Fue en una tarde nublada cuando primero la encontré. El día había sido inusualmente caluroso previo a ello. Un bochorno se sentía elevarse desde el suelo y todas las plantas y árboles que cubrían el bosque – especialmente en aquella región tan cercana al lago a la cual me había mudado semanas antes, buscando un lugar tranquilo y reservado. La rutina citadina ha sido siempre una en la que no encajase; y la idea de un lugar alejado de todo ese bullicio sin sentido de la modernidad, se había vuelto lo suficiente coqueta para hacerme de aquella cabaña en el bosque de la Colina Perdida. Varias veces me había preguntado la razón de llamarse así, pero nunca había hallado una. Nunca, claro, antes de encontrarla a ella. Si tan sólo hubiese sabido todo aquello que depararía el bosque de la Colina Perdida, ¡nunca habría llamado la rutina citadina movida y extraña! Esto no debe suponer ninguna protesta. En todo caso, sería lo contrario; y no creo haberlo querido de otra forma. Pero, como el punto detonante de todo lo que ocurriría en la Colina Perdida, esto no es sobre mí, sino ella – la princesa descalza.

No le concedo este nombre sin razón. Fue precisamente a causa de ello que la conocí la primera vez. Como he dicho ya, fue en la tarde nublada de un día caluroso que la encontré. No aguantando el clima casi vaporizado, decidí salir a dar una caminata con la intención de refrescarme y hallé un placentero sitio bajo la sombra de un frondoso y viejo árbol que quedaba frente al lago. Me senté a disfrutar del lugar más fresco a los alrededores y concilié un rato de sueño, en el cual el clima se convirtiese de soleado y caluroso a nublado y brumoso – señal de que una lluvia estaba próxima.

El viento, ahora frío, sopló en mi rostro, agitando mi cabello y mis párpados reaccionaron. Mas no fue el lago lo que apareció primero delante mío, sino la confundida figura de una joven pelirroja en vestido blanco, sólo mirándome detenida y atentamente y preguntándome, tan pronto como mis párpados se abrieron:

—¿Has visto mis zapatos?

De entre todas las preguntas que recorrieron mi mente en el segundo que me tomó contemplar su figura, vestida con un vestido blanco de manga larga, pero que le caía apenas por encima de las rodillas, realicé la más estúpida:

—¿Ah?

—Mis zapatos —dijo—. ¿Los ha visto? Hacía calor y me metí a chapotear en el lago y ahora no los encuentro. ¡Creí dejarlos en la arena!

Su rostro de piel clara, pero cubierto de numerosas pecas y acompañado de un cabello pelirrojo que caía suelto hasta por encima de sus hombros, dándole el aspecto en conjunto de ese vestido de una muchacha salida de una revista de los años 60s, expresaba inquietud y preocupación. La caída de un trueno no muy lejos de nuestra ubicación me hizo sacar una pronta conclusión.

—Lo siento, no —me incorporé—. Pero si es la lluvia lo que le preocupa, tengo mi cabaña aquí cerca. Podría esperar a que pase y luego continuar buscándolos.

Mi oferta de ayuda pareció tener escaso o nulo efecto en su actitud.

—Los necesito para volver a casa —dijo, mirando a un lado y otro.

Había cierta angustia en ella. Otro trueno azotó.

—Vamos, la ayudo a buscarlos —dije, preocupándome la inminente lluvia.

—Oh ¡gracias! No sabe en qué lío me podría meter si no los encuentro…

—No es necesario agradecer, pero hay que apurarnos. No tarda en llover.

—La lluvia es la menor de mis preocupaciones.

—Obviamente no la ha visto caer en este lado del bosque. ¿Vive lejos?

—Por detrás de esos árboles ahí —señaló el lado opuesto del lago.

—¿Y ya buscó ahí?

—Sí. No soy tonta.

—Sólo recurría a la lógica, no quise ofenderla…

—No lo hizo. Sólo me preocupa no encontrarlos.

