Ana abrió los ojos de golpe. Algo no iba bien

La luz atravesó los ventanales. No, pensó Ana y levantó la cabeza de la almohada. Aquella no era su habitación. Se incorporó despacio y dejó caer los pies fuera del colchón. Aquella no era su cama. Sus dedos se hundieron en el pelo largo y espeso de la alfombra que tampoco le pertenecía. Se aferró a una esquina de la sábana, la otra parte estaba ocupada por el peso de un hombre que yacía dormido a su espalda; no hacía falta volverse, su lento y suave ronquido le delataba. Ana se cubrió los pechos desnudos.

—¿Qué has hecho? —se dijo desorientada.

—Tranquila, no has hecho nada. Aclara primero tus pensamientos y respira con calma —dijo la voz de su conciencia.

Ana hizo caso y se dio un momento. Intentó respirar con normalidad.

La música de la noche anterior era ensordecedora. Ella no dejaba de saltar, mover los pies, las caderas y subir los brazos. La multitud la rodeaba, dominados por un ritmo atropellado y sin control bajo docenas de focos multicolores. En su mano sostenía un vaso de «Whisky-Cola», que su acompañante procuraba llenar cada vez que se le vaciaba. Mientras lo hacía, ella reía a carcajadas. Aquel tipo la reconfortaba. Era alto, guapo, de sonrisa amable y radiante. La abrazaba, la besaba y ella se dejaba.

—¡Mierda! —La cara de su marido le vino al presente—. Mateo no me lo perdonará.

—Date unos segundos más, Ana, por favor —le dijo su conciencia.

Como respuesta soltó un par de tacos. ¿Que se tomara unos segundos más? ¿Por qué no la avisó antes de perder de tal forma el control? Una buena conciencia no daba explicaciones; una conciencia actuaba con rapidez antes de que el mal fuera cometido, ¿no había sido concebida para eso? Saltó de la cama y corrió de puntillas hacia el cuarto de baño. Por el camino recogió su falda, sus tacones.

—¿Haciendo caso omiso a mis consejos, Ana?

—Ahora no tengo tiempo para ti. Después de lo que he hecho, cosa que tú no has evitado, quiero irme a casa.

Abrió la puerta del baño y cerró tras de sí, como si con ello conciencia pudiera quedarse afuera.

—¿Quieres librarte de mí?

—Lo que quiero es que te calles.

Volvió a intentar respirar con normalidad, esta vez le temblaba todo el cuerpo. Solo tenía que darse una ducha, vestirse y salir de allí. Una vez en casa hallaría la forma de explicarle todo a su marido. Encontraría la manera de que comprendiera. Mateo la amaba.

—¿Puedes atenderme un momento? —interrumpió conciencia.

¿Y si le contaba a Mateo la verdad? No. No podía hacer eso. Una vez leyó que la decepción es uno de los principales motivos por los que se destruye el amor. ¿Entonces? La respuesta era simple; había que ocultárselo. Nadie tendría por qué enterarse. Le diría algo así como que se quedó dormida en casa de Marta, que tomó un par de copas de más, y que al sentirse embriagada temió coger el coche…

—¿En serio le dirás todo eso? ¡Por el amor de Dios, Ana!

—¡Oh, cállate! —dijo, acercándose al espejo para encararla—. ¿Ahora qué quieres? ¿Comenzar con el jueguecito de la tortura? Estoy ideando un plan para salvarnos el culo.

—Pero ¿no te das cuenta de que está hablando por ti no eres tú, sino la histeria? ¿Puedes escucharme a mí y dejar que te explique un momento?

—No recuerdo que anoche lo hicieras.

—Porque no hacía falta.

—¿Que no hacía falta? ¡Eres mi conciencia! ¡Le he sido infiel a Mateo! —Ana tiró la falda y los zapatos al suelo y se llevó ambas manos a los lados de la cabeza.

—¡Acaba con el drama un momento, por favor!

—¿Drama? No hay vuelta atrás, no tengo una máquina del tiempo, tengo que ser consecuente con los hechos y…

—Estás hiperventilando. Si me dieras unos minutos antes de que pierdas el conocimiento nos haríamos un gran favor a las dos.

—¡Nena! —Dos golpes en la puerta. Silencio. Un sonoro suspiro. Una voz profunda—. ¿Está todo bien ahí dentro?

—Todo bien. Quiero darme una ducha rápida y volver a mi casa.

—No tenemos prisa, hemos pagado para quedarnos la noche y el resto del día.

—Oh no, gracias, has sido muy amable, pero me encantaría volver a mi casa.

Conciencia se rio y susurró: «Vuelves a liarlo todo».

—Todo esto es culpa tuya.

Ana entró en la ducha y corrió la cortina como si con ese movimiento también pudiera dejar de oír de alguna forma a conciencia.

—Cómo te gusta echarle la culpa a los demás, ¿eh, Ana? Ahí está tu problema. Eres tú quién actúa como una ciega histérica que ni siquiera es capaz de ver qué es lo que le pasa. Una paranoica que parlotea sin permitir que nadie más hable. Una sorda que impide que la voz de su conciencia haga su labor: aconsejarte. Lo hago lo mejor que puedo, aunque confieso que es todo un desafío dado que la lógica aquí dentro no fluye como debe por esta cabecita tuya.

—¡Oye, sin insultar!

—Qué lástima que no exista forma de poder estrangularte.

—¡Genial! ¡Ahora mi conciencia quiere matarme! ¿Qué te parece si me dejas un rato a solas y en paz?

—¿A solas? ¿En paz? ¿Hola? Estoy pegada a ti, pedazo de estúpida. Vivo en tu cerebro, si se le puede llamar así a esto.

—Qué fácil es echarle la culpa a la histeria, ¿verdad? En vez de hacer tu trabajo bien.

—Por mucho que te explique que…

—¡Déjalo, que no te escucho! —dijo. Al salir de la ducha se llevó consigo un par de anillas de la cortina por delante—. Pensándolo mejor, prefiero la voz de histeria, así que dejemos que hable ella.

—Hace tiempo que lo hace.

—¿Sabes cuál es el problema? El problema es que no puedo contigo. Quiero a otra conciencia.

—¡¿Qué?!

—Nena, ¿estás bien? —Dos golpes nuevos en la puerta.

—¡Oye, chico, esto ha sido un error, no debí pasar la noche contigo!

—De acuerdo, pero te llevo a casa.

—Deja que él te lleve —susurró conciencia.

—¡No! —Gritó y abrió la puerta. Caminó hacia su sujetador, braga y camiseta. De refilón se fijó en los pantalones grises ejecutivos del chico, y cómo se metía las manos en los bolsillos, como si con ese gesto quisiera darle algún tipo de espacio.

—Esto se nos está yendo de las manos, Ana —la recriminó conciencia.

Cogió su bolso, las llaves del coche y sin mirar atrás salió dando un portazo. En cuánto llegó a casa, notó que algo no iba bien… Entró en la cocina, llenó la tetera y la puso al fuego.

—Mateo no está, ¿habrá salido a buscarme?

La puerta de la cocina se abrió. Apareció un chico con la cara desencajada, la corbata mal anudada y los pantalones grises ejecutivos. El chico se metió las manos en los bolsillos. Ana rompió a llorar. Mateo corrió hacia ella y la abrazó fuerte.

—Dios mío, Mateo, necesito ayuda.

—Estoy aquí. La buscaremos.

—Ay, cariño, escúchame —susurró conciencia— Histeria debe desaparecer

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