Carlos estaba muerto, pero aún no lo sabía. Se levantó la mañana del once de marzo, a las siete horas y veinte minutos, dejando su cuerpo atrás sin verlo; a las cinco de la tarde del trece de marzo sería enterrado con gran dolor por sus familiares y amigos, que no esperaban que les abandonara tan repentinamente. De hecho, no fue así: le llevó casi cinco horas abandonar este mundo, pero hasta el final no fue consciente de ello.
Cosa inaudita en él, se había quedado dormido y se levantó muy tarde, maldiciendo su propia estampa. Como disponía de poco tiempo para entretenerse, ni se molestó en pensar; no se duchó ni desayunó. Se vistió con una inspiración y salió con una exhalación. Saltó por el hueco de las escaleras porque no quería esperar al ascensor. Le pareció una pérdida de tiempo tener que abrir la verja del portal, así que no lo hizo. En su salida casi arrolló a una anciana sonriente, a la que logró esquivar por muy poco. Una vez en la calle, marchó con paso ligero en dirección a la boca de metro más cercana, que desde hacía años quedaba a diez minutos de su edificio; tardó cinco minutos en llegar. Se cruzó con desconocidos, ninguno de ellos le importaba y a ninguno le importaba él así que se ignoraron mutuamente, como siempre hacían, como estaba establecido en una norma no escrita en el libro de la vida en sociedad.
Pasó por delante del puesto de vigilancia del metro, y saludó al vigilante con la fórmula acostumbrada: «¡Buenos días!». Aquel rostro conocido, uno de los pocos en los que se fijaba, llevaba dos años en el puesto y lo veía todas las mañanas y todas las tardes, y esa continuidad le forzaba a reconocer su existencia. El vigilante devolvió el saludo distraídamente, levantando la mirada de su periódico con expresión confundida, pero Carlos no tenía tiempo de interesarse por él o ayudarle en el crucigrama matinal; corrió hacia su andén y corrió más aún hacia la puerta de su vagón, que había comenzado a cerrarse. Pasó por un resquicio de apenas quince centímetros, algo que no sorprendió a nadie, y se acomodó en la sección modular entre vagones, dejando que su espalda golpeara la goma despreocupadamente. Siempre le había gustado apoyar la cabeza contra aquella pared móvil y sentir la vibración del tren, sobre todo en las curvas, cuando amenazaba con cerrarse sobre él; le recordaba al sillón de masajes de sus padres (cómo se lo envidiaba) y se repitió, como hacía siempre, que tendría que comprarse uno para sí. Esta idea le abandonaría pocas horas después. Sus ojos no se encontraron con ningún otro par en el vagón; con el tiempo había descartado encontrar en uno de sus viajes algún rostro agradable al que invitar a un café, y ya no esperaba que otra persona se interesara por él. Era fácil olvidarlos, ninguno trataba de llamar la atención (y también había adquirido destreza en no apreciar a los que, de alguna manera, lo intentaban). Al llegar a su parada bajó sin mirar y sin ser mirado.
De nuevo bajo el sol. Caminó a paso ligero, recorriendo la ruta de siempre, sin preocuparse por no pisar las juntas de las baldosas; hoy no eran importantes, ni siquiera le dolió cruzarlas. El enjambre de rostros anónimos zumbaba la banda sonora de la vida citadina al compás de los semáforos, una melodía conocida e ignorada a partes iguales. Como activados con temporizador, los motores orgánicos y los mecánicos se ponían en acción a intervalos regulares. Los colores eran difusos, los olores carecían de personalidad, prácticamente volaba sobre ellos; el camino más corto entre A
y B no da margen a apreciaciones. Una mujer mayor que mendigaba trató de llamar su atención con un gesto y una sonrisa amable, pero recibió el mismo desdén que el resto del mundo. Mantuvo el ritmo, trazando su ruta alrededor y a través de las del resto de la gente. Giró a la derecha en la esquina. Comenzó a ver el colegio y apretó el paso, en un esprín previo a la meta; al avistar la entrada deceleró sin detenerse ni variar de rumbo, con los ojos recorriendo recelosos la calle. Desdeñar a la muchedumbre era más fácil que a su ausencia. Llegó a la verja y se paró, cambiando su cerebro a control manual por primera vez en la mañana. Descubrió a una dama morena de incierta edad que parecía estar esperando al autobús y que le miró, sonriendo casi socarronamente, mientras movía la cabeza de lado a lado. No quiso creerla y echó una mirada acusadora al reloj, pero este no pidió disculpas ni le dio explicaciones. Repasó mentalmente los días festivos del trimestre y tampoco halló respuesta; para mayor seguridad, sacó su móvil y verificó la fecha. Ahí constató, con asombro, que el único error que había cometido era con respecto al día de la semana: nunca antes había tenido que ir a dar clase un sábado, ni habría ocasión de que ocurriera.
