —El sargento pronunció aquello último como refiriéndose a sí mismo. —El verdadero mal que tiene este país es mucho más espeluznante que cualquier cosa fea de la que seas cómplice, cabo Sanchez.

El cabo ignoró aquello y se enfocó en el elefante rojo dentro de la habitación.

—¿Y ese sangrero que tiene en el pecho?

—Picada de mapanare.

—¿No cree que debería dejar de hablar tanta pendejada y verse con un doctor?

—El único doctor que me puede ayudar es ese que está ahí detrás mío. —El sargento apuntó con su pulgar a la foto de José Gregorio Hernandez sobre el altarcito.

—Mire, usted haga lo que le dé la gana. Si se quiere morir de una infección, ese es su problema. Estoy harto ya de que se me tome el pelo. Por ahí dicen que usted le robó unas hallacas a Diosdado y que este ahora lo quiere muerto. A mi me huele que eso en su pecho no es picada de culebra sino una pela que le dieron por bandido. Y ahora se anda escondiendo en este cuarto, ahogado en calor y rezándole a su Dios y a los muertos para que no lo encuentren los narcos. Yo no tengo vela en ese entierro, ni la quiero. Yo sólo pido que se me trate con respeto y que se me apunte en la lista de los que reciben las cajas CLAP surtidas para poder comer como gente decente. Si no, ¿quién sabe?, se me puede soltar la lengua con respecto a su ubicación. Así que usted me dirá… —el cabo desenfundó la Glock de su short y la colocó de un golpe sobre el escritorio, con el cañón apuntando al sargento Aponte, —¿qué hay que hacer para que lo traten con respeto a uno?

El sargento observó la pistola desde las sombras y aguardó en silencio por un momento.

—Tus amenazas son inocuas, cabo primero. No te temo ni a ti, ni a tu pistola, ni a ningún narco. Esas hallacas no fueron un robo, sino una coima que me costó mi alma y me dejó condenado a un insomnio eterno; a una sed insaciable; a una comezón infernal que no se puede rascar. No puedo dormir, ni ver la luz del sol. Sólo me queda rezar y rogarle a Dios por su perdón y su misericordia. Rezo y ruego noche tras noche para que me perdone por tanto mal que he hecho y me libere de esta maldición. Pero no responde… —El sargento arremetió de repente contra unos figurines de cerámica de Cristo sobre el escritorio con un latigazo de su brazo y los quebró todos contra la pared. —Estoy solo en la oscuridad y lo único que escucho es la voz de una vieja cuaima que no vive pero que no está muerta. Me llama y me implora que vaya y la visite en su escondrijo. Es como un susurro maternal que me tienta con promesas de una vida eterna que no es vida… —El sargento de pronto quedó en silencio, cabizbajo y con los ojos volados. El cabo Sanchez pensó que el tipo andaba de manicomio y estuvo a punto de decir algo, cuando de pronto el sargento salió del trance y lo apuñaló con la mirada. —Así que coje tu pistola y retirate de una vez de vuelta al hueco hediondo del que saliste, cabo Sanchez. Conmigo no vas a conseguir nada porque no tengo nada que ofrecer.

El cabo Sanchez comenzaba a perder la paciencia. No era la primera vez que se había encontrado con un loco que no se intimidaba con el brillo de su catira. La experiencia le había enseñado, sin embargo, que hasta los más valientes sienten culillo, sólo es cuestión de descubrir qué es lo que más temen perder. —Está bonita la muchachita esa del portaretratos, ¿es su hija? —preguntó el cabo con una sonrisa diabólica. El Sargento no respondió sino que escondió su rostro de vuelta en las sombras. El cabo entonces procedió a responderse a sí mismo: —Sí, debe serlo. Tiene sus ojos, ¿sabe? No es por nada, sargento, pero dele gracias a su Dios que es lo único que tiene suyo. Lo demás debe ser de la mamá. Y si así están las dos hembritas, me dan muchas ganas de conocerlas en persona, ¿oyó? No debe ser tan difícil conseguirlas, así como no lo fue conseguirlo a usted.

En ese momento se produjo de la nada un ventarrón caliente y turbulento que entró por la ventana, arrancando los teipes que unían a la cortina del marco, y que apagó la mayoría de las velas y velones dejando el cuarto completamente a oscuras. Sólo un par de velas sobrevivieron el torbellino repentino que acabó tan pronto como empezó. Los ojos del cabo tardaron en adaptarse pero finalmente pudo distinguir la silueta inmóvil del sargento sentado tras su escritorio.

—¿Mandártelo? Pero bueno, ¿tanta hambre tienes que eres capaz de tragarte a semejante escoria? —El sargento se dirigía a alguien que no era el cabo. Este volteó hacía la puerta para ver si había entrado alguien, pero sólo estaban ellos dos. —¿Y qué gano yo a cambio? —El sargento permaneció impávido escondido en la oscuridad, como escuchando atentamente la respuesta a su pregunta; el cabo por el contrario, no oía nada. El sargento Aponte entonces prendió un fósforo y encendió la mecha de un velón que tenía en frente. Su cara se iluminó de pronto y una sonrisa se dibujó en su rostro.

CONTINUARÁ:

Segunda Parte: El Bodegón “Fin de Mundo”

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