Mamá se fue de casa cuando tenía seis años. Mis abuelos me dijeron que cuando se fue a trabajar a la ciudad a una lavandería, conoció a un hombre y formo una nueva familia. Nunca regreso al pueblo. Me dejó en manos de mis abuelos, Fernanda y Juan. Mis abuelos tienen dos hijos, José y Sergio. Mi abuelo Juan se dedicaba a la siembra del maíz y al ganado; sus dos hijos le ayudaban. Mi abuela siempre se dedico al hogar, cocinaba, lavaba ropa y limpiaba la casa, todo lo hacía para mi abuelo y sus dos hijos. Yo, desde pequeño, tuve que aprender hacer lo que hacia mi abuela para mí mismo. Ella decía que yo no era su hijo, por eso tenía que aprender hacer mis propios quehaceres. Mis dos abuelos eran gruñones conmigo, porque casi todo el tiempo me regañaban por cualquier cosa. Si tiraba un vaso de agua sobre la mesa, me gritaban, si agarraba la comida que ella hacia especial para sus hijos, me daba unas nalgadas, si tomaba leche, me deja sin cenar. Cuando hacia comida rica, como caldo de pollo o de pescado, comían a escondidas de mí. Los postres también los escondían.
Cuando era un niño, mis primos se reunían para jugar con sus juguetes, pero cuando me acercaba, se quedaban en silencio hasta que me iba. Reían a mis espaldas cuando me alejaba, eran de esas risas burlonas, como cuando haces algo por equivocación. Tal vez no me recibían porque sus muñecos eran mejor que los míos, tenían robots que movían la cabeza, los brazos, las piernas y decían palabras acerca de conquistar al universo. Los míos eran de plástico y no podían mover ninguna de sus partes, parecían estatuas, aun así, me gustaban.
De vuelta en mi casa, les preguntaba a mis tíos si querían jugar conmigo, pero decían que no tenían tiempo y que no los molestara. Después iba con mis abuelos, pero preferían que en lugar de jugar, me pusiera a barrer o a lavar trastes.
Después de terminar alguna tarea del hogar, me encerraba a mi cuarto y jugaba con mis juguetes, solo.
A los veinticinco años construí una casa pequeña en la propiedad de mis abuelos. Tiene un cuarto, cocina, baño y sala. La ventana de mi cuarto da al patio, desde ahí podia escuchar como platican de sus proyectos, de algún chisme, o como se reían por estar jugando algún juego de mesa. De vez en cuando, hago a un lado la cortina para echar un vistazo. Mi casa está hecha de adobe, son unos ladrillos grandes hechos de tierra y estiércol de caballo, yo mismo los hice. En verano, adentro es fresco como el otoño, y en invierno, es acogedora como la primavera. Ahí, sus hijos también tienen la suya, pero no me gustan porque parecen casas de ciudad, como grandes cajas pintadas de blanco. Yo prefiero el estilo del campo, casas de adobe con teja y madera.
El lugar parece una vecindad, puedo oír todo los días como las familias discuten y gritan a sus hijos a la vez que ponen la música fuerte pensado que nadie los va a escuchar. Hay un patio que está rodeado por todas las casas, tiene un pasto verde y abundan las flores, especialmente las hortensias, mis favoritas, por coloridas y porque son una joya cuando las pongo en mi mano. El lugar se ocupa para fiestas, jugar o platicar.
A veces, mi familia organiza fiestas de cumpleaños, pero no me invitan, o cuando me acerco a alguna de sus reuniones, dejan de platicar, y se me quedo ahí por cinco minutos, comienzan a despedirse entre ellos, porque según, tienen algo que hacer.
Mi casa es mi lugar favorito, ahí tengo video juegos de El Hombre Araña, Super Mario Bros y bastantes acerca de guerra de las segunda guerra mundial. Tengo una colección de más de cien muñecos de La guerra de las galaxias y una gran pista de autos que ocupa todo el espacio de la sala. Es como la Baticueva de Batman. Desde que comencé a trabajar como electricista compre muchos juguetes.
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Ya tengo cuarenta años y mi familia sigue alejada de mí. Desde mi habitación, puedo escuchar sus risas en el patio.
La Baticueva ahora parece una tumba abandonada, mis juguetes están llenos de polvo y telaraña.
Llevo un mes encerrado en mi casa, no me dan ganas de salir porque creo que allá fuera nadie quiere verme.
Me corrieron de la compañía eléctrica. Mis compañeros de trabajo, no llaman para preguntar si necesito ayuda, parece que se olvidaron de mí.
Las fuerzas me están abandonando, creo que es porque solo como galletas. Hace un mes que no voy al mercado, la alacena y el refrigerador están vacios. Todo el día me la paso tirado en la cama y aunque quisiera dormir, no puedo, porque solo pienso en porque la gente se aleja de mi.