Tardó aún unos segundos en interiorizar aquella información, para pasar después a sentirse un tonto por aquel descuido tan absurdo e impropio de él. Se giró y recorrió a la inversa la misma senda que había caminado para llegar a ese punto, reprendiéndose y bromeando consigo mismo. Siempre había considerado que ese tipo de lapsus era algo que le pasaba a los demás, una confusión ridícula, un fallo que se consideraba incapaz de cometer, y más a aquellas alturas de su existencia. No le volvería a suceder de nuevo, se prometió, y cumpliría su promesa.
El camino de vuelta fue un paseo y su pensamiento, completamente operativo, le permitió analizar su entorno con mejor criterio; se cruzó con varias parejas en distintos grados de afectuosidad, y la certeza de estar viviendo un fin de semana se reflejaba en los rostros de los viandantes, y podría haberse dado cuenta antes, porque esas caras no se veían de lunes a viernes; esta vez no le salió ningún mendigo al paso, y se sintió algo culpable por haber rechazado a la indigente unos minutos antes. De un bar emanó una mezcla intensa y correosa de olores de café y fritura; cinco pasos después fue una panadería la que aportó su propia fragancia de masa al horno; ocho pasos y la puerta abierta de una droguería aseptizaba una porción de la acera. Se detuvo al pasar por delante de la panadería y los colores de los pasteles le recordaron que aún no había desayunado; como su estómago no presentó ninguna instancia al respecto, declinó las ofertas de los dulces y los bares y los olores comestibles que se le cruzaron hasta que bajó por la boca de metro a una atmósfera menos complaciente para los sentidos. Esta vez el vagón disponía de mucho más espacio, y encontró asiento entre una chica que jugaba con su móvil y un anciano arrugado que vibraba más que el suelo; enfrente tenía a un hombre trajeado, con gafas de sol, y una señora que adornaba con una melena negra un rostro al que se le adecuaban más las canas, y que le sonrió cuando detuvo en ella unos ojos cargados de duda y extrañeza. Evitó volver a mirarla en lo que duró la travesía, pero ella incluso le despidió con la mano cuando él se levantó al llegar a su parada. «Las mujeres», se dijo, «una vez llegan a cierta edad, se parecen demasiado entre sí».
Saludó al vigilante de estación con gesto avergonzado, temiendo ser inquirido sobre su rápida vuelta, pero esta vez no hubo respuesta por parte del trabajador, que hablaba por teléfono y no le dedicó ni una ojeada, como si fuera un cualquiera o no fuera nada; algo decepcionado, regresó al aire parcialmente libre de su calle, el cual disfrutó durante quince minutos, demorando su regreso al hogar. Pasó delante de un parque que había robado todo el verde del barrio y vio a un hombre mayor sentado en un banco, con la cabeza echada hacia atrás y la mandíbula caída; un grupo de palomas, apiñadas a su alrededor, parecían mirarle y mirarse entre sí sin entender por qué las migas de pan habían dejado de caer sobre ellas. Se detuvo, algo preocupado por una sospecha que no dejó materializarse, y reanudó su marcha con satisfacción genuina una vez hubo oído roncar al anciano. Mañanas como aquellas invitaban al pensamiento y él pensó, al abandonar el parque, en lo fácil que era ver a una sola persona, en contraste con las multitudes invisibles. Se regocijó en aquel pensamiento y felicitó a la mente capaz de engendrarlo.
