La carretera avanza sobre la tierra henchida de trigo con la rectitud de una herida quirúrgica. Desde la meseta, el cielo se descubre como un déspota que, de podernos rozar, nos mandaría directos a la tumba. ¡Qué suerte estar de este lado!

Crono, aunque es prudente, está pletórica. Si los científicos descubriesen otro planeta en el que la vida fuese viable, se quedaría a vivir en este. Está segura de que en ninguno crecen los tomates y se multiplica el capital como en la Tierra. Especialmente en estas latitudes. Es cierto que llegará la nieve, pero, entonces, irá a esquiar. ¡Oh, las estaciones, ese maravilloso invento!

Sin embargo, nuestra joven conductora tiene más razones para canturrear los Rolling Stones mientras da golpecitos en el volante de un coche demasiado rápido para la carretera secundaria por la que circula. Crono ha cumplido su objetivo. Aquel pico que intuyó un viernes cualquiera encerrada en la alacena, el aire limpio de la cumbre que no consiguió atrapar sentada junto a su madre en el despacho de aquel abogado eran ahora realidad: habían prejubilado a su padre del partido.

Ese alcalde impúdico e impune. El hombre del eterno traje añil que parecía impermeable al fango. Ese villano que parecía lavarse la boca con lejía y que, ni siquiera cuando salió a la luz que encerraba a Crono y sus hermanas en la despensa, que violaba repetidamente a su esposa, perdió un ápice de su poder. Ese odiado pedazo de carne, que parecía inevitablemente ligado de aquella ciudad, había sido destituido. Y lo más importante: Crono lo había derrocado.

Además, ella albergaba la esperanza de que Urano, no pudiendo soportar la vergüenza, se retirase a un pueblo de la costa. Allí, ella lo perdería de vista para siempre, olvidaría que existe. Ya no se lo encontraría nadie, no le mandaría recuerdos a través de conocidos o le haría llegar burlón el mensaje de que la había perdonado. ¡Perdonado! Perdonar es cosa de viejos.

Crono no cree en más dios que en sí misma, así que se lanza una suerte de plegaria y ríe histérica. Cáncer de testículos. Que lo castren. Sabe que las estadísticas están en su contra, pero se siente capaz de todo. If you start me up, I’ll never stop.

De pronto, un cernícalo sobrevuela su coche y deja caer sobre el parabrisas una hez gelatinosa, cenicienta. Menudos ingratos. Hace un par de meses el partido sacó adelante una iniciativa para reinsertar este tipo de aves en la zona. Más de quinientos nidos y así se lo pagan. Ella lo tiene claro: cría cuervos y venderán tus dientes. Por eso, se ha ligado las trompas.

Crono, aunque está pletórica, es prudente. Sabe que un agujero silencioso en un condón o, peor aún, un amago de sentimentalismo acabarían con su carrera. Los hijos lo enturbian todo. Antes de que ellas nacieran, sus padres eran uno. No hacía falta más que echar un vistazo en la hemeroteca: Urano y Gea, Gea y Urano. Ella lo catapultó socialmente, estaba delante y detrás de cada decisión inteligente. Urano, sin Gea, no habría llegado a alcalde.

Luego fueron naciendo sus hijas, todas ellas, y ella se volvió madre: se entregó más allá de lo que le permitían sus vísceras. Solía esconderles chocolatinas y otros víveres en la despensa para que sobrevivieran a los fines de semana. Su marido encerraba a las niñas para que no saliesen, pero, sobre todo, para poder follar a su mujer en paz. Se sorprendía cada domingo cuando volvía a abrir aquella puerta blanca y las encontraba vivas y más gordas. Atónito miraba a su esposa, que en medio de su llanto, reía triunfante.

Ella fue tan ingenua: creyó que recuperar su libertad sería tan fácil como otorgársela a sus vástagos. Después del divorcio, observó emocionada a Urano dejando, de una vez por todas, la que había querido ser una casa familiar. Vendieron todos los muebles, destruyeron la alacena. Pero no se puede empezar de nuevo entre los mismos muros. El optimismo de Gea se fue desmigajando. En la frente, llevaba un cartel invisible cuyo contenido conocían todos en aquella ciudad de provincias: «te casaste con un pirado».

A Crono le fastidia pensar en su madre. Le jode admitir que la ha dejado en la estacada. Sobre todo ahora, que tiene que prestar atención para no saltarse la salida que le lleva a su recién adquirido chalet. Le cuesta manejar tantas emociones, tanta libertad. Tantos remordimientos. Igual podría haberla sacado de la ciudad, de su rol de matriarca frustada, darle un carguito en el partido. Estaba sobrecualificada, pero Crono optó por la opción cómoda: reinventarse sola, no fiarse de nadie. Y ahora Gea se había convertido en una sombra arrugada que le lanzaba reproches. “Acabarás como tu padre”. Con razón había dejado de visitarla.

Aunque la quería. Si conociese la fórmula, la salvaría, le devolvería la necia satisfacción de la juventud. Sin embargo, eso significaba renunciar y, aunque la calzada estuviese vacía, ella nunca daba marcha atrás.

Toma la salida 17B. El carril se estrecha. Decenas de troncos delgados forman filas a ambos lados de la carretera. Avanza setecientos metros, coge el desvío a la derecha. Todo en La Efímera parece nuevo, pero hasta los árboles, transplantados con sus raíces, han crecido en otros lares. Todo en aquella urbanización tiene una historia anterior. Crono simplemente finge ignorarlo.

Frena, tuerce a la izquierda. Dos niños saltan sobre una cama elástica. Luego, a la derecha. Izquierda. Vuelve a reducir. Un cuarentón suda sobre su bicicleta. La del 32 mira a través de otra ventana empañada de visillos. Todo es igual que en cualquier otra parte y, sin embargo, este es su espacio. Se lo ha ganado. Defendería su hipoteca de 140 metros cuadrados, su despacho recién heredado a bocados. Este es su espacio, de nadie más.

Detiene el coche frente al número 43. Todo está como lo dejó esta gloriosa mañana. El césped, por cortar; la lámpara junto al sillón, encendida. Fija la mirada junto a los arbustos que separan su pequeña parcela del jardín idéntico de los vecinos. Espera un par de segundos y ve aparecer a su gata en la acera, majestuosa como un puma. Quiere escurrirse en la casa en cuanto ella abra la puerta. La conoce como si la hubiese parido. En el instante en que el animal extiende su patita en dirección diagonal, Crono mete primera.

El coche salta, un maullido se desgarra y el mismo ruido que se produce al partir en dos un alita de pollo se multiplica por cuarenta y ocho vértebras.

Este es su espacio.

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