Desde mi habitación puedo escuchar cosas allá fuera. Cuando los gallos cantan es porque ya amaneció. Otras veces escucho a los grillos y pienso que ya anocheció. Y cuando escucho las risas de mi familia, seguro es por la tarde celebrando alguna fiesta.
Hoy apenas si pude levantarme para ir a tomar agua a la cocina, las piernas no tienen fuerza y me cosquillean. A veces, los dedos de los pies se me quieren torcer.
Estoy comenzando a imaginar cosas. Tal vez mi mamá ya sabe que estoy pasando por un mal momento y pronto va a venir. En cualquier momento entrara por la puerta, vendrá a mi cama y me abrazara, me preguntara si te tengo hambre y me prepara una sopa de pollo, y por la noche, me dará chocolate caliente y una rebanada de pastel, porque allá afuera, las montañas están cubiertas de blanco.
Me quedé dormido mientras imaginaba a mi mamá, cuando desperté, seguía solo en mi habitación. Comencé a llorar. Mientras lloraba decía cosas: ¿Por qué te fuiste mama? ¿Por qué me dejaste solo? No tengo con quien platicar. No tengo con quien jugar. Mama ¿ en donde estas?
Tengo un mes sin bañarme, mis axilas están pegajosas, el cabeza me da comezón, los pies me apestan como bote de basura, la boca me sabe agria y la ropa se me pega al cuerpo. Hay comida descompuesta en la cocina, ese lugar donde hay una mesa que jamás compartí con alguien, hoy la comparto con gusanos y moscas.
Las voces que escucho afuera de mi habitación, me parecen una pesadilla, es mi familia en alguna reunión. Seguro están festejando algún cumpleaños. Hay pastel, gelatinas y chocolate. Los globos de colores cuelgan por todo el patio. Todos cantan las mañanitas. Maldita sea, quiero que se callen. La soledad me está volviendo loco.
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Ya pasaron tres meses. Cada vez que me duermo, espero que sea por la eternidad, porque si despierto, volveré a ver la ausencia de todos.
Hoy mi estomago gruñía como un gato y fui a la cocina. Caminé de lado, parecía que estaba borracho y casi no distinguía las cosas. Encontré galletas saladas, cuando abrí el paquete, note que las manos me temblaban. Comí las galletas y tome agua. El estomago me ardió como si me hubieran echado limón en una herida.
Una mañana escuche un ruido —Toctoc, toctoc— Abrí los ojos por un segundo y los volví a cerrar —Toctoc, toctoc— Alguien tocaba en mi ventana. La cama esta junto a la ventana, me senté para recorrer la cortina y un brillo intenso me segó los ojos por tres segundos, no vi quien era, levanté la mano hasta la frente para cubrirme del sol, apenas podía distinguir una silueta a través del vidrio, después, abrí la ventana.
—Hola. Tocaba la puerta y no abres ¿estás sordo? —dijo un niño. Sonaba algo animado.
— ¿Quién eres? —pregunté sin muchas ganas, algo molesto, quería seguir durmiendo.
—Mi papá dice que eres mi tío —el niño recargaba las manos en el marco de la estrecha ventana y de vez en cuando se asomaba hacia dentro de mi habitación para ver lo que había—. Casi no te vemos muy seguido. Cuando le pregunte a mi papa, me dijo que te lo preguntara a ti.
—No salgo porque estoy ocupado ¿qué quieres? —pregunté en tono grosero.
— ¿Estas ocupado en dormir?
—Sí ¿qué quieres?
—Quiero un peso. Estoy juntando dinero para comprar un reloj.
—No tengo, mejor vete —volví a cerrar la ventana y recorrí la cortina.
—Toctoc, toctoc— No hice caso, cerré los ojos pensando en que pronto se iría —Toctoc, toctoc— Esta vez parecía que ropería el vidrio. Maldito niño, pensé.
—¿Qué quieres? —volví a preguntar
—Mi peso ¡para mi reloj!
—Te lo voy a dar, pero ya no quiero que me vengas a molestar.
A penas logre levantarme de la rechinante cama, una de aquellas que se parecen a las de la segunda mundial, con la cabecera echa de barrotes de acero ya oxidado, y en la parte de los pies también. Las fuerzas me estaban abandonando y a mis huesos les faltaba aceite porque apenas si se podían doblar. Caminé paso a pasito, parecía un robot al que pronto se le terminaría la batería y dejaría de andar. Llegué hasta el ropero viejo y chueco porque le faltaba una pata, busqué la cartera que recuerdo había dejado en uno de los cajones para los calcetines, pero no estaba. Vi mi bote de ahorros sobre la mesa de un altar, donde tenia a la virgen de Guadalupe y San Lázaro, santo de los enfermos. Cuando me acerque, ví cinco miserables monedas de la más baja denominación. Qué suerte, así el escuincle me dejara en paz, pensé. Fui hasta la puerta y me asome, el niño seguía baboseando en la ventana hacia dentro de mi habitación.
