Ella acomodó su capa negra sobre sus hombros, colocó con su mano, algo delgada y estirada que contrastaba con el hermoso rostro, la máscara que eligió con cuidado. Con la otra mano, sujeto el cetro plateado que se alzaba majestuoso con su calavera de brillantes ojos. Dio pasos cortos, precisos por las estrechas calles atestadas de hombres y mujeres ataviados con máscaras diversas.
Sonrió para sus adentros sorprendiéndose de la majestuosidad que mostraban todos en aquellos cuatro días de desenfrenadas fiestas y desvaríos.
Pobres!!
Cuya cotidianidad era tan superflua que los llevaba a enmascarar aunque fuera por unos pocos días su banal, mísera y corta existencia. Se detuvo a observar un poco el aire del carnaval, no tenía ninguna prisa por encontrarlo. Sabía que él estaría allí.
Un poco más allá la máscara de la envidia y la codicia serpenteaban entre los asistentes en una danza frenética. Besando a unos acariciando a otros a su paso. Se unían en instantes bamboleando sus cuerpos en un baile sensual de eterno reconocimiento.
Pero ella jamás se dejaría tocar por esos dos, su ser estaba más allá de esas máscaras innobles y carnales. Recordó al sabio poeta: Vanidad de vanidades y todo le supo a eso…
Se rió interiormente del mundo, de sus personajes y de la mala propiedad que tenían de jugar siempre un doble rol. Siempre, a lo largo de sus tantos años, la ambivalencia había sido su fiel seguidora. Acaso también no era ella un poco ambigua desde que su padre la engendró con el sólo propósito de ejecutar aquel singular oficio.
Jugar, jugar… el doble símbolo de lo sagrado y lo profano. De la naturaleza mítica del hombre que busca sus bases en lo religioso y su tendencia a lo carnal y lo profano. Por eso el hombre amaba el carnaval porque allí podía dar rienda suelta a su desenfreno.
Se detuvo un poco y constató sus pensamientos. En aquel lugar se podía ver de todo bajo el claro de la luna. Hombres y mujeres con los rostros ocultos siendo lo que no son. Giro un poco atravesando el bullicio de las calles y se encontró con el diablo que la miró risueño, buscando tras su hermosa máscara la malicia de sus ojos. Ella le sonrió coqueta, tentadora… conocerá de sus sutiles intenciones.
Se encaminó hacia el callejón que daba a la plaza y al pasar observó a dos que no pudo diferenciar si eran hombre
o mujer. El uno se comía al otro ávidamente con su boca mientras sus manos se perdían en la entrepierna del que estaba apoyado en la pared. Fusión de cuerpos y pasiones…
Volvió a sentir el hálito leve que le indicaba el destino de aquellos dos. Conocedora, como era, del destino humano.
Siguió adelante, esos dos no le importaban, su destino era encontrarlo a él en aquella plaza. A él, a su enamorado eterno, su moreno apacible, de ojos negros. Se sorprendía un poco de la tanta atracción que sentía por aquel hombre soñador, poeta, solitario. Quizás fuera eso lo que la hacía sentir aquella aprensión al buscarlo pero esa noche él sería de ella. Aunque él no lo supiera aún.
La noche se sentía fría como fría eran sus manos sosteniendo el cetro, la máscara le molestaba un poco pues a ella le gustaba mostrarse tal como era en su máximo esplendor, a veces, pero en aquella ocasión le dio gusto jugar con la humanidad. Pasearse entre todos aquellos pobres seres sin ser reconocida.
La escena que tenía a su vista era digna de Dante, grotesca, infernal y llena de lujuria y obscenidad. Hacía rato que el desfile había terminado y sólo quedaba el desenfreno suelto y el diablo merodeando.
