La sala se va inundando poco a poco. Todos los asistentes son hombres. Algunos de ellos aparecen vestidos de traje de chaqueta o pingüino. Otros van más de andar por casa, pero igualmente presentables y acicalados. La situación es distendida. Uno de ellos, el más dicharachero, habla con unos y otros, cuchicheando entre los diferentes grupos que se van formando alrededor de la pantalla. Los demás están tranquilos, consultando sus smartphones en silencio y respondiendo con monosílabos aislados al hablador cuando este los frecuenta.

Un cartel colgado del techo a pocos metros reza en letras de fiesta de cumpleaños: “Bienvenidos al infierno”. El cartel queda algo invisibilizado tras unas cortinillas y una iluminación que centra toda su atención fluorescente en el otro lado de la pantalla, iluminado por cinco focos que tiñen la sala de un azul oscuro mate dejando un amplio espacio ensombrecido. Nadie se apercibe del mensaje. Sin embargo, sigue ahí.

Y entonces llega ella: las luces mate desaparecen dejando paso a unas luces mucho más radiantes, que ahora se dirigen exclusivamente hacia el espacio que hay tras la pantalla, el cual es inmediatamente ocupado por una chica joven. Ella actúa despreocupada, indiferente e inconsciente, podríamos decir, al hecho de que está siendo vista por una veintena de hombres. La chica coge unas cajas, luego se rasca la cabeza, coge también un paño y un poco de producto de limpieza y se va. Luego vuelve, ahora limpia una encimera. Se vuelve a ir. Vuelve con unos libros y se sienta a leer uno de ellos. De vez en cuando subraya. Ahora parece estar meditando sobre algo imperceptible. Se lleva la mano izquierda a la barbilla. La mirada se dirige al infinito, a las musarañas, a la inopia.

Entretanto, los hombres se han quedado en completo silencio, observándola. Algunos anotan en una pequeña libretita que llevan consigo, otros escriben en los teclados digitales de sus móviles. Su mirada es fría, analítica, como si escrutasen cada pequeño movimiento de sus brazos, cada pliegue de su ropa, cada matiz en la mirada.

Así transcurre una hora al cabo de la cual la chica abandona por última vez la habitación y las luces vuelven a su azul mate anterior. Es entonces cuando comienza el verdadero análisis.

Los hombres dejan de mirar hacia la pantalla y ahora se miran entre ellos, como si fuesen examinadores o miembros de un jurado a punto de evaluar a un importante candidato. No tienen claro por dónde empezar ni quién debe dar el primer paso. De repente, uno de ellos, sin dudarlo, el dicharachero, levanta la voz levemente para luego amplificarla mucho más, diciendo: “Yo destacaría el color de su pelo”. Los demás hombres se miran entre ellos y miran al hablador, inseguros de la afirmación que su compañero acaba de hacer. “Es un color brillante, ¿no pensáis lo mismo?” Los demás se sienten cada vez más visiblemente incómodos con el tipo hablador, como si no encajase en el grupo. De repente, cuatro de los hombres se dirigen a él y, casi sin darle tiempo a nada, lo cogen y lo arrastran hasta sacarlo de la habitación. Lo echan fuera y cierran la puerta con llave. Se oyen golpes en la puerta, gritos al otro lado, durante menos de un minuto. Luego silencio. “Ya se ha ido”, dice uno. “Menos mal, pensé que nunca se callaría”, dice otro.

Ahora que nadie les interrumpe, los hombres se concentran, desenfundan sus bolígrafos, se disponen a escribir en ellos. Transcurren varios minutos en los que nadie más habla.

En alguna de las libretas de los hombres más cercanos a la luz central, puede leerse: “Pelo demasiado claro”; “Caderas demasiado anchas”; “Tez muy oscura”; “Nariz demasiado respingona”. En otro cuaderno, algo más ensombrecido, a duras penas entrevemos: “Más alta”. Junto a él, un smartphone reza: “Más pequeña”. Un papel cae al suelo. Escrita en él una única palabra: “Sumisa”. Su autor se apresura a recogerlo cuidando que nadie lo vea. Otro de los enchaquetados masculla sin darse cuenta al escribir: “Debe ser más descarada, más rebelde”. El más alejado de todos, escribe en una Tablet: “No tiene pinta de zorra”.

Al cabo de quince minutos, los hombres dejan sus libretas, cuadernos y dispositivos y se sientan en silencio. La intensidad de la luz central va aumentando progresivamente, horadando la incipiente calvicie de algunas cabelleras, jugando con las formas geométricas de otras. Sus rostros y sus cráneos parecen rediseñarse. Todos se miran a los ojos con serenidad, como si acabaran de realizar un ejercicio espiritual. De una puerta que hasta ahora había pasado completamente inadvertida aparece un hombrecillo muy delgado, que se acerca con decisión al inmóvil grupo, coge una silla de alguna parte y la coloca en un extremo, presidiendo la reunión. Se sienta con aire de autoridad y mira a todos a los ojos durante unos instantes. Ellos responden como lo harían ante un director ejecutivo, con orden, respetando las jerarquías. Todos esperan unas palabras del jefe, que llegan así: “El tiempo se ha consumido, señores. Espero que hayan podido calibrar bien todos los detalles del cuerpo y del espíritu. Ahora mismo, esos detalles se recogerán y se calibrarán durante un día. Mañana a esta misma hora, tendrán sus resultados. Les recuerdo que la decisión es irrevocable, por lo que no podrán realizarse cambios de última hora, a menos que se abone con posterioridad un importe mayor”. Antes de despedirlos, el individuo reparte unas tarjetas numeradas con las que les recibirá al día siguiente.

Los participantes se agolpan en la puerta del establecimiento diez minutos antes de que este abra. Están nerviosos, callados, miran inquietos sus dispositivos móviles de cuando en cuando. Verifican los datos. Piensan en silencio. Miran al infinito. De repente, las puertas se abren y aparece el hombre encogido del día anterior, quien los recibe en una sala mucho más pequeña que la del visionado, dándoles la sencilla instrucción de esperar: “esperen, señores, si son tan amables, en esos asientos, y les iré llamando de uno en uno”. Así lo hacen, disponiéndose todos en sendas sillas de hierro y espuma. Al llamar al primero por su número asignado, se abre una compuerta por la que entra, sin que se lo vuelva a ver. Todos aceptan esto como un signo más de normalidad, aunque en su interior crece la zozobra. Va pasando el tiempo. Ninguno entiende cuál es el orden por el que los están llamando, pues los números son largos y complicados. Hacen varias aproximaciones y todas fallan. Al cabo de una hora, ya solo quedan dos hombres en la sala de espera: 345782109900 y 563113432897, que se miran de reojo, con cierta ansiedad, cada uno de ellos espera que lo llamen a continuación y no ser el último. Tras media hora de acumular tensión mandibular en sus rostros y agarrotamiento de su postura, llaman finalmente a 563113432897, quien esboza una sonrisa forzada para despedirse de 345782109900. 345782109900, sin embargo, lo mira fríamente en silencio hasta que abandona la sala. Ahora solo queda él. Desea que todo acabe lo antes posible. Desea verla, examinarla, comprobar que todo está en orden. Está casi seguro de haber elegido las características correctamente. Las anotó todas en su cuadernito. Todo lo que importaba, todo lo que siempre le ha importado de una chica, de la chica de sus sueños. Porque esa chica, la chica de sus sueños, -piensa 345782109900 mientras espera nervioso que el hombrecillo vuelva a aparecer y le invite a pasar adentro como ha hecho con los demás, mientras, en su espera, se muerde las uñas, tímidamente al principio, con furia después- es de una manera y no de otra, y eso es algo que él no puede evitar, no puede cambiarlo, es así y no puede ser de otro modo. Sus dedos mordisqueados empiezan a entumecerse. Le duelen. Todo su cuerpo se estremece, presa de un frío repentino. Se abre la puerta. El hombrecillo aparece, más sonriente que nunca, con una mueca estática, congelada en su expresión. La primera sensación de 345782109900 al verlo es de repulsa hacia aquella sonrisa petrificada. Pero al cabo de unos segundos, su reacción es otra. Se levanta, se da cuenta de que ha llegado el momento. Trata de aparentar tranquilidad y alegría, lo que da un aspecto aún más rígido a sus músculos. El hombrecillo inmediatamente le dice: “No se preocupe, todos pasamos por este trance. Bienvenido a la recta final. Ha llegado usted al producto por el que nos contrató y por el que ha luchado a lo largo de esta semana. Es usted libre y va a poder disfrutar de él para toda la vida. Y si se cansa, no se preocupe, lo reconduciremos. Quiero que sepa que siempre podrá contar con nosotros para que le reconduzcamos su producto deseado”.

