Tienes miedo. Sientes que tu cuerpo se disipa en el aire sombrío. Llevas unas cuantas horas observándolo con la mirada atormentada. Lloras. No puedes más. Nada parece real. 

Intentas mejorar tu pose. Tal vez eso te puede salvar. A lo mejor se interesa por tu mueca extraña. Le suplicas, jamás lo habías hecho antes. Le prometes que siempre estarás disponible. Dos lágrimas se alejan de ti hacia el suelo. 

Es de noche y la vista se le nubla. Los sonidos se extinguen, las luces se vacían. Lanzas un grito desesperado pero se pierde en el eco dormido del exterior.

La música que suena a lo lejos no endulza el ambiente extraño que te rodea. Aquí estás, viviendo del habito mientras está a punto de condenarte a una muerte fría y sin color. 

Te preguntas por qué los otros autorretratos no corrieron con tu suerte. No es una noche estrellada. Nunca habías temido por tu vida hasta que lo viste. Tiene la mirada átona y sin vida.

Cuando su pincel no regresa a los colores sientes un vacío. La silueta que te contornea se desdibuja. Poco a poco tus facciones se borran…

Es un espectáculo triste de observar. Vincent deposita un aliento melancólico sobre ti, sobre el lienzo. Tu esencia está hecha polvo.

Le vuelves a insistir. Arquea la ceja y vuelve a pasar su mano sobre ti. Los colores del cuadro van borrándose muy lentamente. 

Van Gogh lo decide, no se inspirará contigo. 

Estás adhiriéndote únicamente a lo que te mantiene con vida: su imaginación. Esta vez ya no sientes miedo a perder tu color, tienes miedo al olvido. El silencio te empuja a que creer que fuiste la base de una obra que ya no existe y que se perdió en su memoria. En una memoria gris.

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