—Oye niño, ven aquí —vino hacia a mí y le entregué cinco pesos en monedas—. Toma, es todo lo que tengo. Por favor ya no me molestes —Cerré la puerta y ya no supe de él durante el resto del día.
A la mañana siguiente, volvió a tocar la ventana. Puta madre, fue lo primero que pensé cuando escuche ese maldito ruido. Era como si me rompieran una botella de vidrio en la cabeza —Toctoc, toctoc—
— ¿Que quieres?
— ¿Qué haces?
—Dime qué quieres. Ayer te dije que no vinieras.
— ¿Estabas durmiendo?
— Estoy descansando —Que le importa lo que hago, pensé.
— ¿Quieres jugar conmigo? —dijo el niño mientras trataba de ver hacia adentro de la habitación. Tal vez veía lo sucio y tirado que estaba. Me interponía entre él y lo que fuera que le llamara la atención para que ya no pudiera ver.
—No. Tengo sueño. Por favor, necesito descansar —dije casi suplicando.
—Pero ya amaneció.
— ¿En serio? no me di cuenta, mejor vete —cerré la ventana y me volví a costar.
Estuve pensado en él un buen rato, tal vez le estaba haciendo lo que mi familia me hacía a mí, rechazándolo. Después recordé mi niñez y las veces que jugaba solito mientras mis primos jugaban por su lado. Recordé como formaba a mis muñecos para jugar a la guerra. Con un popote les disparaba bolitas de papel hasta que todos quedaban tirados. Después, me volvió a ganar el sueño.
Al siguiente día, regreso el ruido a mi ventana. Toc, toc. Pensé en ser amable con él. Respire profundo y abrí la ventana.
— ¿Qué quieres?
— ¿Qué haces?
—Estoy ocupado.
— ¿Otra vez durmiendo?
—Por favor, ya no me molestes.
Ser más amable no me funciono. Creo que ha este punto de mi vida, ya no puedo ser otra persona
— ¿Me das un peso? —Preguntó el niño. Sonreía a pesar de mi mal humor.
—Ya te di cinco, ya no tengo.
—El ultimo. Ándale.
— ¿Y ahora para qué lo quieres?
— ¡Para mi reloj!
—Ya no tengo dinero, pídele a tus papás, ahora vete y déjame tranquilo —me tiré en la cama y cubrí mi cabeza con la almohada en caso de que volviera a tocar.
A la mañana siguiente, un ruido ensordecedor comenzó a sonar. Me levanté de un reparo, recorrí la cortina y vi al niño con un reloj despertador en la mano. Abrí la ventana para regañarlo.
—¡Me acabas de dar un susto! ¿qué quieres?
— ¡Lo compre! ayer por la tarde, es un reloj despertador.
—Ya sé lo que es ¿para qué lo traes aquí?
—Mi mamá siempre me regaña porque me levanto tarde para ir ala escuela. Tuve la idea de comprar uno.
—Pues felicidades, ahora vete a jugar con tu nuevo reloj a otra parte, tengo que descansar.
—Te lo regalo.
— ¿Qué? No, gracias.
—Toma. Es tuyo.
— ¿Porque me lo quieres regalar?
—Porque siempre que vengo a verte estas durmiendo. Con esto podrás levantarte temprano. Mi mamá dice que debemos levantarnos temprano para hacer cosas productivas. Y cuando regrese de la escuela, podremos jugar a los muñecos.
— ¿A los muñecos?
— Sí. Ya vi que tienes muchos muñecos ahí adentro ¿te los compraron tus papas?
— Me los compré yo. No tengo papás.
—Todos tenemos papás, si no, ¿cómo naciste?
—Entonces, deben andar en algún lado.
— ¿Juegas mucho a los muñecos con tus amigos?
—No tengo amigos.
— ¿Y yo?
—Mmm, ya veremos.
—Entonces ¿jugamos? —Tardé en contestar. Por un lado, ya no me interesaba seguir con vida ni mucho menos jugar a los muñecos. Por otro lado, sentía pena por el niño. No quería que le pasara lo mismo que a mí.
—Está bien, pero dame unos minutos para salir.
—Sí. Te espero sentado en los escalones de tu entrada —dijo animado.
De alguna manera me había contagiado su energía. Cerré la ventana rápido para ir a arreglarme. Desde aquel día me levanté de la cama. Cuando me bañe, mi cuerpo olía como a las hortensias del patio. Cuando Salí de la casa, las montañas no eran blancas, eran amarillas como el oro, y cuando comencé caminar afuera, las hojas crujían bajo mis pies.