Caminaba cerca del borde de la acera, recordando con consternación que las juntas de baldosas existían, y tuvo que apartarse cuando la puerta de un coche aparcado se abrió de improviso; se plantó firme ante el vehículo para reprender al inconsciente y enmudeció cuando del interior del auto surgió un rostro femenino y antiguo, coronado por una mata de pelo negro, que le sonreía como si fuera el único hombre en el mundo. Comenzó a sentir punzadas en la nuca y un ligero malestar; dio los buenos días torpemente, ella solo respondió: «Hasta luego». Llegó al portal con la cabeza nublada y le asaltó un temor profético antes siquiera de llevarse la mano al bolsillo, donde no estaban las llaves. Se golpeó la frente varias veces en castigo por su torpeza, ya como si estuviera perdiendo la chaveta, vaya manera de comenzar un sábado… Pulsó aleatoriamente los botones de los otros apartamentos; algunas voces preguntaron quién llamaba, pero para su suerte algún descuidado se limitó a abrir la puerta sin exigir razones a cambio. Entró y fue a la portería a pedir una copia de su llave. El portero había abandonado su puesto, quién sabía por qué asunto, pero tendría una queja formal cuando apareciera de nuevo. Prácticamente arrancó la llave del gancho donde colgaba y ascendió por las escaleras en un torbellino airado que no tocó los escalones.
Subió a su piso, asqueado consigo mismo y con el mundo entero. Abrió la puerta y lanzó la llave sobre la mesita auxiliar de la entrada. Llegó al salón y arrojó su ser sobre el sofá. La televisión se encendió antes de que alcanzara el mando, su mente volvió a evaporarse y relegó cuatro de sus sentidos a un segundo plano mientras contemplaba las imágenes que la pantalla arrojaba, atacándole sin piedad con anuncios de cosas que no le interesaban en aquel momento ni le interesarían después. Comenzó a entretenerse con un poco de autocompasión inconsciente, sintiéndose deprimido por nada en particular, salvo quizá los accidentes de aquella mañana; esos eran los que habían hecho mella en él. Se permitió suspirar, pensando en lo dura que era la vida en general y la suya en particular, aunque estos pensamientos estuvieran equivocados en más sentidos de los que podía en ese momento suponer.
En un espacio de tiempo que no duró nada para él, los colores que percibía fueron difuminándose lentamente en un arcoíris derretido a fuego lento, que caía en gotas alargadas ante sus ojos; los sonidos se convirtieron en un coro extranjero: el interminable traqueteo del reloj de pared se disolvió con los rugidos de la televisión, de los coches de la calle y de la música a todo volumen del vecino de arriba, que no escarmentaba; los olores hicieron mutis humildemente hacia la parte de la mente reservada a la nada absoluta. Le dio igual o no se paró a pensarlo en realidad, pero de alguna manera era más ligero y tranquilo que antes, deseó poder hundirse en el sofá y sentir su blandura como un abrazo reconfortante, y se imaginó cayendo por una espiral multisensorial, con su mente girando dentro de su forma inerte. Todo era suave, flojo, incluido él mismo.
