Llovía. Era de noche y llovía. No había nadie en la calle. Al menos, ella no había conseguido ver a nadie. Era un desierto húmedo. La ciudad estaba mojada. Cada molécula que le rodeaba era un grano de arena en aquel desierto de agua. Las baldosas se repetían poéticamente al andar. Eso pensaba ella. Poesía. Vio un rayo al final de la calle. Pudo oír el relámpago a la vez. Ha sido aquí al lado, pensó. Las farolas daban una luz amarillenta. El alcalde había decidido instalar aquellas bombillas de bajo consumo que entristecían sus obligados paseos nocturnos. Entonces vio una sombra moverse a sus espaldas. O quizás no la vio y simplemente supo que algo se había movido a sus espaldas. El instinto. Se dio la vuelta. La calle subía y subía en una de esas cuestas que tanto odiaba. La oscuridad inundaba el lugar donde creía haber visto el movimiento. Miró la farola más cercana para comprobar que estaba fundida. Las malditas luces de bajo consumo. Un golpe de viento le dobló el paraguas y notó la lluvia fría en la cara. Se apartó el pelo. A pesar de la coleta, unos cuantos cabellos del flequillo le arañaron la cara. Miró de nuevo calle arriba. No vio nada. Decidió seguir andando hasta llegar a su casa. Ya no tenía ganas de pasear. Estaba harta de los paseos nocturnos. ¿Para qué?, se preguntó. Entonces pudo oír a su médico: “para superar tus miedos. Para superar tu miedo a la oscuridad.”


Desde pequeña había sentido temor a la noche. Pero no era el mismo sentimiento que en los demás niños. Ella sólo sentía temor. Nunca terror. Nunca le atrapó el miedo. Nunca lloró ante la idea de la noche. Simplemente, evitaba la oscuridad. Como si supiese que escondía algo malo. Dormía durante las horas nocturnas. Siempre tenía una luz encendida porque aquel no era su mundo. A ella le gustaba la luz. Despertaba con el amanecer. Era una sincronía perfecta. Para Sandra, cada mañana, era un nuevo nacimiento. Era el resurgir de su propia vida. Y así lo había sentido desde que tenía memoria. Una luz siempre encendida al lado de la cama. Una luz que, en caso de despertarse en mitad del sueño, la reconfortase. Aunque nunca se levantaba. Daba igual lo que pasase a su lado. De pequeña, Sandra dormía desde que se ponía el sol hasta que amanecía.


Siguió andando calle abajo. Le pareció oír unos pasos detrás. No estaba asustada, pero sí que notaba sus sentidos en estado de alerta. Lo noche le infundía una debilidad que debía equilibrar con mayor atención a los detalles. Se notaba tensa. A doscientos metros alguien le seguía. Despacio. Casi como si no la siguiese. Sandra miró hacia el cielo. Ya vale por hoy, se dijo. Ya has enfrentado suficiente oscuridad. Giró a la derecha por una de esas avenidas enormes que había en la ciudad. Pasó un coche. Llevaba música. Al final de la calle le pareció ver a otra persona andando. Venía hacía ella. Tardaron tres minutos hasta que se cruzaron. Era otra mujer. También joven como Sandra. De unos treinta y cinco. Se miraron un instante antes de seguir cada una su camino. Había tan poca gente que a las dos les apeteció pararse y hablar. Sentir un mínimo de calor humano. Entonces recordó aquella sensación que le perseguía. Se giró. Pudo ver la calle ancha y enorme. Tres carriles por cada sentido. Las luces amarillas. Y le pareció ver también al hombre que le seguía. Decidió que era un hombre. Sí, pensó, es un hombre. Su perseguidor, al cruzarse con esa misma mujer, decidió cambiar de objetivo. Sandra no lo dudó y fue en su misma dirección. Giró por una calle estrecha y, cuando casi había alcanzado de nuevo a la mujer, aquel hombre se le tiró encima. Sandra no supo qué hacer.


Recordó la primera sesión con aquel psicólogo. Le cayó bien. Fue agradable con ella. Además, no le pareció extraño su problema. Si tú supieras lo que se ve por aquí…, le dijo. ¿El qué?, le preguntó Sandra interesada. Pero no obtuvo ninguna respuesta. No le dijo nada porque su psicólogo no podía hablar de sus otros pacientes. Sólo hablaban de ella durante la sesión semanal. Sólo de su temor a la oscuridad.


