La mudanza estaba culminando después de una extensa y agotadora jornada. Lucas, su marido, llevaba algunas últimas cosas con el flete. Ella se quedó sola en la casa que estaban punto de dejar. Suspirando reflexionó sobre esa rara sensación que se tiene al dejar un lugar que se habitó por un largo tiempo. ¿Sensación de vacío? ¿Tristeza? Quizás sea una mezcla de éstas y muchas otras cosas. La nostalgia idealiza la gente, los lugares. Tal vez esta vieja casa con sus imperfecciones, la humedad en sus paredes, los problemas eléctricos, sus vecinos de mierda, mañana sea recordada melancólicamente por ser el primer hogar que compartió junto a su esposo.

La mujer entró a la desolada cocina, los anaqueles desnudos exhibían marcas de uso cotidiano,señales imborrables de haber sido utilizados, vividos: raspones, rayaduras y huellas. Pasó la mano por ese estante donde siempre guardaban el café. Estaba vacío pero aún desprendía su característico aroma. Se sorprendió encontrar en el fondo de la alacena, una pequeña botella de tequila triple sec. Recordando enseguida que se trataba del obsequio que había traído su hermana cuando fue de vacaciones a Cancún.

Pensó entonces que aún había un limón en la heladera. Abrió el inanimado artefacto que ya se encontraba desenchufado y se sorprendió al encontrarlo tan inútil, sin vida. Preparó algo parecido a un Margarita, sin hielo y objetivamente, bastante feo. Se sentó en el suelo junto a unas cuantas cajas que quedaban aún por trasladar. Estaba en la recta final del caos que representa una mudanza y podía permitirse esto, diez minutos de relajación.

Tomó un sorbo y abrió una caja que tenía a su lado. En la solapa advertía en marcador con letra imprenta mayúscula: LIBROS.Sin saber que buscaba, incluso sin saber si buscaba algo, entre La Náusea y Crónica de una muerte anunciada, descubrió su viejo diario intimo. Hacía muchos años que no lo veía, incluso pensó que se había extraviado.

Tomó un sorbo y lo abrió. Risueña leyó las primeras páginas — Que estupidez — pensó, cuánta juventud, cuanta inocencia. Le dió vergüenza de sí misma. Hoy, con una mirada más adulta, todo le parecía ridículo.Encontraba increíble que fuera ella quien había escrito aquellas páginas, la que relataba cómo había conocido al amor de su vida en el viaje de egresados de séptimo y luego lloraba porque se había peleado con su mejor amiga. ¿Ella era la misma que dos páginas más adelante entregaba su corazón a un pibe y fantaseaba cómo y cuándo daría su primer beso? ¿Y fue de su puño y letra que sentenciaba un día terrible porque su padre no la dejaba ir a bailar?

Pasaba las páginas y se sonrojaba, no se reconocía en esa letra chiquita,que desde la adolescencia, solo lograba con esforzada prolijidad. ¿A quién se le ocurrió la idea de escribir los grandes sucesos de la adolescencia? Se preguntaba a sí misma.

Entre sorbo y sorbo pasaba las páginas, hasta que se encontró con un nombre, el de su primer amor. Tenía quince años cuando lo conoció en el 2do año de la secundaria. El diario guardaba una carta sellada que mostraba una fecha y un título: La última carta, veinte de octubre del 2000.Intentó recordar que decía, pero sin lograrlo decidió abrirla.

Cinco hojas desgarradoras escritas a mano, tinta corrida por las lágrimas de aquel muchacho al que ella había dejado, luego de que se mudara con sus padres a otra provincia. Hoy, veinte años después no recordaba bien como había sucedido. Sintió pena por esa, su primera historia de amor, su primera historia de decepción.

Al mismo tiempo se sintió privilegiada, en estos tiempos digitales, ella tenía en sus manos un tesoro, una carta física, sentida, borroneada por lágrimas de un amor que culminó, por la desesperada súplica de ese chico por el que se sintió querida por primera vez.

Entonces cerró los ojos y se trasladó a esos quince años, a los sentimientos y pensamientos de esa chica que alguna vez fue. Tomó una lapicera y en una hoja vacía de esa joya recién descubierta, escribió:

¨Lo miraba, nos mirábamos, atmósfera de ensueño e irrealidad. Acariciaba su cara, su piel tan suave y una sonrisa que evidenciaba nuestra felicidad. El sacó una navaja ¨Suiza¨ made in china, se dió media vuelta y comenzó, con poca habilidad y sobrado entusiasmo, a tallar nuestras iniciales en el banco de madera en el que estábamos sentados.

Tardes de parque, bicicletas y mucha adolescencia. El escenario perfecto para ser cursi y tontamente enamorado. Ahí, donde todo es permitido, donde todavía el amor no es un sentimiento complejo, donde no se conoce más que lo que se vive, se traza y se aprende cada día. Ahí se encontraba él, tallando o intentando torpemente tallar dos iniciales, sus iniciales. Mientras ella admiraba a su ¨hombre¨, aunque la palabra le quedara grande, aunque todavía no tuviera barba y aunque aún esté más cerca de ser un niño. Tardes de sol, de inventarse planes con nada, de vivir sin pensar, de dar por sentado todo, así es, así será. ¿Qué tan difícil puede ser la vida?

Demuestran más y más, muestran todo sin guardarse nada, que todos se enteren que ellos, par de jóvenes niños descubriéndolo todo, también han descubierto la inmortalidad.

O así lo creen, dejando sus nombres juntos en un corazón por donde van. Ella le escribe cartas, él le hace dibujos y se los dedica, ella lo besa y él sigue tallando iniciales, la navaja se zafa y lo pincha, ella lo mira, lo siente, se pincha también. Pacto de sangre en que juran, ilusa y eternamente su amor.

Quizás en el fondo sepan que no será así, que la distancia mata amores, que la vida es más complicada de lo que creen y hasta la eternidad tiene su final. Todos los intentos para inmortalizar lo que viven en este momento serán efímeros, volátiles. Pero insisten en perpetuarlo, grabándolo en cada esquina, en cada asiento de colectivo, en cada beso que se dan.

Tiempo que cambia, tiempo que actúa y algún día todas las paredes son repintadas, los asientos de madera con iniciales cambiados por frías bancas de metal, las cartas y los diarios olvidados conscientemente en alguna mudanza y los jóvenes ya somos adultos.¨

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