1950 

Prólogo 

Difícilmente, en épocas modernas y contemporáneas, cambian las rutinas en las grande urbes que, día tras día, año tras año, décadas tras década, se hacen más y más grandes. Edificios más altos, con más cristales. Coches más lujosos e inútiles en calles llenas de tránsito. Trajes y demás cosas caras que visten los que trabajan en esas obras gigantes de cemento y metal.

O esa es la idea de ciudad que cierto tipo de gente tiene y que, desde cierto punto de vista, es un poco distante a la realidad. 

Aunque muchos lo duden, las grandes ciudades están vivas. Respiran y comen todo aquello que cae por sus infinitas bocas, drenaje urbano le hemos bautizado. 

En fin. 

Creo que ya sabemos a dónde va ésto, o quizá, sólo tal vez, no.

Comenzemos pues, con ésta historia que, a continuación, se relatará en los siguientes párrafos, hojas y capítulos.

Sin más preámbulo, aquí presento: 

1950

I Reunión. 

–… Y bien. ¿Ya tienes un adelanto?
–Sí. Bueno no. Es solamente un borrador. Son ideas sin conjetura aún.
–Bien. ¿De qué son esas ideas?
–Pues, sobre la modernidad de México… La ciudad de México. La llegada de los electrodomésticos. Se me hace interesante– un silencio siguió a continuación. El hombre delante suyo tenía el dedo índice y el de en medio sobre los labios, lentamente subía y bajaba el índice. La mirada reflejaba muchas dudas sobre lo que había dicho–. Es en la primera mitad del siglo XX. Con la gran publicidad de esos años, el boom de la modernidad y la posición de ser élite por tener un artefacto que lave en lugar de uno. Un hombre de clase media podía…
–¿Cuál es el salario para determinar a alguien «clase media»? ¿Media alta, media baja? ¿Cuál es el salario mínimo de esos años, si es que eso existía por esos años? ¿Cuál fue el primer electrodoméstico que llegó al país? ¿Se fabricaban aquí? ¿Quién? ¿En qué año?
–Bueno pues…
–No. Dime. ¿Por qué ese tema?
–Me llama mucho la atención. Tengo la imagen muy clara, en el clímax, de un hombre robándose un microondas por la crisis que atraviesa la ciudad por la falta de empleo y…
–¿Microondas?
–Sí…
–¿Cuándo se inventó el microondas?
–Yo… éste…–se quedó sin palabras. Su habla se había perdido un instante que pareció la misma eternidad en persona. Sus ojos se desviaron y recorrieron al hombre frente así. Tendría unos 56 años. Cabello chino, corto, color blanco. Ojos verdes y medianos, no tan grandes pero tampoco tan pequeños. Las bolsas de sus párpados lo hacían un poco intimidante. Vestía un traje color azul ultramar. Una corbata a rayas blancas y azules le daban un toque extraño de formalidad e informalidad. Sus dedos regordetes cubiertos de anillos buscaron un puro entre su saco. Lo tomó, prendió fuego, inhaló y después dio una exhalación lenta y con aires de decepción.
–Mira, si yo quisiera, podría editar y publicar todo lo que me dices. Haría que alguien lo transcribiera, quizá un dislexico para evitar altos costos, a la par que lo daría a precio bajo para que salga en exhibición y ganes algo de dinero. Pero no lo voy a hacer. Siempre he creído que la calidad es mejor a la cantidad. Que sea bañado en oro no significa que…
–Sea de oro.
–Exacto. Mira. Esto es lo que vamos a hacer. Sé que esto lo haces por el adelanto que me prometiste y que, claramente, no tienes. No te preocupes. Te lo daré de todas maneras, claro que no todo porque también fallaste. Si hubieras sido más claro y honesto, quizá te hubiera dado todo y un poco más. Me molesta cuando la gente quiere verme la cara o intenta adivinar mis intenciones. Solo lo haré porque sé que eres capaz de escribir algo realmente bueno. ¿Realmente te interesa éste tema?
–Sí, bueno… Un poco.
–Ya veo. Mira, existen demasiados temas. Ciencia ficción, romance, comedia, fantasía, etcétera etcétera. No elijas uno aún. Tómate tu tiempo y nos veremos aquí en… ¿Dos meses te parece bien?
–Me parece perfecto– esas últimas tres palabras realmente tardaron unos cuantos minutos en ser pronunciadas. Primero debía digerir todo aquello que escuchó del señor que tenía frente a él. El Señor Villavicencio, dueño de la editorial que promovía el talento urbano y, con un golpe de suerte y talento podría llegar a una editorial mucho más grande.

Ambos se levantaron de la mesa. El señor Villavicencio se fue en su auto último modelo, conducido por su chófer, obviamente, y nuestro escritor con un claro bloqueo de escritura, se fue caminando por las calles de la ciudad. Alejandro Dobleherre, era su nombre.

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