Giró de nuevo la cabeza. La mujer, tendida en el suelo, estaba inmóvil y aquella sombra estaba echada encima. Sandra se preguntó si le estaría atracando. Pero no. Era algo más grotesco. Sintió como le inundaba el olor a sangre. Decidió salir corriendo e ir en busca de ayuda. Iría a la policía o dónde fuese. Pero no hizo nada, no se movió, sabía a la perfección que ya no podría salvar a esa mujer. Estaba muerta. ¿Por qué tenía esa certeza? ¿Por qué no sentía miedo? No lo sabía. Le había parecido que la noche se había hecho más intensa en el punto exacto donde habían atacado a esa chica. Como si aquel instante temporal y aquel lugar exacto fuese uno de esos vórtices negros que tantas veces había visto en su vida. Les había llamado así después de ver un documental sobre el espacio. No entendió muy bien qué eran esos elementos, pero el nombre era perfecto para sus propios procesos internos. La realidad era que Sandra conseguía ver cosas que nadie más podía ver. De repente, ante un acto cualquiera, podía aparecer uno de esos vórtices. Podía ser en mitad de una tarde soleada. Eso no importaba. No eran dominio de la oscuridad. Aunque sí que ocurrían con mayor frecuencia durante el trascurso de la noche. La oscuridad atrae a la oscuridad, se repetía intentando dormirse.


Tenía doce años cuando sus padres se tomaron muy en serio el problema de su hija. Ellos decían que era un problema. Para Sandra sólo era una cualidad. Un gusto. No le gustaba la oscuridad. No quería aceptarla. Hasta su ropa era luminosa. Colores y más colores. Así que sus padres la llevaron a varios especialistas para que pudieran diagnosticarla. Pero Sandra era consciente de que estaba completamente sana. Y daba igual dónde le llevasen, ella contestaba muy tranquila, como si fuese una adulta, que no le gustaba la noche, que le ponía nerviosa, que por eso dormía cuando bajaba el sol. Incluso, alguna vez, la habían dejado a oscuras en una habitación para ver cómo actuaba. Pero Sandra no hacía nada. Ya sabía que nada le podía pasar. Y si le dejaban mucho tiempo, intentaba dormirse. Era su medio para evitar la oscuridad, soñaba con un día soleado. Al final entraban sus padres y ella sonreía. Les daba un beso. Y ellos la miraban sin entender por qué le pasaba eso a su hija. Pero no se daban cuenta que ella era así. No había ninguna enfermedad ni ningún miedo. Sólo un temor íntimo que le decía que debía tener cuidado con la noche, que era mejor alejarse. Porque sólo en la oscuridad se sentía diferente.


Volvió a mirar la escena del crimen. La mujer estaba tendida en el suelo y el vórtice negro había desaparecido. Había intentado correr pero sus piernas no le habían respondido. No era por miedo. Era otra sensación. Sacó el móvil para iluminar la calle, para dar algo de brillo a la noche. Con un par de pasos llegó hasta donde estaba la mujer. Descubrió que tenía la ropa oscurecida por la sangre. Alumbró su rostro y casi le pareció normal, como si estuviese durmiendo. También pudo ver un cuchillo tirado en el suelo. La hoja, con la luz de la linterna, brillaba con fuerza. Recogió el arma y sintió que se adaptaba perfectamente a su mano. Era una sensación extraña, pero ni mucho menos ajena. Justo en ese instante, la luz volvió a inundar la calle como si se produjese una aurora boreal. Observó aquella maravilla en el cielo y luego miró a la mujer tendida en la acera. Buscó algún transeúnte en la distancia. Nada. No pasaba nadie. Apenas sentía ya al asaltante cerca de su posición. Casi parecía que se hubiese ocultado en otra dimensión. De nuevo miró al cielo y pudo ver entre las nubes un último destello de luz. Antes de que se apagase, se guardó el cuchillo en el bolso, acomodándolo junto a la cartera.


Sin embargo, no era tan simple. Nunca había sido tan simple. Ni los vórtices, ni la luz, ni la noche, ni la oscuridad. Las dudas habían surgido dentro de Sandra una y mil veces. ¿Cómo no tener dudas ante un mundo que te niega? Ella había dejado de creer en esa realidad y sólo confiaba en su instinto. Jugaba al mismo juego que los demás, eso era cierto, pero las reglas, en lo más profundo de su corazón, las ponía ella. El primer vórtice negro que recuerda fue con cuatro años. Su madre le había llevado como todas las tardes a un bonito parque que estaba a dos manzanas de la casa. Allí, mientras jugaba con la tierra, Sandra observó a un niño un poco más pequeño que ella coger dos caracoles y destruirlos con una piedra. Pero el vórtice no apareció durante el acto siniestro de matar a esas dos criaturas, sino después, en su mirada y en la sonrisa de satisfacción del niño. Fue en ese instante cuando una oscuridad densa como si fuese petróleo, rodeó su cuerpo. Fue un instante. Un ligero segundo en el cual el niño fue una oscuridad impenetrable. Sandra no se asustó. Simplemente se quedó mirándolo toda la tarde para comprobar si volvía a ocurrir lo mismo. Dejo de mirarlo cuando su madre le tocó en la cabeza.

-Cariño- le dijo-, llevo cinco minutos llamándote. ¿Te pasa algo?

Sandra no le respondió. Movió la cabeza horizontalmente sin dejar de mirar al niño. Su madre siguió su mirada.

-¿Qué les ha pasado a los caracoles?

-Ha sido aquel niño -le respondió seca, observando con sorpresa los caparazones de los dos animales desechos junto a sus pies.

-¿Qué niño?

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