La ciudad en la que había nacido era una ciudad sucia y decadente, con iglesias y catedrales suntuosas, avenidas anchas, de otra época, y demasiado ruido. La iglesia que más le gustaba era una basílica que se encontraba en la intersección de seis calles muy estrechas, colmadas a todas horas de cubos de basura derribados y desperdigadas bolsas que, ella pensaba, al menos alegraban la búsqueda de los mendigos. Por esa zona de la ciudad, era muy común ver a mendigos y a turistas.
La basílica era de estilo gótico y, según le había contado su padre, muchos siglos atrás, los griegos y los romanos utilizaron el edificio como tribunal. A sus ojos, su padre era un hombre culto, conocía muchos datos y los almacenaba en la memoria de una manera natural que a ella le asombraba. Sin embargo, sí que había algo que podía reprocharle al saber de su padre. A pesar de tanto conocimiento, en numerosas ocasiones, era incapaz de responderle a los detalles que a ella más le interesaban. Aún insistiendo, nunca fue capaz de contestarle, por ejemplo, qué era aquello que juzgaban los romanos o los griegos.

– Pues todo, hija, todo.
– Pero, ¿qué exactamente?
– Juzgaban lo condenable. Y ya no me preguntes más.

Cada miércoles le gustaba acompañar a su padre a comprar la fruta de la semana, porque sabía que antes de llegar a la tienda de Marcelo, pasarían por la basílica y su padre rezaría en cuclillas una oración rápida. Mientras, ella disfrutaría del silencio que, protegido por los altos techos y las imponentes puertas de madera, reinaba en su edificio favorito de la ciudad. Luego saldrían a la calle y darían un paseo cargados con las bolsas. Ella siempre se ponía los cascos e iba escuchando música hasta llegar a la casa. No soportaba escuchar la ciudad. En alguna ocasión -cuando su padre le apremiaba para que se diera prisa en arreglarse- se olvidaba los cascos en casa y entonces tenía que aguantar durante todo el trayecto de vuelta el insoportable pitido de los semáforos en los pasos de cebra para peatones.

– Es por los ciegos.- le decía su padre.
– ¿Y la señalización del suelo no es suficiente?
– También. Y ya no me preguntes más.
– Es muy molesto, papá.
Entendía que no era nada solidario decir eso pero odiaba el sonido del semáforo en verde.
– Tienes que aprender a ser más tolerante o acabarás como tu tía.

La hermana de su padre era muy mayor, tenía el pelo blanco, muchas arrugas y unas caderas anchas que afortunadamente no le habían dado hijos. La veía en navidades y en alguna celebración importante pero hacía tiempo que ya no pasaba por casa.

– Esa mujer no tiene nada que enseñar, le decía su padre a su madre.
– No seas tan grosero.
– Su falta de fe le hace tener esos comportamientos.
– Lo quieras o no, es tu hermana.

Las discusiones entre su madre y su padre eran numerosas y siempre empezaban por su tía y derivaban en otros asuntos. A diferencia de su padre, su madre era una persona vital y positiva. Quizás en exceso. Si hubieran disfrutado de su espíritu alegre más tiempo, a lo mejor su padre no habría envejecido tan reservado.
Otro de los momentos que más disfrutaba era los domingos cuando los dos desayunaban en el bar de Esther. En invierno, desayunaban dentro, en la barra, y en verano, en la terraza. Esther tenía la terraza peor situada del barrio, en una esquina entre dos calles muy concurridas, con tráfico constante. Si alguien podía quejarse de la contaminación, eran los clientes de Esther, que por cada sorbo de café se llevaban una buena bocanada de gas de tubo de escape. A pesar de los cascos y de la música, en esa esquina, los cláxones, las sirenas y demás disonancias de la ciudad se hacían escuchar lo quisieras o no.

– ¿Por qué crees que el ruido de las ambulancias es así de estridente? – le preguntaba a su padre siempre que alguna cruzaba por delante del bar.
– Para que los coches se aparten. Ahí dentro va un enfermo muy grave. Y ya no me preguntes más. – Y volvía a su periódico.