345782109900 se alegra sinceramente de aquellas palabras de ánimo. Sabe que siempre puede arrepentirse de su elección, claro que dicho arrepentimiento incurriría en su correspondiente importe monetario. “No es lo normal, señor, que nuestros clientes cambien de producto. Todos están más que satisfechos y nos llegan cartas de agradecimiento desde todos los rincones del mundo. Le puedo asegurar que no estará tan inseguro cuando la vea. Es, sencillamente, perfecta”.

Estas palabras resuenan en los oídos de 345782109900 como una taladradora. ¿Qué ha hecho? Ahora no puede volverse atrás. ¿Qué ocurrirá si la desprecia? ¿Si es horrible? ¿Qué pasaría si no llega a enamorarse de ella? ¿Y si ella tuviera algún defecto? Pero no es posible que ocurra eso. Nada puede salir mal, o eso le han prometido.

“Acompáñeme señor, muéstreme su tarjeta”. 345782109900 sale de la sala de espera, tratando de secarse disimuladamente las gotas de sudor. Al fondo de un largo pasillo, ahí está. Es ella. Los retraídos pasos de 345782109900 se acaban. Es perfecta, tal y como el hombrecillo se la ha descrito. Es la chica de sus sueños. Los patrones con los que siempre ha soñado se repiten. Es ella. Siente un miedo atroz hasta casi desfallecer. Le tiembla todo el cuerpo. Al llegar a la sala, los retraídos pasos de 345782109900 se acaban, sus piernas se paralizan. El hombrecillo los presenta. Ella lo mira. “Hola”, dice. “Me llamo Alexa”. El hombrecillo le asegura que es totalmente humana, “salvo alguna pequeña cuestión de programación, como ya usted sabe”. Alexa mira a 345782109900 desafiante. “¿Por qué me mirará así?”, se pregunta con el ánimo perturbado. “Me han dicho que te llamas Juan”, dice. “Juan, no estés nervioso. Deberías estar contento al haber cumplido tu sueño. ¿Es que no te gusto? Eso podemos remediarlo”, le dice esto último guiñándole su ojo derecho perfectamente diseñado según los patrones caucásicos. Pero Juan siente que su corazón está a punto de salírsele por la boca. Traga saliva por un momento. Le hace a ella un gesto con la mano, como queriendo apartarla. Alexa se entristece visiblemente, pero guarda silencio y espera.

La cabeza de Juan está a mil por hora. No sabe por dónde empezar, ni qué hacer con esta mujer tan extrañamente hermosa y dulce que, además, parece amarlo. De repente, su mente da un vuelco, algo resuena en su interior. Aunque no es un sonido y se parece más a un pensamiento, tal vez la mejor imagen para explicarlo sea la de una especie de sonido lejano, al fondo, en la bruma, oculto entre pensamientos. No llega a tomar forma, las palabras no terminan de poder moldear este murmullo neblinoso, libre todavía del lenguaje, previo a él. Se frota los ojos. Parece haber despertado de un largo sueño. Aun aletargado, camina hacia donde está Alexa. Ella le sonríe. Él le devuelve la sonrisa. Su actitud no es la misma. Actúa con naturalidad, como si estuviera ante la mujer amada. “Podemos irnos ya”, le dice él. “Seremos muy felices”, le responde ella. “Ya lo verás”.

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