Mi cerebro se funde al ritmo de los agónicos hielos de la bebida. Los observo dejar de ser, convertirse en parte de un mar negro y etílico. Se deshacen por el efecto de mi mirada. La verdad es que no es así, pero me gusta fantasear con que tengo el control sobre algo en esta vida. Aunque sea sobre unos sucios hielos condenados a la muerte líquida. O al renacimiento líquido. No saco nada en claro más allá de que la vida sería mucho más fácil si pudiera ser hielo y luego agua y luego vapor y luego nada.

La música es mala. Lo sé porque la gente baila sin bailar. Su cuerpos se contornean tímidamente, como palmeras perezosas un día de vientos suaves. No solo es mala, también suena demasiado alta. Imposibilita cualquier conversación. Lo más parecido son intercambios de gritos a la oreja, rupestres y demasiado crudos para considerarse humanos. En mi rincón del comedor, nadie me grita al oído porque nadie me presta atención. No lo he dicho, pero esta fiesta es en una casa. No sé de quién, pero en una casa. Hay fotos de personas mayores -quizás ya muertas, quizás no- en vitrinas impolutas, un armario decimonónico tan fuera de lugar como yo, dos sofás atestados de rostros llenos de acné y manos demasiado largas, una luz de techo que recuerda a una araña dormida -o despierta, nunca sabes si una araña duerme o no- y vacío, un gran vacío que lo envuelve todo con frialdad. Me temo que soy el único que lo percibe.

He venido aquí con Fran. No es mi amigo, ni yo el suyo. Lo fingimos. Tengo coche y lo llevo a todos lados, de ahí su interés en mi persona. Yo hacia él no siento camaradería. Lealtad, ninguna tampoco. Ando con él simplemente porque habla mucho. Fran no calla jamás. Y cuando habla, no pienso. Fran es la mejor forma de huir de mi mismo. De mi cabeza. De mis miedos. De mi miedo. De ese miedo. El miedo al silencio de mi hermana. Ese terrible silencio. Antes ella hablaba tanto como Fran. Antes. Los hielos se han fundido completamente y ahora existen y no existen a la vez, como un sueño al despertar.

Como si mis reflexiones tuvieran la capacidad de invocar formas, Fran entra en el comedor de la mano de una chica. Tiene nuestra edad, unos veinte años. A lo mejor uno o dos menos. Es rubia como una cerveza al sol. Ella tontea, Fran más bien amusga. Es un toro y parece un toro. En lo ancho de sus hombros hay espacio para una plaga de langostas. Tiene mucho éxito con las chicas. También eso le gusta de mi, jamás hago ademán de interponerme entre él y sus potenciales conquistas. No hablo con chicas. Si me miran, ardo. Si me rozan, el silencio de mi hermana estalla en mis sienes. Y fundido a negro.

Fran me ve. Como si fuera un autómata, levanto mi copa para saludar. Fran me devuelve el saludo, igual que la chica. Colapso. Bajo el brazo tan rápido que la mitad de la bebida se derrama por el suelo de parqué. Ahí yacen ahora los pretéritos hielos. Fran se ríe y tras unas palabras cómplices -y gritadas- con la chica, viene hacia mi sonriente. No comprendo las sonrisas. Es decir, sé qué son, pero no sé para qué son. Cuando Fran llega a mi, circunvala mi cuello con su brazo y acerca muchos nuestras caras. Tiene aliento de dragón, está claramente borracho. Dispara vocales arrastradas y consonantes cóncavas de modo bastante inconexo, aunque puedo entender a grandes rasgos el mensaje que quiere transmitirme su cerebro ebrio. Necesita el coche para intimar con la chica rubia. No tiene carné de conducir, así que me pide que les lleve hasta un lugar apartado y luego espere unos minutos fuera del coche hasta que ellos terminen. Es humillante, pero no me parece mal. Nada me parece mal, a decir verdad. Excepto el silencio de mi hermana. Ya no me acuerdo de cómo sonaban sus risotadas.

Salimos de aquella casa a toda prisa, ellos con ganas de más y yo con ganas de menos. No puedo evitar fijarme en como los dedos de Fran y de la chica se entremezclan con delicado deseo; me recuerdan a un nido de serpientes. Se montan en los asientos de atrás y yo arranco el coche. Nos alejamos de la casa -cada vez más pequeña, más pequeña, más pequeña en el retrovisor, como un recuerdo cayendo en el olvido- y conduzco sin brújula. La carretera no está iluminada, así que solo veo hasta donde llega la luz de los focos delanteros de mi coche. Es como estar en el ojo de un huracán negro. Detrás, Fran y la chica ríen al murmurarse palabras al oído y se besan con pasión. Ella está más recatada y de vez en cuando aparta las manos exploradoras de Fran; él no cesa en el empeño de acariciar sus secretos.

