Desde su temprana adolescencia se dio cuenta de que poseía ese talento. Fue en una acampada con su mejor amigo y otras dos chicas. Era de noche, se suponía que todos dormían porque hacía tiempo que reinaba el silencio.

—Alex.

—¿Qué pasa?

—¿Estás despierto?

—Sí… ¿qué quieres?

—¿Tú crees que le gusto a Julia?

—No lo sé… ¿Te gusta?

—¡Claro que sí! Pero dime, ¿tú qué crees?

—No tengo ni idea… pregúntaselo.

—Claro, así seguro que se enamorará de mí…

—¿Qué quieres que te diga? No puedo leerle la mente…

Entonces Julia se revolvió dentro de su saco de dormir. Ambos se callaron y dieron la conversación por terminada. Su amigo se durmió poco después, pero Alex se quedó pensando. A él siempre le había gustado la amiga de Julia y empezó a fantasear con entrar en su cabeza, con poder leer su pensamiento. Empezó a crear su propia historia, lo que querría averiguar de ella, lo que podría usar para conquistarla y, en un momento dado, ocurrió. Alex estaba en su mente.

Era consciente de ser él, pero tenía a su alcance todos sus recuerdos, sus inquietudes, sus fantasías y sus secretos más oscuros. Empezó su introspección con cierto recelo, como si pudiera desordenarlo todo y hacer que toda la vida de esa chica se desestructurase, pero ganó confianza rápidamente. Era una situación muy extraña, pero la adrenalina la hacía adictiva. Había entrado en los rincones más recónditos de su memoria, ella ya no tenía secretos para Alex y tenía una estrategia para abordarla y conseguir que ella se sintiera atraída por él.

Mientras seguía rebuscando, ella se despertó. Tan pronto como abrió los ojos, él la vio, desde su propio cuerpo de nuevo, y comprendió que fue el hecho de haber despertado lo que le expulsó de ella, lo que le impidió seguir siendo un huésped de su mente.

Poco después conquistó a esa chica. Ella no recordaba nada, ni siquiera sospechaba que algo así pudiera haber pasado. Se sabía poseedor de un don con un gran poder, pero la responsabilidad y la juventud no suelen ir de la mano. Pasó varios años explorando sus límites, perfeccionando su técnica para asemejar su actividad cerebral al del cuerpo habitado y optimizar así el tiempo. Cada segundo real se convertía en varios minutos ocupando otras mentes. Cualquier persona dormida era un libro abierto para él. Conquistar a cualquier chica, conocer de antemano las preguntas de los exámenes, intimidar a cualquier compañero para que fuera su marioneta… saberlo todo de cualquier conocido, sin condiciones.

Un buen día, estando ya muy cercana su mayoría de edad, entró en la mente de una chica de su instituto que le interesaba y percibió muchísima tristeza. Sus padres habían fallecido en un accidente y ella se había quedado sola. Fue una sorpresa para él y, sin saber por qué, decidió seguir indagando. La relación con el resto de su familia era paupérrima, apenas eran conocidos que no compartían más que su apellido. No tenía a nadie en quien apoyarse, todo era oscuro y lúgubre. Se había encerrado en sí misma y había apartado a sus amigas de su vida para aislarse en una fortaleza llena de dolor y ahogo que le oprimía y le anulaba emocionalmente.

Alex salió de su cabeza con una lágrima precipitándose de la comisura de sus párpados. No era dolor, él no sentía lo que ella aunque pudiera ver sus pensamientos; él sentía compasión, conduelo.

Al día siguiente no la vio en clase. Tampoco el siguiente. Sin entender por qué, no era capaz de entrar en su mente por las noches. Al final de esa semana, la dirección del colegio les comunicó que la chica se había suicidado. Todos los alumnos fueron invitados a su funeral. La mayoría asistieron. No era una chica popular, pero nadie en aquella clase había tenido antes una experiencia tan cercana con la muerte. Esa madrugada Alex pasó por muchas mentes. Todo era penuria, dolor, nostalgia y recuerdos oscuros. Al salir sintió culpabilidad, remordimientos por no haber hecho más, por haber dejado que esa chica se regocijara en su desgracia y se sumiera en la espiral descendente que le llevó a hacer lo que hizo. Esa noche supuso un gran punto de inflexión para él.

Al día siguiente reconoció públicamente su poder, su don secreto hasta la fecha. Por supuesto, nadie le daba crédito al principio y él no se esforzó por demostrar nada. Sin embargo, cuando averiguaba que alguien sufría, intentaba aconsejarle, guiarle por su propio pensamiento para que encontrara una salida, una vía de escape del dolor. Nadie le agradecía su esfuerzo, sino todo lo contrario. Nadie quería que observaran dentro de su cabeza: envidia, deseos de venganza, odio, amor… verdades que romperían el equilibrio de una relación que quiere conservarse, incluso al estar cimentada sobre mentiras y medias verdades.

Tras darse cuenta de eso, Alex empezó a pensar que su don era un castigo. Una carga cuyo peso se había visto obligado a soportar. Paulatinamente dejó de ejercer su poder sobre los demás. Primero dejó de adentrarse en la mente de quienes veía felices, respetando su intimidad. Después dejó a sus más allegados, no quería seguir descubriendo que le veían como un engendro, alguien con un poder que envidiaban y que, por ello precisamente, le odiaban mientras le miraban con una sonrisa. «Hipócritas imbéciles» —pensaba él—, «ojalá pudierais oírme». Apretaba los puños y les correspondía el gesto amigable. No podía renunciar a sus únicos amigos, no quería estar solo, ya sabía cuánto dolor podía causar eso.

Un día, una compañera de clase le pidió que le ayudara. Estaba desesperada. Había ido a psicólogos muchas veces pero no era capaz de volver a ser feliz, nada le motivaba, todo era insípido y la apatía era la única emoción que recordaba.

—Duerme tranquila esta noche —le dijo Alex, con la voz tranquila—, tus secretos estarán a salvo conmigo, no haré más que intentar ayudarte.

—Me dan igual mis secretos, no me servirán de nada estando muerta como Laura.

Pensó en ella, en la chica que se suicidó, la que había cambiado su vida y la utilidad de su don. Alex le miró a los ojos y sin decir una palabra le dio un abrazo. Ella le correspondió y apoyó su barbilla en el hombro de él. Entonces Alex giró levemente la cabeza y le susurró al oído: «Descansa esta noche y prepárate, mañana volverás a ser feliz». Entonces separó sus manos de ella y se alejó sin mirarla, con una emoción que, aun siendo placentera, entumecía sus músculos y le hacía notar el peso del mundo sobre sus cansados hombros.

Esa noche caminó por su mente como por un laberinto, ahondando en todo resquicio de oportunidad, cualquier emoción positiva a la que aferrarse, dando vueltas y vueltas sobre sus propios pasos buscando el origen de su estado y, después de haber vuelto a habituarse al tránsito mental, lo encontró. Un recuerdo nostálgico, una lágrima en mal momento, una palabra inoportuna y una imagen tan triste como inolvidable.

Al día siguiente habló con ella durante horas, le aseguró que tenía que explicarle qué sentía al respecto de esos recuerdos, que le contara cómo recordaba esas situaciones que le atormentaban sin que ella lo supiera. Auténticos océanos de penurias brotaban de sus ojos. Alex sólo podía devolverle medias sonrisas, puesto que sabía el valor de cada gota que caía en cascada de sus párpados, sabía que cada una de ellas significaba un paso en la dirección correcta. Aquella chica le dio infinitas gracias al terminar. Se fue a su casa aún sollozando. Alex se quedó sentado unos minutos más. Volvía a tener fe en su talento, nunca más sería un castigo.

