Hoy vengo a contaros una de las historias más tristes que jamás habríais imaginado. Y no, no está en mi contenido; nadie quiere saber absolutamente nada del mismo. Por ello, no es necesario que os molestéis en abrirme, ¡nadie quiere hacerlo!
Todo comenzó con la dulce brisa que acariciaba sus mejillas; como cada mañana, ésta colonizaba cada rincón de la habitación, haciendo inevitable escuchar, a una cierta lejanía, todas las vociferantes conversaciones que colapsaban entre sí; ¡Exacto! Ese griterío mañanero, tan agudo y repetitivo, que queda atrapado en tus oídos y en los de muchos transeúntes día tras día
Cada minuto que transcurría era idéntico al del día anterior, tan sumamente monótono y tedioso, que apenas merece la pena relatarlo. Ya saben, signos habituales encuadrados en el ritmo habitual: Un rezagado entre las sábanas, que enrolla la pereza de lado a lado con largos suspiros, tratando de esconder, un día más, el largo suplicio que se avecinaba.
Se trataba de un día cualquiera, guiado por el ritmo de sus melódicos pasos. Eran cortos, como los de cualquier otro niño. Soportaban el mismo trayecto cada día, siempre con mal augurio. Tanto, que al doblar la esquina donde se expandía el gran naranjo, estos se entumecían tímidamente.
Al aproximarse, sus pisadas resultaban indistinguibles entre la algarabía y la muchedumbre que trataba de cruzar la entrada. ¡Qué prisas llevaban! Todos canturreaban, casi al unísono, arrastrando las ruedecillas al compás de sus carreras apresuradas para llegar en primer lugar.
Vivo confinado, envuelto en una nube polvorienta, destinado a cargar con una maldición eterna ajena a los confines de mis letras. ¡Qué desgracia la mía!, ¡y qué desgracia la suya!
La polvorienta soledad que me ha abrazado durante largos días, se romperá cuando los brazos indicados me extraigan del olvido. Así hoy, y por primera vez desde entonces, mi soledad llega a su fin. Al final del día estaré junto a él: sin ojos que me lean, sin mochilas que me guarden, sin bocas que me relaten, pero junto a los brazos que más me amaron.
Y comenzó entonces un nuevo día, un nuevo desgarro en su alma ya encogida; ¡únicamente lo sentía yo!, ¡el miedo! Sus manos desesperadas aprisionándome contra él, ralentizando el ritmo de sus andares enmudeciendo, poco a poco, hasta alcanzar el más sepulcral de los silencios.
Fue entonces, tras cruzar la entrada, cuando se aventuró a subir las escaleras, pasar la ventana y cruzar el estrecho pasillo. Abrazado a su única salida, quedaban sus ojos clavados en la claridad que atravesaba por aquel ventanal mientras sus tiernos piececillos avanzaban, tremendamente despacio, desviándose hacia la penúltima puerta.
Alguien giró el pomo y delató su aparente invisibilidad. Quedamos él, y yo entre sus brazos, ante una amalgama de risotadas y señalizaciones grotescas que una distinguida voz grave imploraba, repetidas veces, cesar de inmediato. Sus brazos temblorosos me hicieron caer al suelo, y fue tal el bullicio ensordecedor generado en un instante, que apenas logró encontrarme y recolocarme entre el terremoto de sus miedos.
A pasos agigantados se aproximó la voz grave que, con una mano tranquilizadora, tendió su indudable ayuda y nos condujo hasta el tercer lugar de la fila, donde se encontraba su banca.
He pasado por tantas manos que ni siquiera alcanzo a contarlas. Todos han recorrido mis páginas con entusiasmo, embebiendo ficciones que muchos desean vivir. Después de tanto tiempo, puedo afirmar algo con certeza: las historias son curiosas. Muchos las cuentan, pocos las creen.
Desde aquel día nadie ha querido conocer mi historia interior, la ficticia, sino la que cayó sobre mí: la real. Y están en lo cierto, ninguna redacción de las que pueda contener podrá inhibir el poder del suceso real, el inconsciente dormido que no transcurre en nosotros, los libros.
