No desaparecerá, no.

Tendré que seguir recorriendo sus calles día a día. Tendré que seguir llevando a todos al cementerio que está en el centro, donde se alza el único hito que sigue en pie. Erigido junto a otros cuando empezamos a vivir aquí.

Los primeros días.

Tendré que seguir llevando a los muertos de este lugar, a los que van muriendo en esta tierra sin descanso que avanza hacia el futuro, sin tiempo.

Tendidos en la carretilla, los recojo con cariño y cuidado y los extiendo, con los pies y las piernas delante, de cara al cielo, con sus cabezas cerca de mí.

Descubiertos.

Seguir enterrándolos en círculo en torno al hito alto, altísimo.

Sus cuerpos ya bajo tierra cercando el centro, entre las piedras de los hitos que fueron cayendo y el límite, donde empiezan nuestras casas. Los hogares. Los lugares resguardados donde vivieron conmigo durante tantos años, los años de mi vida. Los que todavía seguimos viviendo, en pie, como el hito de piedra clara.

Los únicos años de mi existencia.

Los válidos.

Los que continúan.

Reviso casa a casa, entrando ya sin llamar porque todos me conocen o conocieron, retiro los cuerpos abandonados. Nadie puede tocarlos fallecidos. A veces es el último ya, entonces no digo nada ni abro la boca hasta que llego al cementerio con la carretilla, cuando pronuncio lo que me ordenaron en vida, lo que anoté. Hablo con los vivos, los que quedan, y me encargo de la tarea.

Desde hace muchos años puedo hacerlo, únicamente.

Tomo sus notas, los deseos al final, junto al hito ya.

Hablamos de todos nosotros y de los recuerdos, del futuro de esta tierra. No la abandonaremos. Les pregunto en qué parte del círculo delimitado quieren ser colocados, dónde en el centro protegido por el único hito, el más alto de todos los que hubo y el único.

Me detallan su deseo exacto, dónde irán si pueden. Elegirán entre lo posible, los espacios libres que van quedando. Aquí descansarán siempre, la dirección exacta de sus pies y sus cabezas en reposo, el cuerpo colocado.

Les explico las posibilidades.

Aceptan.

Discuten.

Muchos no quieren yacer rectos, muchos quieren encogidos, con los brazos abiertos o las piernas, con el cuerpo curvado dando la espalda o el pecho al hito de piedra. Otros mirando al cielo cubiertos, otros hacia abajo, sin nada, con los ojos abiertos. Cada uno lo suyo, como quieran. Ven los significados de las diferentes posiciones, creen.

Creen más.

Acepto lo que sea.

Miro hacia lo más alto.

Voy anotando todo en mi cuaderno, lo hago a lápiz, escribiendo con mucho cuidado lo necesario. Los nombres exactos y lo que se dirá al final para ellos, cuando estén en la posición deseada y se vayan de este lugar con el tiempo.

II

Sé que seré el último que quede en pie.

Llegué cuando se levantó el único hito que queda también.

Toda la piedra de los demás, derrumbados, sigue en la tierra del cementerio, encima, impidiendo que se aprecie. Hay que apartarlas para ver. Las piedras rotas y hechas pedazos ante el hito levantado.

No parece posible que caiga nunca.

Fuimos varios los que delimitamos el terreno circular, no queda nadie.

Sé que es mi deber, hacer este lugar eterno y siempre nuestro.

Hoy tengo que ir al extremo opuesto de mi tierra, caminaré durante una hora y unos pocos minutos para llegar, sin prisa y abrigado. Rodeando el cementerio, dejándolo lejos, acercándome al paso del arroyo que siempre suena. Nunca deja de llevar algo de agua y murmurar.

Está muy fría.

Desde el arroyo observaré el hito, donde habrá un pájaro posado mirando al cielo, sin duda.

Con la mirada hacia arriba y alta.

Sin volar.

Me han invitado a un café y un trozo de tarta de frutas que tienen en casa, las han recogido de sus árboles. Están ya maduras y la hicieron. Es el momento de ir, me han dicho por teléfono a primera hora, a las doce y algo, más o menos.

Tengo que anotarles para el futuro.

Todos lo hacen.

El café lo prepararemos cuando llegue. Entraremos en la cocina como siempre, después de cruzar la puerta y el salón. La cocina grande, azul y blanca, con la ventana dando al frío fuera en esta época del año. Es un café de puchero, colado y servido en una taza de cristal, la que siempre me reservan cuando llego. Estoy seguro, no la usa nadie. Una taza mediana. Transparente. Contemplo a mi amigo retirarlo del fuego y le acompaño hasta el salón, la mesa de madera en el centro junto a las sillas. Ríe por algo, dice que siempre le doy la vuelta a la taza, contra la mesa de madera, para ponerla derecha. No deja de hacerle gracia. El puchero plateado, parece eterno. En el salón ya le observo echar el café desde lo alto en las tazas, utilizando el colador para que el poso no sea excesivo. Siempre queda un poco en el fondo para masticarlo, por lo que es mejor. Ella le ayuda. Nos miramos como siempre, de nuevo aquí, lo probamos un poco después, cuando no arda. Hasta que se enfríe y no quede nada. Es fuerte y amargo, muy bueno. Es oscuro sin llegar a negro. El vapor sale del puchero, ya sin tapa, y de las tazas. Sube elegante y tranquilo formando el humo de las velas blancas que se derriten hacia arriba y no vuelven a caer, desapareciendo a lo largo y ancho. En el techo de madera parece formarse una pista de hielo donde jugamos a patinar, donde poder cruzar arroyos o ríos porque están helados y llegar a la otra ribera, deslizándose al final. Gritar que es seguro y esperar a que lleguen los demás. Cuando se acabe la primera taza volveremos a hacer más.

