«Los ritos resultaron improvisados y confusos,

porque hasta ese día no habían pensado en las exigencias de la muerte.

Como todos los que aman la vida, se sentían inmortales.»

De amor y de sombra (I. Allende, 1984)

Es difícil recordar un día en el que no estuviera. Como una sombra chiquitita y fugas. La sombra de un gato gris, gordo, glotón y tremendamente simpático. No era el gato más exótico de la Tierra, no se sabía trucos para impresionar a las visitas, ni usaba un collar con cascabel de oro como aquel millonario gato ingles que alguna vez fue noticia en las revistas de actualidad. Era un gato gris, atigrado, con rasgos de cachorro, y una glotonería insaciable. Un gato que podía dormir dos días seguidos, al que le gustaban las mantas abrigadas y el ruido crujiente de las bolsas de alimento balanceado. Un gato con la calma del que todo lo ha visto y nada lo sorprende, un gato con espíritu dorado. Un gato malcriado, comilón, atorrante, ladrón, algo cobarde, desaliñado, infantil, bonachón. El ultimo de toda una dinastía de gatos.

Su abuela Luna había llegado a casa allá por el ´97, tal vez antes. La abandono algún insensible en pleno baldío, al lado de casa. De ella vino una camada de seis o siete cachorros. Uno de esos cachorros fue Juana, una gata multicolor, con unos enormes ojos amarillos; y el otro que quedo en casa fue Gandalf, un macho bautizado así por lo gris de su pelaje, igual al manto de aquel mago en las historias de J.R.R. Tolkien. Y de alguna camada de Juana salieron una infinidad de gatitos atigrados, «barcinos». Y uno de ellos fue él. Como fue el único cachorro que quedo de aquella camada lo llamábamos el «Nene». Con el paso de los años su nombre se convirtió en una especie de profecía cumplida; porque jamás perdió los rasgos de cachorro. Tenía un rostro pequeño, con unos mofletes enormes y dos orejas chiquititas. La bondad, el carácter afable y la incipiente gula que demostró ya de cachorro lo convirtieron rápidamente en el preferido de mi madre, mi hermano y yo mismo. Nunca se enojaba, ni parecía molesto, por mucho que se lo tratara. Con el paso de los años esa bondad se acrecentó, volviéndose un rasgo distintivo: era amable por naturaleza.

Pero también creció su glotonería. Si de comer se trataba era insaciable. Comía con un apetito y una paciencia dignos de mejores causas. Así que llego a la edad adulta con una barriga prominente y un par de cachetes que le impedían mirar de costado, literalmente. Cuando volvía la cabeza su propia persona le tapaba la vista. Tal vez eso contribuyo, junto a su pereza, que no le atrajera hacer ejercicio. Nunca corría si podía evitarlo y, en los últimos años, era tarea familiar llevarlo en brazos todas las tardes para que se afilara las uñas en el ceibo al final del terreno. No es que se lo criticáramos, pero después de ver como los gorriones anidaban libertinamente en los resquicios del techo entendimos que nunca sería un cazador… Era un gato hedonista, no (le) importaba lo que se pensara de él.

Cuando nació, el 11 de septiembre de 2000, ya hacia un año que en casa teníamos a Petunia, la gata gris con aires de duquesa que fue su compañera desde el principio. Cuando quedaron solos se volvieron una pareja con sus propias idas y venidas. Funcionaban como hermanos, de a ratos se querían y dormían juntos; de a ratos se odiaban y pelaba, en medio de un remolino de arañazos. Aun así ella, cazadora nata, solía salir de correrías y tráele regalos. Esto lo descubrimos cuando las gallinas de mi vecina tuvieron nidadas en los primeros años de la década. Docenas de pollitos correteaban por el gallinero ajeno, cuando descubrimos que Petunia saltaba el alambrado, cazaba un pichón y de regreso se lo dejaba frente a Nene. Al instante volvía al gallinero y atrapaba otro para ella. Después se comían cada uno su ave en compañía. Por supuesto que el revuelo fue mayúsculo cuando la vecina empezó a notar que los pollos desaparecían. Así que tuvimos que vigilarlos para evitar que los apaleara por cuatreros.