Me desvío por una senda terriza que escapa de la carretera principal. El traqueteo del coche aumenta y pronto me doy cuenta de que estamos subiendo. La pronunciada pista lleva hasta lo alto de un risco; a lado y lado del camino decenas de árboles se agolpan como si fueran espectadores de una carrera ciclista. Cuando se me hace insoportable seguir siendo testimonio de la lucha entre lujuria y decencia de esos dos, freno el coche en medio de la pendiente y clavo el freno de mano. No estamos en lo alto del peñasco, pero sí lo suficientemente alejados de la civilización. Que hagan lo que tengan que hacer. Yo esperaré en la oscuridad, tragado por las sombras del bosque.

Salgo del coche sin mediar palabra. Ellos tampoco me dicen nada a mi. Camino diez pasos y recuesto mi espalda contra un árbol. Su corteza irregular son mil pequeños puñales recorriendo la vereda de mi columna vertebral. No hace frío, lo cual me disgusta. El calor siempre me hizo pensar en los veranos soñados que jamás viví. Todo está en completa calma. Los grillos no tejen esta noche; el viento no azota las ramas; los búhos no baten sus alas. Silencio. La mano me empieza a temblar un poco cuando levanto la mirada y la Luna tiene la cara de mi hermana. Un grupo de nubes grises amenazan con cubrirla. Tienen la forma del chacal que un día fue nuestro padrastro.

El silencio se quiebra cuando el amortiguamiento del coche empieza a saltar arriba y abajo rítimicamente. Su agudo gruñido no es el único sonido que se escucha. Del interior del vehículo emanan dos voces. Una es gutural, primitiva, nacida de lo más hondo del cuello; la otra es sedosa y suena como un río en la lejanía. Mientras que la primera voz se mantiene firme e inalterable, la segunda va metamorfoseando. Cada vez suena más fuerte y entrecortada; de un murmullo largo pasa a ser un continuo de gemidos intermitentes y, en ocasiones, desesperados. La mano me tiembla más y mi párpado derecho late descontroladamente. ¿Son eso gritos de placer? ¿O son de auxilio? Me siento incapaz de discernir si la chica está disfrutando o suplicando ayuda para escapar de las garras de Fran. Sin darme cuenta, abrazo el árbol donde estaba recostado, como si fuera mamá. Los gritos aumentan de intensidad y en el pecho una fuente de arcadas se abre paso hasta la punta de mi lengua. ¿En el interior del coche se está desatando un temporal de placer o de pánico? Mi cerebro intenta responder a esa pregunta mientras el oxígeno se desvanece en el éter. Me falta el aire, mi boca desgarrada aúlla sin emitir sonido alguno. Cuando los gritos del coche -son de dos bestias, deben ser de dos bestias- galopan por cada una de las venas de mi cuerpo y amenazan con hacer detonar mi corazón, decido que todo acabó.

Como una alma penante me alejo el árbol en dirección al coche. Arrastro los pies como si mis tobillos fueran presa de grilletes. Mis ojos huelen y mi nariz escucha, así de desubicado estoy. Abro la puerta del conductor; los gritos suenan primero a más decibelios y después cesan. Fran me increpa, o eso creo. No les miro, aunque por el rabillo del ojo atisbo una única unidad de carne. No hay fronteras entre ellos, son un cuerpo. ¿Ella llora? Quizás soy yo. No distingo formas ni identidades. Con la mano voy palpando el asiento hasta acariciar mi objetivo: el freno de mano. Lo quito y con un paso rápido hacia atrás salgo del coche. Vuelven los gritos. Ahora sí que los identifico. Son de miedo. El coche cae pendiente abajo, empeñado en no desobedecer la ley de la gravedad. Nada ni nadie quebrantó jamás esa ley.

Los gritos de Fran y la chica se van apagando. La noche se los traga. Escucho un impacto fuerte. Un árbol debe haber detenido su avance sin ningún tipo de misericordia. Se apaga mi ansiedad. La colisión debe haber destrozado el coche; su claxon suena sin parar, invadiendo el aire de aquí hasta los inframundos. Los gritos suplicantes de la chica rubia no existen y a la vez tampoco hay silencio. Es maravilloso.

Allí, en aquella tierra de tinieblas, me fundo como un hielo. Mientras me torno en líquido -a lo mejor soy una lágrima-, un momento de paz. Es efímero como el beso de una ola. Se evapora cuando el claxon deja de sonar. Vuelve el silencio. Me estrangula. Fran no está. La chica no está. Sus gritos no están. Todo me abandona. Todo a excepción de ese maldito silencio.

Pienso en mi hermana y no muero, pero tampoco vivo.

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