En ese estado, la puerta de su casa abriéndose con estrépito fue una interferencia, una discordancia, un guisante en su colchón. Intentó levantarse, pero casi era uno con el sofá y este no estaba dispuesto a dejarle ir. Reconoció la voz de su casera, que le llamaba, y redobló sus esfuerzos. La información del mundo le llegaba con cuentagotas. Oyó que ella mencionaba al portero, y las llaves, y una y otra vez su nombre. Le hería oírla hablar, enturbiaba su sopa de ruidos monótonos con las cadencias significativas de cada letra, obligándole a entenderlas al no poder fundirlas en el fondo de su cabeza. Sus tacones sonaron por el salón, y entonces ella debería haberle descubierto allí, aturdido y avergonzado, negociando un rescate con los cojines. Pero su voz volvió a alejarse. Parpadeó varias veces, tratando de distribuir las masas cromáticas en formas que pudiera identificar. Y entonces el grito le lanzó contra la realidad de una forma casi dolorosa. Recuperada la consciencia, se levantó y avanzó tambaleándose hacia la puerta del pasillo, chocándose contra el marco al llegar. Se asomó a la cocina y al baño y, finalmente, obligó a sus pies a conducirle a la habitación, preocupado ante la certeza de que otra cosa que había olvidado aquella maldita mañana era hacer la cama y recoger la ropa sucia de su habitación; quizá, y con razón, había gritado al ver el estado del cuarto, qué vergüenza entonces si de eso se tratara…
Entró en el dormitorio y se encontró a la mujer tendida en el suelo, en desmayo inmóvil. Y un cuerpo en la cama, un cuerpo idéntico al suyo, con una cara idéntica, con un pijama idéntico al que él usaba, más inmóvil todavía. Se llevó la mano a donde creía que estaba su corazón, sin atreverse a acortar la distancia entre las dos partes de sí mismo. Ya tenía media revelación justo antes de mirar hacia el espejo del armario para ver al muerto en el lecho y la viva en el suelo, sin nadie que le devolviera la mirada.
El sol de mediodía regaba la calle cuando salió. Miró las caras de la gente y nadie le miró a él, igual que siempre en la ciudad. Caminaban como máquinas sin vida, podría decirse (y así romper una lanza en favor de la ironía); el que caminaba al lado estaba muerto o jamás había existido, no había tenido un hueco en sus mentes, ¡ni siquiera se veían unos a otros! Había caminado entre ellos y lo sabía. Pero, por una vez, deseaba con pasión, con fervor, que alguien transgrediera aquella norma y le mirara y confirmara su existencia.
No era un gran capricho a satisfacer, por eso una mujer que le veía se le acercó; una mujer mayor, sonriente, de pelo oscuro y, ahora que se atrevía a mirarla bien él, ojos de un negro luminoso. Y la aceptó, porque a pesar de todo era un hombre razonable, siempre lo había sido, hasta aquel mismo día.
—Espero que no se olviden de mencionar mi buena voluntad por irme en sábado —comentó, de manera casual, seguro de que sobraban las presentaciones—. Nadie podrá decir que por mi culpa se perdió una clase. El lunes tendrán sustituto.
La mujer continuó contemplándole con expresión atenta y solícita. Carlos veía pasar a la gente y sintió que la nostalgia se iba haciendo menos pesada.
—Aunque hacerlo en verano habría sido aún más conveniente, y me habría ahorrado las olas de calor. Hoy… hace buena temperatura… Que me acabo de dar cuenta ahora. Podría haber pasado un rato más en el parque.
O podría haber ido el día anterior, o haberse pasado todos los sábados de su vida yendo un rato por las mañanas…
—De verdad, qué tontería… Las baldosas, digo. —Balanceó un pie sobre el suelo—. Me fijaba más en ellas que en nadie. —Hizo un gesto en dirección a la persona que le estaba escuchando, como una disculpa—. Hoy, no tanto… He estado muy despistado, ¡no sabía ni que era sábado! —La risa que se le escapó no era forzada del todo—. La verdad, visto como me ha ido hoy… Ja… No me extrañaría que cuando… Ya sabe usted… Que simplemente olvidé respirar.
Y ella mantuvo esa sonrisa maternal, comprensiva, paciente, de quien ha escuchado cosas parecidas algunas veces.
—Tengo experiencia en ese tipo de despistes. Ven conmigo.
Cogiéndole del brazo, le condujo a través del gentío, mientras él se dejaba llevar. Nadie los miró. Los escaparates reflejaron un vacío entre la marabunta.
OPINIONES Y COMENTARIOS