Raúl estaba a punto de salir al trabajo cuando vio que la botella de vino no estaba en el asiento trasero del carro. Luego del golpe de perplejidad, intentó recordar si la había dejado en el apartamento, y volvió a tomar el ascensor para revisar sus escondites. No la encontró en el fondo de la nevera, ni en la gaveta de su escritorio. No apareció ni siquiera en la alacena de los productos de limpieza.

Casi sin pensarlo agarró el celular y marcó el número de Cristi, casi sin respirar. Mientras sonaba el tono empezó a notar un color que parecía ser vergüenza en toda su cara, pero exhaló con alivio cuando contestó.

—¿Papá?

—Hola, amor, ayúdame que tengo prisa. ¿Has visto una botella que tenía guardada en el carro?

—Sí, creo que la saqué para guardarla.

—¿Entonces está en la casa?

—Lo siento, creo que me la llevé y se me olvidó.

A Raúl le pareció que su lengua se infló, y tuvo que tragar con esfuerzo antes de responder.

—Esa la iba a regalar hoy en un cumpleaños de la oficina. La necesito.

—¿Sí? ¿A quién?

Cualquier otro día, Raúl podría haber mencionado a algún compañero o un nombre indistinto, aunque fuera inventado, pero en ese momento no veía nada dentro de la nube que se estaba formando en su cabeza. Parecía que el cuello le empezaba a pesar. Titubeó, pero no pudo decirle nada a su hija.

—…¿papá?

—Por favor, nada más necesito que…

—¿Me estás mintiendo?

Raúl colgó inmediatamente. Al ver la hora en la pantalla del teléfono se dio cuenta de que llegaría tarde a la oficina si no salía inmediatamente. Bajó al estacionamiento y no pudo evitar volver a inspeccionar el carro mientras conducía hacia la salida.

El calor era insoportable, y el tráfico era una mole inmóvil. Raúl intentaba no desmayarse hasta llegar a la oficina, todos sus pensamientos dirigidos a una pequeña botella de cerveza en su cubículo que le alcanzaría por lo menos hasta el mediodía. Entonces podría ir al bar.

Nunca le había pasado esto antes. Las primeras copas que tomó solo, hace más de dos años, fueron celebraciones de días terribles. Pero con una distribución estratégica de botellas, garrafas y alguna que otra ampolla, Raúl podía beber todos los días sin llamar la atención. No era difícil, con un mínimo de organización bastaba. Pero mientras esperaba sudando en frente de infinitas luces rojas, Raúl calculaba, maldecía y se reconcomía, atribulado por aquella única falta en su sistema.

Después de una cola titánica logró estacionar en frente del gigantesco edificio de concreto. Se tambaleó hasta llegar al ascensor y se apoyó de las paredes durante todo el trayecto. Una vez en el piso de la oficina pasó frente a la recepcionista con lentitud, pisando con cuidado. Iba dirigido a su cubículo cuando sintió un peso en su pecho que lo detuvo. Enrique lo había interceptado y lo estaba arrastrando hacia la sala de conferencias.

— Seguro me dices que se te olvidó la presentación de hoy.

— El tráfico, creo que…

— Tuve que entretener a los inversores mientras te esperaba.

—¿Los inversores están aquí?

Lo metió en la sala y cerró la puerta mientras lo introducía a varios ejecutivos que lo miraban fijamente desde sus asientos. Raúl sintió cómo volvía a quedarse sin nada que decir. La voz de Enrique retumbó:

—Ahora Raúl va a detallarles el desempeño del departamento de ventas.

Como por automatismo, Raúl empezó a recitar cifras y porcentajes. Estaba comentando sobre el inventario en las fábricas cuando tuvo la sensación de que sus tripas estaban ardiendo. Empezó a temblar violentamente y a tener arcadas. Sonaba como un animal muriendo. Le costaba respirar y se agachó, esforzándose por no perder el equilibrio mientras intentaba vomitar algo que no estaba dentro de él. Cuando se le pasó, vio que los ejecutivos no habían cambiado de expresión, pero Enrique le gesticulaba desde el fondo del cuarto, con la cara morada. Sin decir más, Raúl salió. Recogió el botellín de la pequeña nevera debajo de su escritorio y salió. Cristi estaba sentada en la recepción. Pasándola de largo, le preguntó sin mirarla:

—¿No deberías estar en el trabajo?

Ella lo siguió hasta el ascensor y lo acompañó en la bajada.

—Vamos a la casa, papá. Yo te llevo.

—No me pasa nada, deja el fastidio.

—Estás temblando, no digas que no te pasa nada.

—Vete tú. Hoy ya hiciste bastante.

—¿Esto es por el vino?

—Qué vino ni qué nada, Cristi.

—Papá, estás enfermo.

Al llegar a la planta baja, Raúl se adelantó y sacó la botella de su bolsillo. Había salido a la calle cuando escuchó a su hija zapateando detrás de él. Antes de que se diera cuenta, ella le había quitado la botella y la había lanzado a la calle. Un escalofrío sacudió a Raúl. Gritó:

—¡Arpía!

Ya ni siquiera podía mantenerse erguido. Iba a cruzar la calle cuando escuchó a Cristi por encima de una corneta ensordecedora:

—¡Papá!

Raúl paró en seco y volteó, como por reflejo, pero vio con el rabillo del ojo un carro que pasaba a centímetros de su cara. Sintió una explosión de dolor en su pie izquierdo y empezó a ver puntitos de luz. El carro frenó con brusquedad a unos metros de él, y un hombre se bajó, haciéndole señas, preguntándole si estaba bien. Las piernas de Raúl estaban a punto de dejar de sostenerlo, pero el hombre lo cargó y lo recostó en la acera. Cristi corrió hacia él, bañándolo de lágrimas, pidiéndole que dijera algo. Pero para Raúl, lo único que existía eran las pulsaciones en su pie y su cabeza, continuas y lacerantes, el dron de la corneta que parecía que no iba a parar nunca, el fuego que subía desde su estómago hasta su garganta, los rayos del sol que eran como alfileres en toda su piel. Intentó protegerse con el brazo de la luz, de toda la gente que lo veía, el espectáculo del hombre tirado en la acera con el dedo gordo que colgaba de lo que quedaba del zapato de cuero. Mientras la sirena de la ambulancia se alzaba por encima del tumulto, Raúl recordó que todavía le quedaba un whisky debajo de la cama.

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