Yo me llamo Gabriel, tengo cuarenta años, mi pequeño sobrino se llama Iván y tiene siete años.
Todas las mañanas, el despertador que me dio, suena para despertarme con su ring ring. Ahora así lo llamo, Rin ring el reloj. Me levanto para irme a trabajar y hacer cosas productivas. Ya no me siento solo y todas las tardes juego con Iván, a quien yo llamo, bomboncito, por lo gordito que esta.
Cuando desperté esta mañana, vi que a mí alrededor no estaban mis cosas. No estaba el altar, los ahorros, el ropero y mucho menos los juguetes, solo estaba mi cama en la que había despertado. Me levanté para revisar el resto de la casa y estaba vacía; no sabía que había pasado. En la sala no había nada para sentarse. Entre a la cocina y no estaba la estufa, la mesa, la silla, ni los trastes, tampoco había gusanos ni moscas, comencé a sudar, el corazón me golpeaba y el cuerpo me temblaba. Caminaba de un lado a otro, no sabía qué hacer ni a quien preguntar. Pensé en preguntarles a mis abuelos, pero me daba pena y seguro que ni siquiera me responderían. Después, me acordé de Iván. Camine hacia la puerta, pero cuando intente abrir se había atorado. Comencé a patear la puerta con esperanza, pero parecía de concreto, no le hice ningún rasguño. Fui hacia la ventana, intente varias veces salir, pero estaba estrecha que me atoraba, después, caí de impotencia y comencé a llorar. Melancólico llore por varias horas, por varios días, y cuando ya no pude llorar más, me ahogue en los recuerdos, y cuando los recuerdos comenzaron a desvanecerse, grite sumido en la desesperación. El mundo se había olvido de mi.
—Papá, tengo dos días sin ver a mi tío. Ya le fui a tocar varias veces y no sale —dijo Iván
—Ya saldrá. Todos sabemos que tu tío es muy raro —Contesto José mientras veía un película de Pedro Infante sentado en la sala de su casa.
—Raro. No entiendo —Iván se rascaba la cabeza para comprender lo que su papa le decía.
—No le gusta socializar con los demás. Le gusta estar solo —Dijo el papa sin voltear a ver a su hijo.
— ¿Alguna vez te dijo que no le gusta socializar? —Contesto Iván.
—Ya no te preocupes. Ya saldrá.
Iván se fue a jugar al patio, pensaba que tal vez en algún momento saldría.
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Pasaron tres días y Gabriel parecía haber desaparecido, hasta que, en una reunión familiar en aquel patio donde Gabriel nunca fue invitado, su abuela Fernanda hizo un comentario.
— Huele raro. Como a perro muerto.
—Sí. Es verdad —dijo José, el papá de Iván—. Busquemos de donde viene ese olor.
La familia encontró el lugar de donde provenía aquel repugnante olor. Cuando tocaron a la puerta de la casa de Gabriel, nadie contesto. José tiró la puerta, cuando entro, se llevo las manos al rostro, había un cuerpo colgado del techo con un cable eléctrico. José no dejo entrar a nadie más. Comenzó a revisar la casa y encontró una carta junto al altar.
Hola, soy Gabriel.
Hoy decidí ponerle fin a mi soledad. Siento que vivo adentro de mi mente. Ya no sé cuando estoy soñando o estoy despierto. A veces creo que un niño viene a tocar mi ventana y me pide que juguemos a los muñecos. No sé si lo que estoy viendo es realidad o tal vez me estoy volviendo loco. En caso de que mi pequeño amigo exista, le dan por favor mis muñecos. Me despido de todos y aunque tal vez no les importe lo que le voy a decir, quiero que sepan que extrañare las voces de sus reuniones en el patio.
Gabriel fue encontrado ahorcado en su habitación. Sus familiares se enteraron de su muerte porque el cuerpo ya apestaba. Nadie lloró. La familia de Gabriel continúo haciendo reuniones en el patio. Gabriel a veces todavía los escucha reírse desde su habitación, aunque el ya no está con nosotros.
Iván juega todas las tardes con los muñecos de Gabriel. Y por las mañanas, el ring ring del reloj lo despierta para ir a la escuela y hacer cosas productivas.
Gabriel nunca se enteró de que su casa estaba vacía porqué el ya estaba muerto. Su sobrino nunca llenó el vacio de soledad que Gabriel sentía. Gabriel, esperaba a que un día su mamá regresara, pero en un día deprimente, decidió quitarse la vida.
A veces Gabriel se sienta junto a la ventana y aunque él no sabe que ya está muerto, espera a que algún día su amigo venga y haga aquel ruido con el que lo despertaba por las mañanas. —Toctoc, toctoc-
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