Tengo una manía inconfesable. Algunos dirán que soy un rarito, un maniático de esos que deberían ser señalados con el dedo, e incluso habrá quien quiera encerrarme bajo llave sin ver la luz del sol, condenado no sólo por mi manía patológica sino encima también por la sociedad al completo: desde que tengo uso de razón, sólo salgo con mujeres esdrújulas. Y quien dice salir, dice compartir besos y cama, en ocasiones hasta viajes y llamadas nocturnas, bailar, tontear, intercambiar teléfonos o, si la cosa se pone seria, hacer las presentaciones oficiales.

La verdad es que no entiendo tanto escándalo. Mi primo, por poner un ejemplo que se me venga a la cabeza ahora, siempre ha presumido de que todas sus novias-barra ligues-barra amigas especiales le recordaban a una actriz de cine. No le preguntábamos jamás qué tal le iba con Sofía, Lara o Bea, sino con Sienna Miller, Scarlett Johansson o Marion Cotillard. Una era rubia, de aires hippies y piernas de escándalo, otra sexy y con los labios siempre rojos, y otra con un acento francés simplemente hipnótico. Y cuando lo dejaba con alguna de ellas, sabíamos que pronto nos sorprendería con una Alexis Bledel de ojos verdes y pecas.

Bueno, volvamos a mi manía.

La primera fue Águeda. Creo que empecé a darle vueltas cuando todo en ella, excepto su nombre, me parecía mejorable. No disfrutaba con sus besos, pero no tenía con qué comparar; su pelo era lacio y de un tono indefinido; sus manos, grandes y torpes; y su voz me daba tal dolor de cabeza que nuestros encuentros apenas duraban un par de horas. Comía que devoraba, pero explicaba que era para suplir la falta de amor, y yo, pese a todo, sentía que quería estar con ella, dibujar su nombre en la arena, pronunciarlo entre mis amigos incluso cuando no venía a cuento y tatuarme una A en el tobillo.

Hasta que en la universidad conocí a Mónica, lánguida y aprehensiva, desencantada ya de los hombres y con un halo nostálgico flotando sobre su cabeza. Tenía un don para domar ese mechón rebelde de mi frente, pero también tenía tantos sueños que se volvió adicta a los barbitúricos. En una escapada a la Costa Brava, me presentó a su amiga Bárbara y yo, sin pensarlo dos veces, me lancé a la conquista.

Bárbara y yo sólo compartimos una estación, y ni siquiera completa, pero los bikinis le sentaban de miedo y tenía una mano espectacular con el gazpacho. Tuve claro que no necesitaba más y pasamos el verano arrugados como garbancillos saltando de la piscina a la playa, de la playa a la cama, y de la cama a la tumbona. Cuando vimos que el otoño llamaba a la puerta, los dos entendimos que nuestro momento había acabado y, sin despedidas dramáticas ni reproches ridículos, me volví a casa con un tupper fresquito y mi mochila a cuestas.

Apenas tuve tiempo de recuperarme porque esa misma noche, entre el portal y el séptimo piso, me dio tiempo a descubrir que mi vecina se llamaba Débora y que, sin mí, su nevera corría peligro porque se había quedado sin luz. Para ser sincero, sólo tuvimos dos restregones en la escalera, una noche en su casa y otra en la mía, y un intenso fin de semana en su azotea unas horas antes de que su prometido volviera a casa. La he vuelto a ver mil veces pero de aquello hace ya años y ahora, desde el carrito, siento que Lázaro e Íñigo vigilan cada uno de mis movimientos.

Recuerdo la dulzura canalla de Verónica, los polvos salvajes de Ángeles y la risa enlatada de Fátima. Hubo muchos otros nombres, los que jamás olvidé porque nunca llegué a recordarlos. Y cuando pensé que pronto tendría que empezar a repetir nombres, inventarlos, conquistar nuevos territorios o incluso optar por algún tipo de lobotomía, apareció Úrsula. Era andaluza, fotógrafa y tenía 7 hermanas, todas ellas con nombres terriblemente largos y salidos de la posguerra (Visitación, Anacleta, Higinia, Capitolina, Sandalia, Críspula y Fortunata), así que siempre supe que me llevaba a la mejor de todas. En nuestras citas sólo comía tartar, de atún rojo o de salmón. Jamás otra cosa. Mirábamos la carta y si no, íbamos en busca de otro. Recuerdo todas esas cosas, pero no recuerdo qué nos pasó. Tampoco recuerdo si se quedó con la vajilla de Sargadelos o de la Cartuja, o si el portazo lo dio ella o yo. O quizá fuera su abogada. No recuerdo si le gustaba el té rojo o negro, sólo que lo bebía a todas horas; y recuerdo escribirle la despedida más romántica de mi vida, suplicando que volviera a mi lado, y que ella sólo arrugara cada esquina de ese email mientras su anillo chocaba con mi frente.

Para rehacer mis pedazos y recomponerme, estuve un par de meses saliendo a cenar y bailar con Ágata. Digo cenar y bailar porque poco más hacíamos, pero era tan estimulante, divertida y loca que con un par de besos a la semana, unos vaqueros ajustados y disponibilidad 24 horas me bastaba y me sobraba.

Con Ágata ya sabrás cómo acabó la cosa porque por suerte te encontré a ti. Seguro que te acuerdas del numerito que monté para sonsacarte al fin tu nombre en ese tren de mala muerte entre Roma y Scila. Cuando te oí decir que te llamabas Penélope, supe que mi viaje había acabado, que no tenía que buscar más y que tú, tal y como eras, eras mi mitad perfecta. Creo que desde ese primer instante una alerta se activó en todo mi ser de bicho maniático: intentabas adivinar mi nombre y todos tus intentos tenían algo en común que no quise entender entonces. Ni Ramón, ni Rubén, ni Andrés, ni Simón. Se me cayó el cielo encima, me estremecí y no tuve el valor de decirte que no, de entender de qué iba todo aquello. Porque a todas las anteriores siempre las quise mejor en el olvido, en el inicio del fin o en el mismo día de la despedida, pero a ti…

A ti empezaba a quererte con tus manías agudas y mis locuras esdrújulas.

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