Hojas de fresno dorado

Hojas de fresno dorado

Claudia Diaz

06/05/2019

I got that summertime, summertime sadness

No es verano, pero esta noche de primavera invita a morir. Llevo meses imaginandolo, saboreando el momento sublime en que abandono esta vida y comienzo a respirar. Tengo un dolor que ahoga y no me permite ver más allá de estos brazos vacíos, de estos pechos llenos que esperan a alguien que ha llegado y ha partido. Con la muerte vendrá el alivio que me salvará de esta tristeza, me liberará de la culpa y me acercará a lo salvaje del instinto maternal. Los animales aman a sus crías y las protegen, distinguen el peligro, se sacrifican. Como animal decido morir y pagar esta carencia de instinto y de humanidad.

Huí de casa hace algunas horas. Preparé mis cosas tres noches atrás, cuando comenzó la luna llena y las primeras flores abrieron sus pétalos. Cuando escuché, por primera vez, esta canción que suena y destila dolor en cada una de sus notas. Sentí que debía ser la música de este final tan exquisito. El lugar estaba elegido desde hace mucho tiempo. Este fresno dorado será mi Gólgota, mi cruz. Un árbol distinto que no respeta los colores verdes o rosas de los que suelen vestirse los fresnos. Este dorado, casi perenne, se robó mis ojos desde la adolescencia., desde aquel momento en que fantaseaba con la necesidad de morir y llenar mi cuerpo de aire.

I got my red dress on tonight

No llevo un vestido rojo, jamás tuve uno. A mi cuerpo lo cubre apenas un viejo vestido gris, mojado por mis pechos y por mis lágrimas. Odio el rojo sobre mi piel, blanca, pálida y triste. Odio la sangre que esa tarde brotaba de mi útero y cubría mis piernas como un torrente brillante que no tenía fin.

Tranquila mamá, es normal.

Ella lloraba y se alejaba en unos brazos que no conocía, que no eran los míos.

Se la llevan para que esté bien, mamá tranquila, mamá no pasa nada, mamá todo estará bien. No grites mamá. Sedala y que duerma.

Las enfermeras sostenían mis manos e intentaban tranquilizarme pero yo no quería. Quería seguir gritando porque me dolía el cuerpo y me dolían los pechos y los ojos me sangraban. Porque se la llevaban sin que hubiese podido conocerla. Porque esperaba ese primer momento de madre e hija que deja marca para toda la vida, ese primer beso, la primera caricia. Ella no tuvo esa marca. Yo no tuve vida.

Abro mi bolso, lo dejo a los pies del árbol. Me siento al lado, cruzando las piernas. Apoyo las manos sobre las rodillas y cierro los ojos. La canción sigue repitiéndose con fuerza desde el fondo del bolsillo del frente, esa voz sublime me alienta a no abandonar. Busco la soga y la dejo a mi izquierda, tiene un poco más de tres metros. Es delgada pero deberá soportarme. Resistirá como está destinado, apretará mi cuello hasta que falte el oxígeno y, al fin, comience a respirar.

Ella debía llegar con las primeras flores pero se fue en la mitad del invierno. Aun me veo caminando por ese interminable pasillo del hospital, llevando ese cajoncito blanco a upa, tan liviano, tan pequeño. Rezando para que este vacío, para que todo sea un mal sueño. Cerraba los ojos, los abría una y otra vez y miraba mis brazos, como si esperara que algún tipo de magia transformara ese trozo de madera brillante en un ser con vida, envuelto en una manta rosa con flores verdes, con un simpático gorro de conejitos perfumado por la primavera. Recuerdo que llovía como si el cielo, desconsolado, regara el aire con esas lágrimas que no podían brotar de mis ojos. El cielo se hacía carne del dolor que me partía por dentro, un dolor mecánico que me obligaba a mover los pies y a sostener el cajón en brazos, y a nada más. Dejé el cajoncito en la entrada del cementerio, en una sala con una mesa, una silla y un velador. Rodeada de silencio y de humedad. Y de una tristeza infinita.

Alguien me abrazó y me dijo que lo sentía. Que hay cosas que solo suceden y no tiene sentido buscar respuestas. Pero yo no quería respuestas, quería a mi hija conmigo. Que sus deditos se entrelazaran en mis manos, que sus ojos atravesaran los míos. Verla jugar, crecer. Que me salvara de este destino y me diera la posibilidad de escapar de ese llamado, al que hoy me entrego, sin resistirme.

Me quito las zapatillas. Quiero que me encuentren con los pies desnudos. Debí buscar un vestido largo y blanco como esos de fiestas, con un gran chal azul sobre los hombros. No quiero que la noche enfríe mi cuerpo y me convierta en un triste cadáver gris. Debí pensar en eso. Puede que pasen meses o años hasta que alguien descubra este cuerpo oscilante. Las moscas y las alimañas vendrán a mí, en un festín de carne y putrefacción

Hago el nudo, lo mido, es perfecto. Aprendí a hacer nudos viendo a mi hermano, mi única familia. Él eligió colgarse en el sauce del patio de la abuela. Un sauce llorón, de ramas largas y hojas tristes que tocaban el suelo. Una vez escribimos nuestros nombres en ese sauce. Siempre supe que deseaba que abandonáramos juntos esta vida, pero mi niñez me decía que debía esperar. Sabía que morir era algo importante y quería sentir el llamado, esa necesidad impostergable que grita desde lo inconsciente.

Me levanto, cruzo la soga por una rama baja. Mi escaso metro cincuenta no permite que llegue más lejos, allá, a lo alto de la copa donde la luna ilumina las hojas y las hace brillar. Busco donde apoyar los pies antes de dar el salto. Las raíces salen hacia el exterior, son nudosas, ásperas. Denotan años y erosión. Son perfectas. Mi rostro luce como estas raíces.

Miro al cielo. Pido a mi hermano que venga a buscarme.

Cierro los ojos, sé que moriré feliz esta noche. Alejo el pie derecho de la raíz mientras el izquierdo me mantiene aún con vida. Me deslizo moviendo los dedos, apenas apoyados. Mi cuello ya percibe la presión de la soga.

Una hoja del fresno cae sobre mi nariz. La copa del árbol se ha despertado y las hojas comienzan a cubrirme. Caen una tras otra, como una lluvia copiosa de primavera, indicando que ha llegado el momento.

Nothing scares me anymore… (one, two, three, four)

He dejado el miedo a los pies de mi hija. He oído el llamado que tanto esperada. He descubierto que mi único destino siempre ha sido entregarme a la muerte.

Alejo mi pie izquierdo hasta suspenderlo en el aire. La soga aprieta, siento como arde mi piel.

Aprieta. Arde.

Aprieta. Tensa. Ahoga.

Aprieta. No cede.

Respiro.

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