Era un día perfecto para el olvido.

El mundo había amanecido en una mañana normal, como tantas otras. Pronto, sonaron miles de despertadores. Miles de caras soñolientas optaron por aporrearlos, aun a sabiendas de que no podían quedarse ni un minuto más en la cama. Miles de personas salieron a la calle sin haber tomado nada más que un café rápido porque hacía tiempo que se habían instalado en la prisa. Nada fuera de la rutina, ni siquiera el cielo: ni muy soleado ni con muchas nubes, prometía no sorprender a nadie con una lluvia torrencial ni con un calor de mil demonios, de manera que todos aquellos que ya habían empezado su mañana pudieran continuar con su vida sin sobresaltos.

Apenas tenían tiempo para recordar. A lo largo de los siglos, habían perdido muchas cosas importantes, demasiadas, por su obsesión de vivir una vida de rapidez en la que quemar cada minuto, cada segundo, hasta que ya no les quedara nada.

Desde la cornisa de un edificio, Zeus negó con la cabeza mientras observaba el ir y venir de los mortales debajo de él. Si supieran todo lo que estaba en sus manos sin que ellos fueran conscientes…

Para qué engañarse. Probablemente, les daría igual. Su prisa seguiría siendo prioritaria porque, al fin y al cabo, eran breves suspiros en el devenir de una existencia que les quedaba demasiado grande.

Miró al cielo. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero no podía detenerse. Por mucho que fuera un día más para los mortales, uno de tantos otros, no era así para los dioses. Echó una última ojeada a la gente bajo sus pies y decidió ponerse en marcha. Sentía que debía hacer acto de presencia en el suceso que pronto iba a tener lugar.

Cuando se marchó de allí, el mundo siguió su curso, ajeno a todo lo demás.

***

Para cuando llegó a la gruta, algunos de los dioses ya estaban allí, aunque no tantos como esperaba. Esbozó una media sonrisa triste mientras se internaba en la penumbra para unirse con ellos. No culpaba a los ausentes, a ninguno. La consciencia de que uno podía desaparecer para siempre tarde o temprano no era agradable y muchos preferían olvidarla.

Él no. Al principio, cuando todo había comenzado, había intentado convencerse a sí mismo de que estaba a salvo, de que lo que a otros les hacía daño a él jamás le afectaría. Pero terminó por percatarse de que la realidad era muy diferente, por mucho que intentara ocultarla.

Por eso había comenzado a asistir a aquellas reuniones. A decir verdad, no solucionaban los problemas a los que los dioses tenían que enfrentarse y tampoco ofrecían nuevas esperanzas. No obstante, cuando se rodeaba de otros como él, con sus mismas preocupaciones independientemente de su lugar de origen, se sentía… en paz. O, al menos, se cercioraba de que no estaba solo.

Cuando por fin se acercó a sus compañeros, ninguno de ellos lo saludó. Ni la gigantesca serpiente emplumada cuyo nombre era demasiado largo —y demasiado ajeno para él— como para recordarlo, por muchos siglos que pasaran, ni la mujer rubia de las tierras del norte —¿Freya?— que, desde hacía mucho tiempo, sólo era capaz de exhibir un gesto de preocupación, ni siquiera la musa, la única de los suyos que se había presentado allí, que se acurrucaba en uno de los rincones como si de esa forma estuviera más protegida.

Y, mucho menos, la pequeña diosa envuelta en pieles que se había instalado sobre el lomo de la serpiente, con los ojos cerrados. Apenas podía distinguir su silueta, de contornos borrosos. Se mordió el labio. Eso sólo podía significar…

—Se está muriendo —susurró la musa cuando Zeus se sentó junto a ella—. La última persona que la recuerda.

Él asintió, pero no dijo nada. Las palabras estaban de más. Al principio, cuando aquellas reuniones eran menos frecuentes y estaban más concurridas, los dioses hablaban entre sí —o lo intentaban—, se dedicaban palabras de consuelo, se despedían de quien estuviera a punto de ser olvidado. En los últimos tiempos, sin embargo, los pocos que seguían acudiendo se habían instalado en el silencio. Era mucho mejor que todo lo que pudieran decir.

Al fin y al cabo, ¿qué alivio podían ofrecer si el olvido se los llevaba para siempre?

Zeus se mantuvo en el rincón, junto a la musa, y se limitó a esperar. Freya, por su parte, subió al lomo de la serpiente emplumada para agarrar la mano de la diosa de las pieles, aunque lo único que pudo tocar fue una suerte de bruma evanescente. Ella esbozó una sonrisa apenas insinuada y abrió los ojos para mirarla. Después, se volvió hacia Zeus y la musa e inclinó la cabeza.

Apenas unos segundos más tarde, todo terminó. Su silueta borrosa, de repente, se disipó como una niebla y no quedó nada, sólo silencio. Al menos, había sido rápido. Otras veces, la agonía se alargaba durante horas, mientras el mortal en cuestión luchaba con denuedo contra la muerte, ajeno a todo lo que sucedía en aquella gruta.

