Meiko y Eric eran los mejores amigos que uno podía imaginar. Tenían seis años, y ambos eran hijos únicos. Se habían conocido una mañana soleada de domingo en un parque, cuando a Meiko se le habían desatado los cordones de sus zapatillas de jugar. El chico aún no había aprendido a atárselos él solo, por lo que siempre tenía que pedírselo a sus padres. Sin embargo, antes de acercarse al banco donde ambos estaban sentados hablando, otro chico de su misma edad, Eric, se agachó junto a él y se ofreció a ayudarle. No solo eso, pues también le enseñó, con más paciencia que un adulto, cómo se los podía anudar él solo. Las hojas caídas de los árboles del parque se agitaron como si sonrieran ante aquel acto de bondad de Eric, en lo que fue el comienzo de una alegre y valerosa amistad.

Ambos, ilusionados de tener un nuevo amigo, dejaban que el otro amarrara sus propios cordones cada vez que estos se desataban mientras saltaban de un lado para otro. Con el tiempo, se convirtió en una tradición entre ellos. Cada uno ataría los cordones del otro «por siempre siempre jamás» solían repetir los dos chicos.

Durante meses corretearon por el parque bajo la sombra de pinos y abedules. Se mojaban en la fuente los días soleados, perseguían palomas traviesas y buscaban flores de colores llamativos. Aun siendo tan pequeños, eran capaces de llenar de alegría y alborozo a todo el parque.

Pero un día, una noticia desgarradora oscureció el alma de ambas familias: Eric había contraído una enfermedad terrible, una enfermedad que le arrebataba la energía lenta pero constantemente. Fue ingresado en el hospital mientras los médicos buscaban una solución. Solución que pronto aceptaron no existía. El tiempo de Eric en el mundo, para desdicha de todos, tenía fecha de caducidad.

Meiko visitaba a su amigo por las tardes al salir del colegio. Su pequeño corazón se iba quebrando al observar a su amigo perder el ánimo, la sonrisa y los deseos de jugar.

A veces paseaban juntos por los pasillos del hospital. Cuando lo hacían, los dos amigos siempre llevaban puestas sus zapatillas de jugar, desgastadas y cubiertas de marcas como cicatrices llenas de recuerdos. Pero a Eric cada día la enfermedad le originaba más problemas al andar; sus músculos habían perdido tanta fuerza que en ocasiones no podía ni levantarse de la cama.

Durante uno de sus paseos, a Eric le estaba costando especialmente seguir el ritmo de su amigo, a pesar de que este andaba muy lento para no adelantarse. En un momento dado, los cordones de la zapatilla izquierda de Meiko se desataron, a la vez que los de la zapatilla derecha de Eric. Meiko, quien se esforzaba con todo el alma para hacer que su amigo se sintiera bien, se agachó al suelo e, ignorando la expresión de extrañeza de su compañero, ató los cordones de ambas zapatillas entre sí.

—Si tú no puedes, yo te ayudaré. Por siempre siempre jamás.

Eric mostró una gran sonrisa, lo abrazó con la poca fuerza que poseía y continuó caminando, ahora con más facilidad gracias a la ayuda de Meiko. Ellos aún no lo sabían, pero aquella sería la última sonrisa en la corta vida del pequeño.

El cuerpo de Eric dejó de funcionar esa misma noche sin que los médicos pudieran hacer nada para evitarlo. Meiko lloró y lloró sin consuelo, sintiendo que los lazos que unían su gran amistad habían sido arrancados con la violencia digna de una tormenta.

En el funeral, Meiko se atrevió a decir adiós por última vez a su amigo, quien descansaba en un ataúd abierto, a vista de todos. Sus músculos yacían dormidos; su expresión, apática como una roca. También observó que no tenía puestas sus zapatillas de jugar, sino que llevaba unos zapatos negros elegantes, con velcro en lugar de cordones. Sintió que aquel niño en el ataúd no era su verdadero amigo, no era así como lo recordaba. Recordaba a Eric como alguien risueño y enérgico, con sus zapatillas de jugar y sus cordones desatados, esperando a que él mismo se agachara para amarrarlos. Todo lo contrario a aquella visión gélida y marchita.

Pasaron varias semanas, eternas y mustias como un verano sin sol. Meiko añoraba a su amigo cada segundo. Sin él, sus días eran oscuros y apagados, sin carcajadas, sin brillo en los ojos, sin nadie que le anudara los cordones. Había dejado de jugar en el parque. Sus zapatillas, descordonadas y abandonadas en la oscuridad de un armario, aguardaban a que Meiko volviera a tener deseos de jugar. Pero jugar sin Eric no era jugar.

Por la noche, cuando parecía que podía desconectar de un mundo mortecino, sus pesadillas le devolvían la imagen del cuerpo inerte de su amigo. A veces, con la piel pálida o arrugada; otras, con aspecto esquelético. Se despertaba a menudo sobresaltado, odiando el recuerdo que su cabeza guardaba de Eric. ¿Por qué no soñaba con los tantos y buenos momentos que habían compartido? Su mente, afligida y torturada, parecía borrar aquellas tardes de risas y juegos, sustituyéndolas por una interminable película de imágenes siniestras.

Las semanas sucedían sin que hubiera cambios en la vida del pequeño. Durante el día andaba arrastrando los pies, mientras que en la noche las pesadillas lo atormentaban. Aborrecía tanto estar despierto como dormido. Su existencia era una constante agonía de la que no sabía escapar.

