La Garita

Recuerdo que la tarde era gris. Gris como esos días en que ni siquiera se pueden ver las nubes soldadas en el cielo.

Te hablaría del frío y del viento que hacía. Pero sólo te digo que caminaba temblando y con el pelo despeinado.

Así es el tiempo en Mendoza. A la mañana, algo de sol; y a la noche, nadie se asoma, con temor de congelarse.

De pronto miré al horizonte de la plaza, y la luz se desvaneció completamente… y el frío se hizo más cruel.

Yo vivo en la calle Rivadavia al 1300, pero en ese momento venía de paseo por el centro.

¿Qué hacía exactamente? Nada… Después de todo, es por eso que estaba de paseo.

Entonces me senté en una garita. Me quedaban sólo dos cuadras para el Boulevard y de ahí dos cuadras más para volver con mi abuelo. Pero estaba cansado y me sentía mal, sin poder definir muy bien porqué.

Miré a mi alrededor y sólo se encontraban un hombre anciano y a su lado, una chica que parecía tener un año más que yo.

-¿Tiene problemas, mi amigo?- me dijo el viejo, con una voz pastosa.

-No es nada. Solo tengo frío- Respondí yo, tratando de evadir la conversación.

Entonces la chica se me acercó y me dijo:

-¿Te presto unos guantes?

Y sin darme tiempo de responder, sacó unos, del bolsito que llevaba y me los puso. Luego, mientras yo la miraba muy asombrado, ella comenzó a frotarme las manos.

-¿Ve? ¿Dígame si no e’ un ángel mi nieta?- me dijo el viejo, riéndose, mostrando una dentadura postiza.

-¿Cómo te llamás? Me preguntó ella.

-Walter. ¿Y vos?

-Elizabeth. Llámame Lisa. Frotate los muslos. La sangre de las piernas es importante.

-¿Vas a estudiar medicina acá?- le pregunté, con sarcasmo.

-No. En Córdoba- me respondió con orgullo.

-¿Algún motivo?- le pregunté, con total curiosidad.

-Es que quiero vivir lejos de acá- me respondió.

En ese aspecto se parecía a mí. Yo no sabía qué iba a estudiar, pero sabía que me iría lejos de acá. Abue siempre me había enseñado a ser independiente.

-¿Vivís cerca?- me preguntó ella.

-Sí. ¿Y ustedes?

-Noo, señor. Nosotro’ vamo’ a ver a mi hijo, que anda por el centro- me respondió el viejo, que miraba si venía algún colectivo.

Y simplemente nos quedamos en silencio. Cada quien con sus problemáticas.

Pero al minuto nomás, ese silencio se rompió…

-Perdoname. Sé que no debería pero… ¿te molesta algo? Parecés muy preocupado – La voz de la chica era suave como una caricia.

-Es que… no es algo que se le pueda decir a cualquier persona- Le contesté, sin poder mirarla a sus ojos de color chocolate.

-Entiendo. Perdoná, es que soy tan metida como mi abuelo y…

-Hice algo malo- la interrumpí yo, sin poder contenerlo más.

Ella cerró y abrió la boca varias veces pero no dijo nada.

Y era por eso que había salido a pasear, en primer lugar. Por eso estaba yo tan preocupado, siempre preguntándome qué haría Abue si supiera en qué me había convertido.

Sin embargo, sentía un miedo terrible y un arrepentimiento total. Y necesitaba desesperadamente decírselo a alguien.

Como en aquel momento.

Y fue como si ella me lo hubiera leído en los ojos. Inmediatamente sonrió de una forma pícara, y dijo:

-Calmate, que el viejo es casi sordo. Sólo que es muy metido y por eso nos quiere escuchar.

-¿Qué?- dije, haciéndome el tonto.

-Sé cómo le robaste a aquel chico en la escuela con Alberto, Mario y los otros- me respondió, la muy pícara.

Entonces abrí bien los ojos y exclamé:

-¡¿Cómo lo sabés?!…

Pero de repente Liza desapareció, al igual que su abuelo. Por mi parte, sentía un susto de muerte.

Miré a mi alrededor, buscándolos pero…

-¡Cómo que ahora andás robándole a la gente! – me gritó, por detrás, una voz que sonaba igual a…

Me di vuelta entonces, y me lo encontré en frente de mí. Abue estaba parado, erguido, mirándome, completamente enojado.

-¿Y bien? ¿Qué tenés para decir?

Entonces el corazón me empezó a palpitar como loco y empecé a gritar:

-No… no… no…

Y desperté.

Miré a mi alrededor y parecía que me había quedado dormido en la garita apenas me había sentado.

Agradecí a Dios que no me hubieran robado a mí esta vez.

Miré la hora, me levanté, me quité el frío de encima y seguí caminando.

Sólo estaba seguro de dos cosas: primero, que tenía que hablar con los chicos y arreglar el mal que habíamos hecho; segundo, que tenía que asegurarme que Abue nunca, nunca, supiera acerca el desliz que había cometido su nieto tan querido.

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