Freya se quedó inmóvil unos instantes. Luego, murmuró algo que nadie pudo oír, bajó con cuidado del lomo de la serpiente y se encaminó hacia la salida sin más ceremonias. El gigantesco reptil la siguió poco después. Zeus había coincidido con él en otras ocasiones, pero nunca lo había visto tan gris. Sus plumas y sus escamas, brillantes en otro tiempo, cada vez se veían más deslucidas. La serpiente reptó hacia la salida con lentitud, como si tuviera miedo de salir al exterior por lo que pudiera encontrar allí…

O como si se hubiera percatado de que, en realidad, no servía de nada abandonar la gruta porque, tarde o temprano, iba a volver.

Zeus exhaló un suspiro y se puso en pie, dispuesto a marcharse cuanto antes. Tenía la sensación de que se había creado un vacío incómodo y antinatural en la gruta, una nada que no tendría que estar allí. La musa, a su lado, lo imitó. Sin embargo, antes de salir, se detuvo en el lugar que, momentos antes, habían ocupado la serpiente y la diosa desaparecida y entonó un canto.

Su voz, majestuosa en otros tiempos, sonó ahora empequeñecida, como cuando se le confía un secreto a alguien o se le hace una promesa imposible de cumplir. A pesar de todo, consiguió que, por un momento, la ausencia que había dejado la diosa de las pieles tras de sí se llenara de hermosura. Para cuando terminó su canto, en el ambiente de la gruta sólo quedaba un poso de melancolía.

Fue entonces cuando se volvió hacia Zeus. A pesar de sus ganas de alejarse de aquel lugar, se había quedado inmóvil, hechizado por la canción. La musa lo miró y dijo:

—Creo que es hora de marcharnos.

Al igual que las demás divinidades, se dirigió hacia la salida sin mirar atrás. Zeus sacudió la cabeza y la siguió.

Se preguntó en silencio cuándo sería la próxima vez que acudiría allí… Y quién sería el sustituto de la diosa de las pieles.

***

—¿Tus hermanas ya no te acompañan a estas… reuniones, Calíope?

La musa negó con la cabeza. Ambos se habían instalado en la cornisa de un edificio muy alto. A sus pies, el frenesí de mortales que había imperado a lo largo del día iba calmándose poco a poco con la caída de la tarde.

—Se cansaron de entonar cantos fúnebres. Y bueno, supongo que a nadie le gusta ser consciente de que puede desaparecer.

Zeus asintió. Recordaba cuando los humanos se habían referido a ellos como los inmortales, sin saber que el destino de los propios dioses estaba en las manos de quienes les habían dado vida según sus deseos y preocupaciones. Habían sido buenos tiempos. Él, el soberano de los dioses, se había sentido invencible, había creído que los mortales eran tan solo un juguete en sus manos.

Juguetes que le ofrecían sacrificios y celebraban fiestas en su honor. Que lo veneraban.

Había sido tan necio…

—¿En qué nos hemos equivocado, Calíope? —La musa lo miró y enarcó una ceja—. No sé. Podríamos haber hecho algo más para que siguieran rindiéndonos culto. Ofrecerles un libro sagrado, tal vez. A algunos les ha funcionado.

Por toda respuesta, ella rio una carcajada llena de amargura.

—No lo creo. Supongo que es nuestro destino. Las cosas van y vienen —dijo, y señaló a los pocos seres humanos que aún quedaban en la calle—, como ellos. Nosotros no somos una excepción.

Se puso en pie. Soplaba un viento suave de finales de primavera, lleno de promesas para los mortales. Para los inmortales, sin embargo, no tenía nada.

—De todas formas, somos afortunados. A muchos de nosotros aún nos recuerdan. No nos rinden culto, cierto, pero saben quiénes somos. Aparecemos en sus libros, en su pintura, en su música. —Se encogió de hombros—. Mientras nos quede aliento, mis hermanas y yo haremos lo que podamos para que la situación no cambie.

«Y no caer en el olvido», parecía querer añadir, pero guardó silencio. Se despidió con un breve adiós y dejó a Zeus allí, en la cornisa, con el mundo a sus pies. Un día había poseído gran parte. Ahora, ¿qué le quedaba?

A pesar de las palabras de la musa, nadie podía asegurarle que todas esas páginas, canciones y cuadros en los que aparecía no fueran a desaparecer del todo. Tal vez fuera poco probable, pero no imposible. A algunos les había ocurrido y él, a lo largo de su existencia, había visto desvanecerse muchas cosas que se le habían antojado inmortales.

En fin. Tendría que seguir viviendo en la incertidumbre. Lo único que sabía con certeza es que deseaba que la próxima reunión en la gruta tuviera lugar dentro de mucho… Y no ser el olvidado.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS