De aquella Barcelona perdida entre los años puedo recordar aún las rachas de habanera que se escuchaban por las plazas de Gracia, cuando en las noches de verano paseábamos hasta tocar prácticamente la eternidad con las manos, antes de terminar abrazados frente al amanecer, como viviendo un gran ritual poético. Recuerdo, también, sus ojos; burlones y tristes, que se volvían hacia mí vibrantes cada vez que yo comenzaba una frase. Todas las noches subíamos y bajábamos por los solitarios paseos, bajo el cielo oscuro, el viento fresco, las horas lentas. Sucios, harapientos, mal vestidos, pero con la fervorosa convicción de estar viviendo la vida que queríamos vivir. Yo escribía versos que sólo ella leía y ella sólo leía los versos que yo escribía. Ese era nuestro pequeño pacto, el mundo como un teatro o una burlona sátira. Ah, qué triste el destino de los hombres. Imposible de explicar, imposible de entender. He pasado noches en las que se me figuraba tan real el pensamiento de volver a tenerla delante que sin querer he terminado por volver a olvidarla.

Todo ocurrió deprisa, es por eso que no voy a reparar demasiado en pormenorizar la historia. Me limitaré a contar aquello que recuerdo, aquello que ahora no es sino un sueño que avanza lentamente hacia la boca del abismo, portando junto a él el vórtice de la infamia y la locura.

Y es que cierta tarde, después de pasarnos un rato escuchando un viejo disco de tangos argentinos, decidimos repasar todo aquello que recordábamos de los días del verano pasado. Ella hablaba sin parar de cosas desesperadamente metafísicas como el dolor de su corazón después de ver una película o el olor a pan recién hecho que le comprábamos a Miguelín, el hijo del vecino. Sin embargo, yo contemplé con una mezcla de asombro y horror como mi memoria se había tornado vacía, sencillamente el recuerdo no existía, por tanto el pasado no existía, y yo mismo no existía. (Soy un simulacro, una ficción, una sombra)

Durante un tiempo perdí la cabeza, me volví completamente loco. ¡Qué fácil es volverse loco cuando tienes 20 años y los días son más cortos que las noches, y una noche es más corta que un año y la vida sólo existe durante una noche! ¿Cómo vivir? ¿Cómo vivir? Segundos, instantes, ¡Ah, la juventud! Un diluvio, el vapor, un guante ¡Ah, la juventud!

Al final, creí comprender algo de aquello, y es que todo lo que me había acompañado en mi pueril existencia era vanamente pasajero. Me costó siglos hacerme con la idea. Pueden imaginarlo, no se antoja difícil: yo, en mi inmortal juventud postrado a hombros de un gusano llamado tiempo, en medio del ruido, del bullicio barcelonés, ¿Quién pudiera creerlo? ¡Ah, los recuerdos eran tan fugitivos como los años! ¡Incluso ella lo era! (Qué terrible me resulta ahora su recuerdo, qué belleza la de aquellos días).

Durante los siguientes meses fui enloqueciendo de forma gradual. Hay partes que ya no recuerdo con exactitud. Yo era demasiado joven. Estaba permanentemente borracho, fumaba muchísimo tabaco y también tomaba marihuana. Descubrí durante esa época a los poetas romanos: Horacio, Tácito, Virgilio… Qué larga era la desdicha humana, qué extensa la sombra de los años y las lágrimas. Las viejas ediciones de sus libros, a las que yo acariciaba y besaba con ternura acabarían siendo también olvidadas o enterradas en el tiempo. La vida se había convertido de la noche a la mañana en una cosa superflua y extraña. Décadas después, escribo esto y siento todavía un temblor que se expande del corazón a las manos como una pulsión incontrolable. (¿Es el dolor del tiempo? ¿Es el sueño del amor?)