Años después había publicado libros con historias de gente a la que había ayudado a hallar su felicidad, había logrado hazañas inimaginables por el resto del mundo y, por primera vez en su vida, decidió entrar en su propia mente. Algo le inquietaba, se sentía solo, desgraciado, inútil e incomprendido. Su don ya no le servía de nada, porque había comprendido que no era capaz de entenderse a sí mismo. Buscaba sus emociones, sus pensamientos ocultos, sus inquietudes reales, pero no llegaba a su sino. Sentía que nunca había amado a nadie, que nunca había disfrutado con nadie, que nunca se había extasiado por nada… toda su vida se había desenvuelto en el dolor ajeno, en solucionar problemas y problemas y problemas hasta que, al día siguiente, llegasen nuevos problemas que resolver. Se había sentido realizado ayudando a los demás pero, por primera vez, era él quien necesitaba ayuda y no sabía a quién pedírsela y, peor aún, no sabía si alguien podía dársela.

Fue a un bar unos días después, a unas horas en las que solo siguen en pie los borrachos y los últimos noctámbulos. Buscaba el consuelo de ese amigo anónimo que esconden todas las barras, con una bayeta como arma y mil consejos en botellas. Cuando llevaba unas cuantas rondas se lanzó a preguntarle al camarero:

—Eh, disculpa…

—¿Todo bien por aquí?

—¿Es usted feliz?

—Bueno, sí. No puedo quejarme.

—¿Cómo lo hace?

—Tengo a mi familia, tengo mi negocio, me gusta lo que hago…

Alex siguió bebiendo, dando cabezadas, pensando que había perdido su vida e, inmediatamente después, sintiéndose el hombre más egoísta del mundo.

—Oiga, amigo. Varios clientes me han comentado que hay un médico que hace maravillas. Dicen que tiene el don de escuchar los pensamientos de los demás, que siempre cura las penas, sean las que sean. Quizá le ayude ir. Se llama algo así como Alex… ¡Richter! Eso es, Alex Richter.

Alex se quedó inmóvil mirando a la mesa, con una sonrisa apática, de indiferencia forzada.

—¿Qué ocurre? —preguntó el camarero.

—Que yo soy Alex Richter.

Alex llegó a su casa borracho y escribió una nota que dejó en su mesa:

«He dedicado mi vida a comprender las emociones de los demás, a dominar sus emociones y a enseñarles a hacer lo mismo, a estudiar la mente del resto y comprender todos sus entresijos y combinaciones. Espero haber servido de ayuda a tantos como creo, quiero haber solucionado sus problemas y haberles hecho felices. Quiero que, aunque sea por un segundo, le hayan enseñado al resto del mundo su sonrisa más sincera, su realidad proyectada en un gesto feliz, su interior chocando con el exterior sin miedo, sin reparos ni ataduras. Quiero creer que lo he conseguido.

«Y reafirmo que quiero creerlo, que lo deseo fervientemente porque, en caso contrario, habré tirado mi vida en vano. Me he dado cuenta recientemente de que he conocido a todos mis pacientes, mis únicos amigos, mejor que ellos mismos. Sin embargo, nunca he llegado a conocerme a mí. Ahora que lo intento, no sé cómo hacerlo. Esta sensación de impotencia, de incertidumbre y desazón me oprime el pecho. No puedo respirar, me ahogo y no hay nadie que pueda ayudarme ni queda nadie a quien pueda ayudar en mi estado.

«Nunca he vivido sin un propósito y no empezaré a hacerlo ahora. He creído que mi talento ha sido un don, un regalo, una oportunidad, un lastre, un castigo y una maldición y, si me preguntan ahora por lo que creo, viéndolo con perspectiva, tengo más claro que nunca que no sé lo que es, ni lo que ha sido.

«No puedo responder a ninguna de mis preguntas, apenas sé qué preguntas quiero hacerme y por eso quiero dejar de hacerlas todas salvo una última, esperando que alguna de las personas a las que he ayudado sepa la respuesta: ¿Qué es ser feliz?

«Me voy siendo quien siempre supo lo que nadie más sabía y quien nunca supo lo único que quiso saber.

«Adiós,

«Alex».

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