Con la adultez empezó a salir a campo abierto. Desaparecía durante días enteros, y volvía más maltrecho de lo que se iba. De recuerdo de esas salidas le quedaron innumerables cicatrices, una oreja marcada y una cicatriz cruzada en la nariz que le quedo para siempre y le daban un aspecto de viejo combatiente. Como en mi casa siempre parecía haber lugar para una mascota mas empezaron a llegar perros y gatos, una paloma, pichones de gorriones que se caían de los nidos, el loro que se le escapo al vecino. Los pájaros no le interesaban mucho, eran unos montones de plumas sin buen olor. Prefería un buen bife de hígado del supermercado. Los perros llegaron cuando el ya era viejo y había abandonado sus salidas nocturnas, así que no lo molestaban. Pero con otros gatos era un mal asunto. El primero en llegar fue Botón, cachorro blanco y negro que encontramos abandonado en una calle de invierno. Su adopción fue tomada como un insulto, un reemplazo, algo inaceptable para su dignidad de mascota predilecta. Durante dos días enteros no piso el umbral de casa. Se retiro a la piecita del fondo del terrero decidido a llevar una vida de exilio. Tuvimos que ir a buscarlo, traerlo en brazos, hacer todo un circo para que se quedara. No sabíamos que dejarlos juntos era una bomba de tiempo. Botón (naturalmente) creció y se convirtió en un competidor de terreno, además de que era mucho más alto y fortachón. Juntos protagonizaron varias peleas memorables de lucha libre, en las cuales ni nosotros nos salvábamos al intentar hacer de réferi. Recuerdo de una de sus últimas batallas tengo varias cicatrices en el antebrazo izquierdo. Esas luchas continuaron hasta que mi madre, harta de que marcaran territorio dentro de la casa, los hizo castrar a los dos en una noche sin ganadores. Aun así, la enemistad entre ambos nunca desapareció del todo, si bien se suavizo con el tiempo.

Fue por esos años que se enfermo gravemente, tanto que estuvo a punto de morirse. De un día para el otro enflaqueció hasta demacrarse, dejo de comer y hubo que cambiarle la dieta. Al parecer el hígado de vaca crudo lo contagio de algún parásito. Desde entonces se hizo adicto a los alimentos balanceados. Pero no paso tiempo hasta que, sin mucho esfuerzo, recupero la silueta de luna llena. Por ese tiempo trajimos al Amarillo, un gato flaco y de patas largas con una exasperante capacidad de lloriqueo que simpatizo rápidamente con el Botón y contribuyo a que dejaran de pelear entre sí. Fue en esa época que la casa recupero la paz, y los gruñidos dejaron de estar a la orden del día.

Hizo innumerables travesuras y desventuras en sus doce años de vida. Tuvo días memorables, como cuando cazo una enorme lagartija verde en un verano de sol y poso para las fotografías con una expresión de fiera salvaje que nadie se creía. Cuando cazaba ratones para jugar con sus cadáveres en una diversión bastante macabra. La noche de la granizada que se asusto tanto que hubo que calmarlo como un bebé.

Tal vez fue en esos años que se convirtió en lo que recuerdo de él. Un gato despreocupado, con una expresión de manso abuelo. La camaradería con Petunia se esfumo y se volvió solitario y tímido. Adquirió horarios de rutina, y una hegemonía indiscutible sobre los almohadones. Se acostumbro a sentarse junto a la máquina de escribir de mi madre para hacer la siesta mientras ella corregía. A robarle el pan de la merienda. A obligarla a dejar de trabajar para que jugara con él. Su figura adquirió un aire de leyenda familiar: recordar sus hazañas era revivir lo que nos había pasado como familia en la última década. Su costumbre de reclamar su parte en el almuerzo diario empezó como una manía pero se estableció como una norma de la mesa.

Eran ya sus últimos cuatro años cuando yo encontré a Bella en la casa de un vecino y la traje. Es una gata multicolor, en ciertos aspectos, parecida a él. Quizás por eso se llevaron tan bien. Lo vimos cuidarla, jugar con ella, pelearse. Por un tiempo pareció recobrar la gracia de la juventud; cuando aun corría y amagaba cazar gorriones. Varias veces se escondía a dormir dentro de los roperos, o debajo de algún recóndito mueble y desaparecía hasta que empezábamos a extrañarlo. Así que todos participábamos en su búsqueda y reencontrarlo con cara de sueño era una alegría total. Nunca pensamos que podía llegar el día en que ya no iba estar. Que un día el almohadón estaría vacío o que no nos iba a bostezar con descaro desde alguna cama. Era inmortal, no podía desaparecer. Tan así que al saberlo enfermo no se nos ocurrió que eran sus últimos días. Había salido de tantas que esto solo era un pequeño tropiezo.

Cuando me desperté aquella mañana de julio y me entere por los mensajes de mi familia que había muerto en la noche lo lamente más que muchas otras perdidas. Llore como un niño, como hace muchos años no lloraba. Había sido un hermano, crecí con él. Cuando llegue a casa y lo vi tendido en un hueco burdo en el jardín quise creer que estaba dormido. Que en cualquier momento se iba a desperezar como siempre lo hacía. Pero sabía que se había ido. Se confundió de nuevo con la niebla. Solo entonces entendí el enorme peso que su vida tuvo en la mía y en las de los que lo rodearon. La tristeza que acompaño su partida es mejor no contarla.

No sé si era el gato más maravilloso del mundo. Para mí lo fue. Su forma de ser, libre y bondadosa, era un escollo sin pausa en medio de la marejada de existir. Cuando miro alrededor y veo el sinfín alocado de las relaciones que tejen las personas, envidio la forma mansa y calma con que vivió la vida. Estoy seguro que nunca le interesó ser un maestro, pero enseñaba que la bondad es algo más que una cualidad. Tal vez dirán que para él era más fácil; después de todo era solo un gato al que cuidaban y atendían. No sé, ni me importa. Pero la bondad le era espontánea, estaba en su naturaleza.

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