Una mañana de lluvia, en cambio, cuando abrió el armario de su habitación para coger su chubasquero, advirtió sus zapatillas de jugar desatadas y aburridas en un cajón del mueble, y la semilla de una idea germinó en su mente. Pidió a sus padres visitar la casa de Eric, quienes pensaron que no era buena idea por si ponía más triste al chico. Sin embargo, la insistencia de Meiko hizo que al final aceptaran su proposición.

Volver a aquella casa le trajo numerosos recuerdos. Pues, en las tardes de lluvia intensa, se refugiaban en el desván de la casa de su amigo donde, con sus zapatillas de jugar puestas, jugaban sobre los sofás con los juguetes de Eric. No obstante, el rostro blanquecino del que había sido su compañero de travesuras aún le perseguía y se mezclaba en aquellos recuerdos. Es por ello que se lanzó a la habitación de su amigo, y buscó por el armario hasta que encontró sus zapatillas de jugar, descordonadas y olvidadas en una esquina del mueble.

Se acercó a ellas y las acarició, pasando los dedos por los herretes de plástico que estaban a punto de desprenderse. Había amarrado tantas veces esos cordones que sentía que aquellas zapatillas eran parte de él mismo.

Pensó que podía ser desconsiderado, pero se atrevió a pedirle a los padres de Eric si podía llevarse las zapatillas de su amigo a su casa, como recuerdo. Estos, conmovidos por el gesto, accedieron.

Una vez de vuelta a su habitación con las zapatillas de Eric, ya de noche, decidió guardarlas bajo su cama para tenerlas cerca. Después brincó hacia su armario, buscó sus propias zapatillas de jugar, las sacó y las colocó junto a las de su amigo bajo la cama. Las cuatro zapatillas volvían a reunirse, todas con los cordones desatados. Se metió en la cama y cerró los ojos con la esperanza de que, por la noche, debido a la cercanía del símbolo de su amistad, las pesadillas desaparecieran y dieran paso a apacibles sueños.

Pero no sucedió así: las imágenes que Meiko veía de su amigo seguían siendo tan lúgubres y esperpénticas como el primer día.

La noche siguiente lo intentó durmiendo con las zapatillas bajo su almohada, pero tampoco funcionó.

En una ocasión se acostó en la cama temblando de miedo por lo que los sueños le deparaban. Abrazó las zapatillas de jugar de su amigo con las mejillas cubiertas de lágrimas, recordando los momentos vividos atándose uno a otro los cordones. En ese instante los ojos se le abrieron de par en par, y se sintió estúpido. ¿Cómo esperaba que sus pesadillas terminasen si los cordones de su amigo yacían desparramados sobre la cama?

Los anudó, con la ilusión de revivir los buenos recuerdos que ambos compartían una vez entrase en el mundo onírico.

Sin embargo, una vez más, eso no ocurrió.

El pobre chico se vino abajo, y dejó de intentar acabar con sus horribles pesadillas. La esperanza de aquellas noches se había desvanecido por completo; sus pies ahora apenas se levantaban al caminar y sus ojos raramente miraban a algo más allá del suelo. Empezaba a creer que jamás volvería a ver a Eric, y que los buenos recuerdos de su amigo se borrarían para siempre sin dejar ni siquiera las huellas.

Una tarde cualquiera en el asiento trasero del coche de sus padres, sus ojos se posaban de manera desganada en los edificios de una ciudad gris y apenumbrada. Los pájaros canturreaban con voz grave y parecía que las personas hubieran olvidado cómo sonreír. Uno de aquellos edificios despertó algo en la memoria de Meiko: el hospital. Marchito como el resto de la ciudad, pero poseedor de uno de los últimos recuerdos poderosos de su amigo. Recordaba cómo, en una ocasión, debido a la dificultad que tenía Eric para caminar, Meiko ató los cordones de su propia zapatilla a la de su amigo y ambos continuaron el que sería su último paseo juntos.

Pero Meiko no había dicho la última palabra. El solo concepto de olvidar a su amigo le quemaba las entrañas, y él no se iba a dar por vencido aún.

Nunca.

Corrió a su cama nada más llegar a casa, ya de noche, y juntó de nuevo las zapatillas de jugar de Eric con las suyas bajo la cama. Esta vez, en cambio, fundió los cordones de todas ellas en medio y los amarró entre sí, creando un lazo grueso y fuerte que conectaba las cuatro zapatillas.

—Te lo dije, Eric —dijo Meiko en voz alta—. Juntos. Por siempre siempre jamás.

Y tras terminar, se metió en la cama, ahora sí, con la sensación de que todo estaba en su lugar.

Aquella ocasión al entrar en el mundo de los sueños, al contrario que el resto de noches, Meiko se encontró a sí mismo en el parque donde solían correr y saltar.A su lado, su amigo Eric, con la cara rebosante de energía y unos ojos que brillaban bajo la luz de un sol luminoso.

Ambos observaron sus pies, donde los cordones de ambas zapatillas permanecían desanudados. Sus miradas se mezclaron y los dos amigos, reunidos una vez más, sonrieron. Se agacharon, agarraron los cordones de las zapatillas del otro y los ataron en la que sería, esta vez sí, la primera de muchas noches que desde entonces pasarían juntos.

Por siempre siempre jamás.

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