Se detuvo en la plaza y dejó vagar su mirada…Más allá, el tiempo la miró y le hizo una señal pero ella la ignoró a propósito. Todo tiene su tiempo pensó: tiempo de nacer y tiempo de morir…
En una esquina la máscara de la lujuria le mandó un beso humedeciendo con la punta su lengua sus sensuales labios al tiempo que dejaba salir una espléndida risa. Ella sabía que la había reconocido pero no le importó. Eran muchos los años lidiando con su desenfreno y tomando las estelas que dejaba a su paso.
Ella sólo lo quería a él…
Ya su frío cuerpo, más frío aún por la noche lo exigía en una inexplicable necesidad que la hacía tragar saliva sólo por la anticipación… Ya se sentía algo húmeda, más fría y más anticipada.
Sus pasos se hicieron algo más apresurado, se encontró envuelta en un torbellino de seres que danzaban frenéticamente entre besos, sexo, danza y muerte.
Giro, giro por la plaza su negra capa tocaba a cada paso rostros que se desdibujaban con su paso y cuyas caras se transfiguraban cuando, por error, ella los rozaba.
Descubrió, una vez más, la naturaleza profana del mundo carnavalesco, ambivalente. Descubrió al otro, a aquel cuyas oraciones la hacían reír hasta la saciedad pues su falsa veneración ahora transitaba en la mediocridad de la máscara que tenía y la cual no la engañaba. Prostituta profana y barata, de tetas ya flácidas de tantos manoseos…
Los enumero de uno en uno en su rápido e imperceptible paso… En aquel último día del carnaval.
Ella debía correr, correr más.
Era ese día y no otro que debía encontrarlo. Quizás en su fuero interno golpeó a quien no debía o adelanto el tiempo sin quererlo pero su necesidad de él lo sobrepasaba todo en aquella noche de fiestas y muertes.
Lo vio, su enamorado se desplazaba por la plaza tranquilo, sereno viéndolo todo como ella misma lo hacía minutos atrás. Ella se detuvo en un torbellino que levantó un frío que se extendió hasta él, lo supo al verlo abrazarse y levantar el cuello de su gabardina.
Se dijo para ella:
Sólo un poco, esperaré un poco y se deleitó en mirarlo. A lo lejos, sin imaginar siquiera que era observado, el joven poeta soñador y enamorado sintió el frío y se lo atribuyó a la noche, subió el cuello de su gabardina y busco a tientas su caja de cigarrillos. Encendió uno para apaciguar el frío y miró a su alrededor ajeno, por completo, a la que sería, en poco, su eterna enamorada.
Sintió una leve punzada del lado izquierdo y una taquicardia que se hizo eco en sus oídos, paso su mano cerca del corazón tratando de aliviar la molestia.
Hacía días que sentía ese malestar pero lo atribuyó a sus largas horas sin comer, dormir o descansar pues aquella obra que tenía en su cabeza se lo impedía.
Hoy había decidido salir en un afán por distraer un poco su aturdida mente y buscar en aquellas grotescas escenas carnavalescas, algo de inspiración.
Los dos caminaron un mismo sentido. Él, inconsciente de que ella lo esperaba ansiosamente ya. Otra punzada aguda lo golpeó más fuerte pero siguió andando.
Ella hizo una leve mueca de alegría y tristeza. De satisfacción y dolor pero ya los hilos del destino se habían roto. El malabarista ya no jugaría más con él quizás por cansancio de ver sufrir tanto al joven y solitario poeta. Camino decidida hacia él, absorbiendo su aroma y sus nobles sentimientos primero…
Él, al tiempo que sentía otra punzada más fuerte la miró de repente. Y pese al dolor la encontró hermosa, única y salvadora. Bastó sólo segundos para reconocerla, su amada tan íntimamente esperada.
Ella le sonrió triunfal y quitándose la hermosa máscara dejó ver su pálido rostro sonriente.
El la miró en silencio, resignado.
Ella le tendió su delgada mano…
_Ya es hora mi amado poeta le susurró encantada.
Y en medio de la plaza, el joven poeta le dio la mano a su añorada muerte. Mientras una danza de máscaras, risas y pasiones pasaban por su lado en el grotesco baile carnavalesco que es la vida…
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