Otra vez.

Esta vez iré a la cocina, sacaré el café molido del frasco de vidrio, prepararé todo. Encendiendo el fuego y removiendo, dejándolo en reposo unos minutos. Tapando el pucherito de plata. Les escucho hablar, bromean, que si quiero más tarta. Al sentarme de nuevo con ellos anotaré sus deseos ante el final. Son cuatro ahora, los padres y sus hijos. Seguiremos hablando hasta que atardezca, hasta que anochezca justo después. Queda poco ya. Sólo querré volver de noche, cuando todas las farolas estén encendidas y sus luces anaranjadas proyecten las sombras sobre las calles. Mi amigo recordará el día que llovió tanto que todas las ramas del árbol se doblaron, muchas se rompieron. Estaba en la cocina preparando la cena, no recuerda qué. Sería largo intentarlo. Cuando al día siguiente estaba todo azul y el sol fue único, como ocurría la mayoría de las veces. Lluvia y no. Me dice que las frutas que quedan servirán para hacer otra tarta, una más incluso si el vecino le da unas pocas, pues también tiene. Tendrá que ver, no está seguro del todo. Si quiero puedo llevarme la mitad de la tarta que hay en la mesa. Bromeo con ellos, pues cada vez queda menos. Así que lo mismo, sigo sonriendo, al final sólo me llevo el plato con las migas, pero que es un plato bonito y podría servirme para lo que sea, por ejemplo, para usarlo, o como un buen regalo. Veo mucha fruta colgando de las ramas, las hojas verdes se mueven poco a poco con el viento. Las del vecino igual. El árbol es fuerte, es un peral.

La más joven de las hijas, Ana, viene corriendo de fuera, se queda y sonríe, dice que se ha colado la pelota en la casa de enfrente, que estaban jugando, y por darle demasiado fuerte, uno de ellos, tirando entre dos árboles, la ha lanzado por encima de la verja. Queda poco para que se haga de noche entera, dice Ana. Pregunta si puede saltar, han llamado y no hay nadie, aunque sí luz.

No saben qué hacer.

El timbre suena desde dentro y la luz está encendida.

No contesta nadie.

Pasar por encima es sencillo, atravesar, explica, así que sus padres le dicen a Ana que lo intente, con cuidado y con ayuda de los otros, que estén atentos para que no se haga daño ni se caiga, al entrar y al salir.

La luz se está marchando del cielo y les queda poco tiempo para jugar ya. Tendrán que terminar la partida.

Acaba Ana.

III

Volveré a casa de noche y divisaré la punta del hito altísimo y único a lo lejos, en el centro de todo.

Su piedra clara ahora inútil sin luz.

El pájaro no estará.

Habrá volado.

Siempre parece que cada vez es más alto, aunque no sea verdad. Cada vez más claro. Las piedras no crecen hacia arriba, tampoco. Volveré, a mi único hogar, a mi única casa en este mundo. Entre las casas de todos.

Un lugar.

No quiero preguntar a nadie quién me enterrará a mí. Es una pregunta que no debe plantearse en ningún momento, ni cuando empiece a marcharse el frío. Nadie debe ni siquiera ver asomar la posible idea por su boca. Sé que el hito tampoco lo hará. Son piedras claras colocadas por nosotros, siendo el último el que anota todo.

Me dirán que no lo saben si lo planteo.

Si acaso lo dudara junto al final.

Quizás sea eterno, quién sabe, como esta tierra donde estamos. Aunque nadie viva ya ni recorra sus calles para hablar ni anotar nada, aunque nadie tome café del puchero dentro de las casas. Si no todo podría haber sido de otra manera. Otra forma quizás, otras calles y otro hito. Nosotros de otro modo, distintos.

Aquel pucherito junto a ellos, o junto a otros, otras personas, por todas partes y calles de esta tierra, dentro de las casas con el frío fuera y nosotros dentro. Con el calor llegando ahora, esperando. La lumbre lista hasta las cenizas. Las ventanas abiertas y las persianas echadas. Con aquellas tartas encima de la mesa que echaremos tanto de menos. Once tipo de tartas según las frutas de unos y otros, las que hayan madurado bien. Las bromas sin ellos.

Sé que no es verdad, no lo soy. No soy como esta tierra. Estaré también aquí, para siempre. Debajo, junto a la piedra.

El hito no lo hará por mí.

Todos en torno al levantado uno de los primeros días, en la primera semana.

Podría probar a subir encima y contemplarlo todo, a todos nosotros.

Quiero subir.

Me acerco al pie y lo toco, nuestra piedra templada.

Quizás el pájaro pueda seguir posándose de día, levantar el vuelo y llegar hasta el murmullo del agua que siga, la que quiera continuar bajando hacia el mar. El pájaro observará el cementerio quieto con todos nosotros desaparecidos. Beber, si es que los pájaros pueden beber del agua de un arroyo en movimiento, si es que quieren. Volar de nuevo y marcharse cuando anochezca, sin ver.

Echar un vistazo desde arriba.

Es imposible subir a lo alto del hito.

Al hito altísimo construido por todos nosotros, poco a poco, altura a altura. Uno no puede ya subir solo.

Imposible sin ellos.

Toco la piedra más alta, donde llegan mis dos ojos y mi mano. Estiro el último dedo.

No quiero hacer la pregunta, no.

Aquí nadie debe saber.

Nada intuir.

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