Ella sabía que ésa no era la verdadera razón. El sonido de las ambulancias lo habían inventado los hombres a modo de alerta. Era un «más te vale tener cuidado.” Para que nunca olvidarán, que algún día, más tarde o más temprano, su destino era morir. Ese sonido era el único que le parecía ciertamente pertinente dentro del espectro de sonidos molestos de la ciudad. La sirena de la ambulancia, a pesar de despertar cierta incomodidad, le parecía un sonido útil y necesario para todos los hombres. Mientras terminaba la tostada, sentía muchísimas ganas de compartir esos pensamientos con su padre pero acababa por callárselos. Sabía que ese tipo de reflexiones “estúpidas” le enfadaban. También había ciertas preguntas que le incomodaban más que otras y le encantaba preguntárselas cuando veía las noticias.

– ¿Para ti la muerte es el fin absoluto de todo, papá?
– Tienes que dejar de pensar.
– Dime.
– La muerte no es más que un paso más de la vida. Y ya no me preguntes más.

Otra pregunta que siempre aprovechaba para hacerle delante de la televisión era si de verdad no deseaba con todas sus fuerzas ser inmortal.

– ¿Para qué, hija? No ves como está el mundo.
– Ya pero siempre se puede cambiar. ¿No te gustaría cambiarlo?
– No. Y ya no me preguntes más.

Su padre era un hombre creyente y eso la reconfortaba. A ella no le gustaba rezar pero el saber que alguien velaba por su alma antes, y sobre todo, después de la muerte, la tranquilizaba.
Además, su padre rezaba con una serenidad amable, que le hacía pensar en todos aquellos sentimientos que debido a su edad todavía desconocía. Ansiaba la paz que parecía tener, era una paz triste, pero era paz al fin y al cabo. Deseaba que a medida que pasaran los años, y a diferencia de su tía a la que se la habían negado, la fe le fuera llegando. Sería una buena forma de acercarse a su padre.
Otras veces, en cambio, pensaba que la mejor manera de acercarse a él era que algo horrible les ocurriera como en aquel libro que había leído en el que, después de una actitud innoble en el colegio en el que impartía clases, un padre lo deja todo y se va a vivir con su hija, con la que apenas tiene relación. Todo se desarrolla en algún lugar en África, en una casa rodeada de perros desahuciados. En un momento, un grupo irrumpe violentamente destrozando la casa, quemándole la cara y violando a la hija. No recuerda si eso hace que padre e hija se distancien o se acerquen, pero cree que en ocasiones es necesario algo terriblemente horrible para unir a dos personas. Ni siquiera cuando su madre se fue y no volvió, fue tan horrible como para unirles.

Un miércoles, paseando de vuelta a casa, cargada con las bolsas de fruta, escuchó como una bomba explotar, un sonido de piedras y tierra caer contra el suelo, de caos y miedo, y un soplo de polvo llegó hasta ella y su padre. Vieron a gente correr y ellos correr a la vez ante la incertidumbre de semejante presente. Se preguntó si es que había llegado el fin del mundo, o si el hecho de no haber entrado ese día en la basílica podría haber causado alguna catástrofe misteriosa de la que eran responsables. El sonido de las sirenas y de las ambulancias empezó a llenar las estrechas calles. Su padre corría a su lado y ese camino que paseaban semanalmente ya era otro camino, distinto. Su padre no dejó de correr, con las manos enganchadas a la fruta. Corrieron hasta casa y se sentaron delante de la televisión. El ángel, uno de los obeliscos más conocidos de la ciudad, en la intersección de las seis calles frente a la basílica, se había derrumbado matando a un mendigo y tres turistas. Una cámara de fotos destrozada, unas zapatillas New Balance, -como las que le había pedido a su padre por su cumpleaños,- y una mochila, eran algunos de los elementos que aparecían en el televisor, rodeados de polvo y restos de siglo XVII. La presentadora hablaba de renovaciones, de andamios mal colocados, de un fallo humano pero ella no era capaz de entender porqué la ciudad tenía que ser siempre tan violenta o si es que el mundo era así, confuso y atroz, como esas partículas de las que un día le había escuchado hablar a su padre: las partículas fantasma, las más abundantes del cosmos, continuamente bombardeando el planeta Tierra. Su padre le habló de esas partículas cuando ella era muy pequeña pero no lo había olvidado porque nunca supo responderle por qué esas partículas tenían tanta afán en chocar contra la Tierra. Anhelaba preguntarle si se acordaba de esa historia pero le vio tan concentrado en el televisor que prefirió no decir nada. Además, poco a poco se iba haciendo a la idea de que había demasiadas cosas que nunca comprendería.
Estaba pensando en todo ello cuando sonó el teléfono. Su padre se apresuró a responder y estuvo mucho tiempo callado hasta que finalmente dijo “gracias. Te la paso.”
– Ponte. Es tu tía.

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