Esta historia comienza donde todos los sueños terminan, a la luz del desamparo y la cobardía de ser diferente dentro de lo menos diferente.

Agosto (porque así se llama, igual que el mes),  nunca quiso ver las estrellas sin ser luz y, sin embargo la irradiaba. Pensaba tanto en el futuro y en sueños vanos, livianos, pero tan tangibles que se podían acariciar con la sola fuerza de la fe.

Se sentaba en su cama y se dejaba caer hacia atrás con la cabeza apoyada en su manto estelar, envuelto en la vorágine imperfecta de muchos cuentos inconclusos que bullían en su cabeza , que lo hacían verse como aquel poderoso guerrero, ganador de mil batallas contra enemigos transparentes que nunca han estado ahí.

Así, Agosto sonreía tras cada pelea ganada sin trofeo, peleada sin espadas pero sin rendiciones ni temores presentes, pues es justo contra estos donde en cada contienda se batía … y se sigue batiendo. 

Sueños truncos, esperanzas que pasan frente a sus ojos y ondean la mano hacia él, aunque él no sabe y nunca supo si lo hacían para saludar o solo para despedirse antes de perderse para siempre.

Sin embargo Agosto era feliz. Era feliz en su mundo lleno de colores y de animales inmóviles a los que él creaba voz y diálogo. Esos que siempre le decían  que «todo  va a estar bien», con el mismo silencio con el que te reconforta el humo danzante de la taza del café matutino o del cigarrillo que sin miramientos te acaba la vida, pero al mismo tiempo te acaricia la cabeza… «todo va a estar bien».

En la oscuridad, el murmullo de la propia voz se esparce en cada neurona. Deja un sabor amargo del deber no cumplido y de la promesa rota en tantos pedazos como estrellas hay en el firmamento hacia el que se dirige, innegablemente, luego de que todo se convierta en un «antes».

Las sonrisas se van haciendo más lejanas, las voces más lúgubres, los espantos más cercanos y la desidia más presente a medida que la sombra avanza dentro de él… porque Agosto muere. Y Septiembre nunca llega. 

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