Nunca antes habían paseado unos ojos tan apagados por las líneas que encierro. Recuerdo que era lo único que hacía: voltearme aquí y allá, pasando las historias una y otra vez, como si de acelerar el tiempo se tratase.
Cada día, como iba contando, estaba formado por una serie de secuencias repetitivas, como un ciclo que únicamente avista un principio, sin fin alguno.
Corríamos los dos juntos; él conmigo, y yo con él. Huíamos, constantemente, de las manos que le agarraban bruscamente, de los golpes en la nuca, de las zancadillas, del escozor provocado por los recientes arañazos, de los minutos a solas y de las oleadas cargadas de difamaciones.
Casi todos los descansos los dedicaba, con sus ojos apenados, a embeber una de mis historias, esbozando una ligera sonrisa. Entonces, siempre aparecían unas manos que me apartaban de él entre gestos enajenados, mientras otras muchas se aproximaban a su pelo enredado. Brotaban golpes, gritos y lágrimas de los que resultaba imposible escapar.
En ocasiones no existía escapatoria alguna, ni siquiera fuera del propio recinto. Acechaban pasos silenciosos sobre la intimidad de su vuelta a casa. Ojos que continuamente buscaban la manera de mantener cerca el pavor en su punto más álgido; palabrerías coloreadas en puertas y timbres que sonaban más de la cuenta.
Absorto en su mundo, incapaz de comprender el por qué de cada suceso al que se enfrentaba día tras día se dirigió, nuevamente, al estrecho pasillo.
Debo decir que, sinceramente, ninguna historia podría haberle salvado aquel día, ni ningún otro. Ni el más ficticio de los mundos lograba abstenerle de su cruda realidad.
Su mundo crecía y crecía sin cesar. Caminando entre gigantes observaba, tratando de vislumbrar sus pasitos camuflados. Envuelto en el abrumador paso de las horas, vagabundeaba, aferrado a otros mundos, tratando de encontrar una salida.
Encontró el mismo escenario por el que paseaba todos los días, aunque con una única diferencia: el silencio había inundado todo espacio a su alrededor.
Avanzaba, avanzábamos juntos, al igual que los días anteriores. Aprisionado contra su pecho, crecían los latidos de su corazón, devorando los resquicios de cobardía que yacían de la infinita angustia.
Recuerdo cómo, por última vez, recorrió cada letra mientras quedaban impregnadas sus lágrimas. Siendo lo único que añoraría, me dejaron sus manos en el suelo, abandonándome.
Quedó su cuerpo paralizado, dejando que las ráfagas de viento rozaran sus mejillas. Temblaron sus piernecillas, quedando el resto del cuerpo estático, paralizado.
En la nube de silencio que envolvió aquel espacio, apenas se distinguían sus sollozos. Mientras el resto se hallaban centrados en las lecciones de una sola voz, sus ojos memorizaban cada hermoso detalle que alcanzaba a distinguir desde las alturas.
En un instante, la apacible calma estalló. Cayó de forma consecutiva, como piezas de dominó, desatando el pánico en cada aula.
Lo único que se lograba distinguir en aquella jauría de gritos espantados, fueron los apresurados lloriqueos que parecían ahogarse conforme avanzaban hacia el escenario.
Un cuerpo inerte, desinflado y de cráneo casi inexistente fue la imagen que, grabada a fuego, quedó en la memoria colectiva, y en la mía.
Quedé en el suelo, pisoteado por curiosos y atemorizados que trataban de hacer hueco entre el tumulto. Sn embargo, cuando alcanzaban la primera fila, era tal el vuelco que revoloteaba sus corazones que desearon, aunque demasiado tarde, no haberse levantado jamás de la silla.
Aquel día mis letras, las letras, lloraron. Sin lágrima capaz de solventar el desastre, lo único que me queda es rodearme entre sus brazos endebles bajo dos metros de tierra. Ahí, aunque no pueda recurrir a mí, las historias siempre le acompañarán; las letras dejarán de llorar.
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