Si alguien se opone, que hable ahora o calle para siempre dijo el juez de paz siguiendo el atávico protocolo.

La boda estaba llegando a su fin. Pasaron unos segundos y cuando iba a proseguir, se oyó:

No tengo un propósito.

Era una voz masculina.

¿Cómo? se preguntaron los presentes.

«Ya está, ya lo he soltado», pensó la misma voz.

No supo cómo pero el novio, Víctor, estaba rompiendo el guion con su pareja, Vida. La miró y siguió:

Pues eso, que no tengo un propósito como tú y si me dais un altavoz lo repito y lo grito a los cuatro vientos.

Supo que, aunque quisiera, ya no podría retroceder.

Porque no me creo que sea el único. Y me da igual si lo soy. Ya me pueden tachar de poco despierto, de vivir sin sentido, de no convencional, o de poco espiritual si quieren. Y no lo tengo y quizás miento, porque no es que no tenga ninguno, es que no me quiero quedar con uno solo. Siempre escogiendo y renunciando. Que si tengo alguno no es conseguir un trabajo, un coche, una hipoteca y formar una familia. Que no. Que hoy me gusta escribir, pero y qué si mañana ya no. Y qué, si mañana quiero pintar, que hoy también pinto y no pasa nada, no soy menos escritor hoy, ni más pintor mañana. Soy y punto. Que hice una carrera, y hasta un doctorado, para aprender, no para especializarme. Que no hay un solo camino ni lo quiero transitar en solitario, que no es solo cuando más solo me siento. Que no me gusta desayunar cada día a la misma hora, en la misma casa, el mismo desayuno. Que me pierdo haciendo el mismo camino al mismo trabajo durante años. Que hasta me canso de pensar que ya no tengo que pensar porque ya sé cuál es mi propósito.

Tomó aire y añadió:

Y, mi vida, te mentiría si te dijera que te querré siempre porque no lo sé, porque no lo siento por mucho que quiera sentirlo. Sólo sé que ahora te quiero. Que hace un segundo, si no recuerdo mal, también te quería. Pero hace una hora ya no estoy tan seguro porque el recuerdo se acerca más a lo que invento que a lo que sentía. Y así, imagina si me preguntas si hace un año te quería, te diré que seguramente sí, pero ¿lo sabes tú? Y ¿cómo te voy a prometer que te voy a querer mañana, pasado o cuando se nos caigan los dientes? Que me encantaría, por supuesto, pero me gustaría si me sigues gustando y yo a ti, sino para qué, para qué engañarnos pensando que la única opción es cerrar otras puertas que no sabemos si nos pueden llevar a nuestro mayor deseo cumplido. ¿Te imaginas? Imagínate por un momento que te pierdes lo mejor de tu vida porque un día prometiste que ibas a quererme siempre, en las buenas y en las malas, y claro, para no romper la promesa te vuelves ciega y ni ves la oportunidad saludándote por la ventana. No sé tú, pero yo no me lo perdonaría nunca.

Víctor vio que Vida no articulaba palabra, se había quedado blanca como su vestido de novia. Respiró y como no obtuvo respuesta, siguió:

Pídeme que ahora, que ya no existe, te coja de la mano y lo haré. Pídeme que sonría, ahora que ya no existe, y lo haré. Pídeme que sea sincero ahora, que ya no existe, pero estoy aquí y lo estoy haciendo. Pídeme un baile hoy, que todavía existe, y bailemos. Pídeme tu canción favorita de hoy, que igual mañana es otra, y te la canto. Y mañana me aprenderé la otra. Pídeme incertidumbre y compartiremos la carga y el camino. Pídeme un deseo y te entregaré mi tiempo para concedértelo. Ojalá lo consiga. Pídeme que mienta y si quieres lo hago, pero no quiero. Porque te quiero.

A Vida no le sirvió ninguna de esas explicaciones. ¿Cómo podía decirle eso en ese preciso instante? Allí. Así.

Víctor se fue a tomar un poco de aire. Ambos necesitaban procesar lo que había ocurrido. Se sentía mal, pero aliviado, había infravalorado el peso de aquel secreto tan bien guardado por miedo. Los invitados se abalanzaron alrededor de Vida para consolarla, que parecía una estatua de sal.

«A ver, Víctor, cómo sales de ésta», ─se dijo. «Ahora viene cuando echo a correr sin voltear la cabeza y salto». A veces, Víctor se imaginaba saltando al vacío, dejando atrás la ropa, las rocas, la arena y brazada a brazada la línea de costa se difuminaba. Alejándose de todo se zambullía en un mundo paralelo, un mundo que todos tenemos cerca pero lejos. Esos días podía mirar la vida que pasa desde otra perspectiva, como si pudiera salir de sus ojos, de su cuerpo, de su casa, de la tierra y se convirtiera en un mero espectador de atalaya. Días en los que las dudas lo asaltaban. «¿Qué hemos hecho? ¿Qué está pasando? ¿Por qué y sobre todo para qué todo esto? ¿De verdad el motivo es porque así se ha hecho siempre? ¿Por dinero? ¿O por miedo?». Las preguntas se agolpaban en su mente. Una avalancha de interrogantes a punto de aplastarlo.

Volvió a entrar, los invitados le abrieron paso y le lanzaron miradas afiladas. Un amigo íntimo de Vida abrió la veda y hasta le increpó diciéndole que qué iba a hacer ahora, que todavía estaba a tiempo, que si habían llegado hasta allí tenían que casarse porqué sino qué, ¿no quería tener una familia? ¿Quería estar solo toda su vida? ¿Solo? ¿Toda su vida? Oyó que una de las tías de Vida le decía a su marido que los jóvenes de hoy en día eran unos caprichosos y se cansaban de todo, incluso antes de tenerlo. Que no querían ninguna responsabilidad. Alguien dijo que era un egoísta. La gente se fue animando y la escena tomó el aire de un sainete de aficionados.

Llegó a ella, la abrazó y se despidió como pudo del resto de asistentes. Sobre todo, de los padres de Vida. Supo que no le comprendían y que probablemente nunca le perdonarían que no firmara aquel papel de compromiso eterno con su hija. Víctor devolvió las miradas como pudo. Se sentía extrañamente vivo, aunque se fue sabiendo que ni el perdón sería suficiente ni la huida, fácil.

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