Decidí, para ocupar de alguna forma las semanas, descubrir la ciudad que me había criado y lentamente creé una ruta de sitios que visitaba con cierta periodicidad. Las mañanas del sábado, subía casi siempre hacia el cementerio de Montjuic y buscaba la tumba de Salvat-Papasseit para recitarle sus propios poemas (habrase visto acto de mayor vanidad). De lunes a viernes, me levantaba tarde y después de comer visitaba las calles estrechas y sinuosas del Born, vendiendo y comprando artilugios antiguos que me gustaba acumular y tratar con mimo. Cuando atardecía, bajaba hasta la playa para reunirme con los pescadores de la Barceloneta, que me enseñaban los frutos de su trabajo y luego me invitaban a cenar por las tabernas cercanas al puerto, que estaban sucias y abarrotadas pero transmitían una alegría que yo no había conocido hasta la fecha. Fui explorando Barcelona en soledad, andando siempre con aire soñoliento y despistado, mientras me adentraba por calles estrechas o agitadas plazas. Ella comenzó a trabajar en una cafetería de Sarriá, en la que se escuchaban discos de flamenco y zarzamora. Llevaba un delantal verde, estampado con flores y unas letras negras que rezaban “Cafetería Manolita”. Yo a veces me acercaba a verla desde la ventana, mientras ella preparaba tazas de chocolate caliente y cortaba con esmero los pasteles de manzana.

Volver a la vida real durante aquellos días era una experiencia espantosa, así que poco a poco fui creando dos mundos separados dentro de mí. El primero representaba lo mudable, la espuma, todo aquello que se sucedía y perdía sin dejar forma: las conversaciones banales, los tickets de metro, la declaración de la renta, los vendedores ambulantes de salchichas, las panaderías, las discusiones a media voz de los vecinos de arriba, lavar los platos o las tiendas de zapatos. El otro lado era el lado de la vida, de los atardeceres, la poesía, el jazz, el cine Verdi, aquel viejo alemán que tocaba el clarinete en la plaza del Diamante, el vino blanco y frío o los paseos por la playa que siempre terminaban en el mar, buscando algún tipo de enclave entre las olas. Evidentemente, cada vez me fui quedando más solo. La mujer de mi vida se llamaba Clara, merecéis saberlo. Clara. Qué ligero y suave suena su nombre esta noche… Tal vez en algún lugar del mundo esté repitiendo ella el mío. “Albert, Albert”. Y piense “qué oscuro y frío suena su nombre esta noche”.

La última vez que vi a Clara llovía a cántaros, habíamos ido juntos a la calle Tallers, ella quería comprar unos carretes de fotos y un vinilo de Bowie en una rara tienda de segunda mano. Todo lo que sucedió se me antoja como borroso. Sólo sé que yo llevaba tres rosas rojas y ella un paraguas amarillo y los mismos ojos extraños y tristes de siempre. Nos besamos a la salida de la tienda, sí, nos besamos como habíamos hecho todas las tardes hasta entonces, y nuestro beso tuvo ese raro sabor que arrastra la garganta cuando ya has consumido un par de cajetillas de tabaco mezclado con lluvia y dolor y el aroma a sueños perdidos y destinos rotos que va dejando la vida a través de los años. Ella se giró con el paraguas abierto, amarillo, amarillo como un girasol en un entierro y yo me quedé quieto mientras a mi lado se sucedían las imágenes y los rostros y como un alfiler dorado se fue perdiendo entre la multitud y yo seguí quieto en mitad de la calle Tallers, entendiéndolo todo o tal vez no entendiendo nada, pero con tres rosas rojas en la mano y un largo viento de melancolías y partidas agitándome la cara. Permanecí parado durante al menos un par de horas. Al final, marché hacia mi casa, empapado por la lluvia, tiritando de frío y mis lágrimas se fundieron entre el diluvio como metáfora de los siglos, los recuerdos y las sensaciones que amargamente dejamos atrás, como dejamos atrás la juventud y los sueños. Llegué a mi bloque, allá no había nada, ni siquiera el recuerdo de Clara. Me senté en la cama, tomé un yogurt azucarado y antes de quedarme dormido sólo pude pensar en las rachas de habaneras que se escuchaban por las calles de Gracia en las noches de verano, aquellas que puedo recordar aún ahora, en esta noche larga. Y también es ahora cuando pienso en que es posible que el rostro de Clara se haya perdido entre los años, pero en su lugar esta melodía insólita me sigue acompañado en los momentos más tristes, embelleciendo y tiñendo de nostalgia este sopor melancólico, el cual ni siquiera la memoria a veces conserva y al que inevitablemente conocemos como pasado.

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