Aquella mañana la habitación de Eduardo quedó vacía.

La noche anterior la pasó en vela con una mezcla de nervios y miedo ante la incertidumbre de lo que había decidió llevar a cabo durante el cambio de enfermeras de su planta. Hacía ya unos meses que había sido ingresado en el hospital San Juan de Dios, donde ya se sabía que te llevaban a morir. No le habían contado mucho pero el término “metástasis” retumbaba en su cabeza desde que lo escuchó,en aquel instante el miedo dio la mano a la desesperanza y oía en bucle las palabras del médico que le sonaban a sentencia: Muy avanzado. Terminal. Sólo nos queda esperar.

Así, aquella grisácea mañana decidió que no quería morir allí, que no quería morir así. Al amanecer se encontraba exhausto pero sacó fuerzas de donde no las tenía y se vistió para escapar de aquella cárcel. Por defecto, o mejor dicho, por obsesión profesional estuvo días haciendo un férreo pero disimulado seguimiento a los hábitos de todo empleado que pudiera frustar su objetivo, cada costumbre de las enfermeras y cada cigarro de la recepcionista fueron creando el informe que haría posible su fuga. Asomado a la tercera ventana de su eterno pasillo, donde cada mañana contaba sus pasos arriba y abajo, vio el cigarro diario de la chica de recepción de las 07:50. Ochenta y tres, ochenta y cuatro, ochenta y cinco…dejó de contar al comienzo de las escaleras y se perdió calle abajo hasta el Paseo de la Isla.

A Paloma le despertó el sonido del teléfono fijo a lo lejos, perdido en algún rincón del salón.

-¡Dejadme en paz!- Gritó mientras metía la cabeza bajo la almohada, intentando ahogar una vez más ese molesto sonido.

Necesitaba dormir. Llevaba días intentando huir, buscando una salida en el fondo de alguna botella, encontrándose el amanecer colándose por las gafas de sol hasta que tropezaba con otro local donde compartía un chupito de vodka aromatizado con los churros con chocolate de la mesa vecina.No habían parado de llamarle desde que se perdió entre la gente a la salida del entierro de su madre. Ahí comenzó su huida. De la compasión, de las miradas, del abrazo de ese familiar del que no sabía ni el nombre…

Finalmente, se levantó con el nórdico a cuestas y descolgó el teléfono.

Otro palo más… La mujer que llamaba le explicaba que intentaba localizar a la exmujer de Eduardo, que le aparecía como contacto ese número fijo. Ante el silencio del otro lado de la línea siguió hablando, dejando claro que era una situación de urgencia porque había desaparecido del hospital. Su padre, enfermo de cáncer, con el que no tenía ninguna relación desde hacía varios años volvía a aparecer (como siempre) en el peor momento posible.

-Está…muerta…tuvo un accidente..- No pudo terminar la frase, rompiendo a llorar tuvo que cortar la llamada.

Se quedó sentada en el sofá con el inalámbrico aún en la mano, siendo consciente por primera vez en días de su situación, de lo que implicaba que su madre ya no estuviera, del pánico que le invadía ante la incertidumbre. No iba a ser egoísta centrándose en que no era el mejor momento para eso, al fin y al cabo era su padre y sabía, por lo poco que había querido escuchar, que una enfermedad terminal se le había metido hasta los huesos en relativamente poco tiempo, no había tenido ni tiempo ni ganas en los últimos meses de ir a verle o llamarle para darle su apoyo porque el rencor a veces es más fuerte que el amor.

Después de una larga ducha pudo recomponerse un poco y decidió acercarse al hospital a informarse de lo que había pasado. Cuando llegó le comentaron que había personal buscándole y que la policía estaba avisada pero de momento no iban a actuar hasta pasadas 24 horas. Le dieron la descripción con lo que podía llevar puesto, le facilitaron una foto de su último cumpleaños y quedaron en informarle si sabían algo nuevo.

No reconoció en aquella foto al hombre autoritario y agresivo que controlaba a su madre y le atemorizaba a ella, ni tampoco al teniente tan laureado por actos de servicio al que sus compañeros admiraban. Era una versión desmejorada de aquel monstruo al que había tenido tanto miedo y la mirada brillante ante la tarta de cumpleaños no dejaba adivinar el pasado. Sintiendo la leve llovizna que despejó sus ideas se dirigió sin pensarlo demasiado, como había hecho su padre horas antes, hacia el arco iris que enmarcaba ahora el Paseo de la Isla.

Horas después, tras preguntar a todo el mundo con el que se cruzaba si habían visto a un hombre alto, de pelo canoso y de haberse encontrado con amigos de la familia que seguían viviendo allí, se dirigió a la orilla del río a la altura de la casa en la que creció mientras revivía su niñez y algunos buenos momentos vividos con Eduardo.

Echó a andar por el solitario camino viendo aquel paisaje familiar con otros ojos, perdiendo poco a poco la esperanza y pensando que quizá estaba lejos ya, que había cogido el primer autobús y que se perdería una vez más para todos, empezó a sentir la angustia de aquel que piensa: ¿Y si no le vuelvo a ver más?. En el fondo aquello le dio un pequeño alivio mental, volvería a su casa a esconder sus miedos bajo el nórdico hasta que tuviera fuerzas para seguir con su vida.

Se encontró de pronto más lejos de lo que hubiera querido llegar y con el sol amenazando con desaparecer, se dirigió a cruzar el puente camino a la estación de autobuses por si alguien reconociera al hombre de la foto.

Intentando no caer por el resbaladizo acceso desde la orilla vio, río abajo entre la maleza, enmarcada por los colores del atardecer, una silueta con gabardina gris flotando boca abajo enganchada a la raíz de un árbol y sintió que todo aquello de lo que había intentado huir días atrás volvía a empezar.

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