Recorríamos ahora la costa del lago, mirando detenidamente en direcciones contrarias – aunque no podía negar que la mía se desviaba de momento en momento hacia ésta tan particular joven. Ciertamente había pasado algún tiempo desde la última vez que viese a una persona, pero no tanto como para no percatarme cuando una era realmente otra cosa. A simple vista, quizá, no se podía percibir nada fuera de lo común en ella. Era alta, delgada y había cierto extraño encanto en su rostro, juvenil y algo despistado, pero no ingenuo, que provocaba al interés.

—¿Son de mucho valor? —el impacto de otro trueno me aturdía más.

—Demasiado —volteó a mirarme con énfasis—. Sin ellos, no puedo volver. ¡Espero que no se hayan ido! —se detuvo en seco, preocupada.

—Despreocúpese, no suele haber gente por estos lugares.

—Oh, no me preocupa eso. Pero que se hayan ido solos… Mejor apresúrese a buscar. ¡No puedo volver sin ellos! —apresuró su paso—. ¡Son un par de zapatillas plateadas! ¡En verdad plateadas! ¡Si no fuese por estas nubes serían muy fáciles de distinguir!

Yo no podía hacer más que responder afirmativamente. ¿Qué más hacer? La joven ahora se adentraba al inicio del bosque, corriendo sobre el pasto y las raíces de los árboles, moviendo su cabeza de un lado a otro y cambiando de dirección cada vez que algo parecía atraer su atención, decepcionándola al final y continuando. Era difícil mantener su paso. Pero las crecientes curiosidad y preocupación de que corriendo por el bosque previo a una lluvia se pudiese lastimar me hacían seguir tras ella.

Al cabo de unos minutos se trepó a un árbol para usarle como punto desde el cual tener una vista más amplia.

—¡Nada! —su puño golpeó una rama—. ¿Adónde pudieron ir?

—Son zapatillas, señorita. No se pudieron mover sin usted —dije—. ¿Está segura de que no se las habrá llevado la marea o algún animal?

—No, son demasiado inteligentes para eso.

—No lo sé, los animales agarran cualquier cosa que encuentran.

—No hablo de los animales. Pero quizá…

¡Otro trueno azotó, ahora más cerca y seguido del inicio de la lluvia!

—¡Señorita, por favor! —le dije, jalándola del brazo para bajarla del árbol—. No es seguro estar en el bosque durante una lluvia y menos aún con truenos. Por favor, no puedo dejarla aquí sola. Mi cabaña queda cerca. Podemos refugiarnos ahí y cuando pase la lluvia, seguir buscando sus zapatos. Le juro que no tengo intención de qué preocuparse, otra que no poder dejar a una mujer sola en el bosque durante una lluvia.

—No me preocuparía de usted, joven —respondió, sincera.

Arrojó un vistazo al bosque y soltó un suspiro, estresada.

—Bien —concluyó, molesta—. ¡Pero sólo espero no meterme en problemas!

La cabaña quedaba a menos de cinco minutos de donde buscásemos. Llegamos a paso veloz, cubiertos ya de la lluvia, pero logrando evitar estar bajo la tormenta que le siguiese. Tan sólo unos minutos después, todo estaría cubierto de poderosas cortinas de agua que impactaban con fuerza las plantas y ramas de los árboles; y con violentos y frecuentes diminutos golpes sobre el techo de la cabaña que hacían parecer como si alguien estuviese tratando de entrar.

—No es mucho —dije—, pero será suficiente durante la tormenta… espero.

La joven se cruzó de brazos, temblorosa. Aquel vestido no era una gran protección contra el clima.

—Pase adentro —le invité—. Puedo prestarle una toalla y prepararle un café.

—No —contestó, con un ceño fruncido y sentándose de piernas cruzadas en el suelo en un movimiento veloz—. Estoy molesta. Sé que no debería actuar así, pero confíe en ellos y me dejaron. Ahora no podré volver a casa y me meterán en problemas. Así que, aunque mi cabello no esté corto, tengo derecho a sentirme molesta.

Sus palabras eran insensatas, pero lucía convencida de ellas.

—Claro… —me senté a su lado, contemplándola con curiosidad—. ¿Dónde vive?

—Por detrás de donde le señalé, en mi casa.

—No sabía que hubiera una casa en esa dirección, pero no he explorado tanto.

—No es gran cosa. Es sólo una pequeña casa con un bonito jardín. Debería ir.

—Me gustaría, señorita. Gracias.

—De nada. Aunque debo decirle, mi padre no es muy afecto a los foráneos. Siempre piensa que son espías.

—¿Espías?

—Sí, bueno, usted sabe, es un hombre poderoso y, por lo tanto, desconfiado. Por ello no me deja ir muy lejos sin esas tontas zapatillas. ¡Pero hacía calor!

—Es comprensible…

—Y si regreso sin ellas, ¡estaré en graves problemas! Eso no debería ser sorpresa. Mas le juro que no soy yo nunca quien se mete en problemas, sino que me meten. Supongo que sólo soy una rojita con mala suerte.

Sus labios se apretaron más, hasta formar una fina línea de decepción. Era imposible no sentir una inmediata pena y, a su vez, agrado por ella.

—No se aflija, señorita —le dije—. Si son tan importantes, le ayudaré a encontrarlas apenas pase la tormenta. Con todo y que pudieran irse por cuenta propia, no pudieron haber ido muy lejos. Así que las encontraremos, ¿bien?

La fina línea de sus labios pasó del puchero a una encantadora sonrisa.

—Gracias. Es usted muy amable, joven.

—No es nada…

Lo que iba a decir a continuación se difuminó de mi mente al observar cómo, justo por detrás de la figura de esta misteriosa, pero encantadora joven pelirroja, aparecían un par de zapatillas plateadas ¡moviéndose por cuenta propia como si alguien las usara!

—¿Está bien? —me preguntó—. De pronto luce idiotizado.

—Sus zapatillas… ¿son esas de ahí? —pregunté, sin apartarles la vista.

La joven volteó a la brevedad, viendo cómo aquel par arribaba ahora hasta ella, en unos pasos que podrían describirse como lentos y algo tímidos.

—¡Ahí están, pequeñas desgraciadas! —las tomó—. ¿Saben en cuántos problemas pudieron haberme metido? ¿Dónde estaban? Ya sé que querían ir al bosque, pero les pedí que me esperaran mientras entraba al agua. ¡Ah! No se querían mojar. ¡Pero si tan sólo se hubieran aparecido antes no se habrían mojado tanto como ahora! Ni modo, ¿qué hacerle?

Se colocó las zapatillas y se incorporó. Por extraño que pudiese ser, el que hablase con ellas seguía siendo mucho menos inusual que el verlas moverse por cuenta propia. Simplemente no podía entender qué ocurría o porqué, pero antes de que pudiese realizarle alguna pregunta, la joven apoyó su mano en mi hombro y dijo:

—Mis más sinceras disculpas por haberlo molestado esta tarde y mis mayores agradecimientos por haberme concedido su ayuda, joven. Pero debo volver a casa cuanto antes. Si bien han regresado, no quiero que el tiempo que me tomó buscarlas se convierta en otro problema.

Una vez más, de entre todas las cosas que recorrieron mi mente en el momento, dije la más estúpida:

—Ah… está bien… ¿No gusta que… la acompañe?

—No, está bien —dijo, resuelta—. Ahora puedo volver sin problema —golpeó sus talones entre sí dos veces—. Pero si alguna vez quiere pasar por mi casa, será bienvenido. Sólo diga al guardia que viene a ver a la princesa Madeline. Hasta entonces, gracias.

Me concedió un beso en la mejilla y se dio media vuelta, con un paso apresurado e impulsado por sus zapatillas plateadas que parecían conducirla en su camino de regreso. Así pues, la princesa Madeline desapareció en el bosque, bajo la lluvia y entre los árboles, en dirección a una zona en la que luego, al recorrerla el día siguiente, no encontrase casa, jardín o presencia alguna de otra gente.

Mas (y aunque lo pensé) ésta extraña situación no podía haber sido resultado de algún tipo de alucinación o sueño. Sus huellas se habían marcado en la entrada de mi cabaña y su tacto se había sentido real. Claro que, tan sólo unos días después, hallaría la explicación a tal peculiar encuentro y persona – y mis más imaginativas sospechas quedarían cortas a lo que ocurría en la Colina Perdida. Pero nada sería tan sorpresivo, ni encantador, como Madeline, la princesa descalza… y aquel primer encuentro con ella.

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