Estoy perdida. No diré que el miedo se apodera de mí, porque desde hace horas mi único objetivo es conseguir no saber dónde me hallo. La sensación me invade poco a poco y saboreo hasta el último segundo de desesperación. Las luces se van y ya apenas ningún rayo de sol se filtra entre las copas de los árboles. Me paro en seco, y aunque el frío me cala los huesos y me impide casi respirar, hace meses, o quizá años, que no me siento tan viva.

Observo el bosque que me rodea con atención, y me doy cuenta de que mis ojos no están acostumbrados a esta oscuridad. Todavía se distingue el verde intenso, oscuro y frío, que envuelve cualquier punto al que miro. Las enormes raíces de los árboles saltan y se esconden por la tierra, y el olor fresco y húmedo me llena los pulmones con generosidad. Siento la garganta helada, y una lágrima resbalando por mi mejilla. Es exactamente igual que la última vez que lo visité. Pongo atención en mis oídos y poco a poco la vida nocturna del bosque empieza a despertar. Los sonidos se vuelven tan intensos que me sorprendo ante cualquier roce de las hojas. El musgo mullido silencia los pasos de los animales, pero aún así el abanico de detalles es tan amplio, que no me hace falta ni cerrar los ojos para concentrarme.

Todavía quedan un par de horas hasta que empiecen a buscarme, cuando vayan al laboratorio y se den cuenta de que les he traicionado. Si James me mantiene suficiente tiempo a salvo, podría conseguirlo. La policía me buscará en mi casa y cuando hayan preguntado a todos mis conocidos dónde estoy, rastreará mis últimos movimientos. Obviamente todo el dispositivo de seguridad nacional me estará buscando hacia la media noche. No estoy segura de si James cantará bajo presión, pero decido que la única forma de hacerlo es confiar en que el valor se apodere de él cuando intenten echar la puerta abajo. Porque sin duda lo van a intentar. El suero que yo he robado es infinitamente valioso. Si no me he equivocado, todo valdrá la pena en unos minutos.

Allí, en medio del bosque, siento como si me encontrase en otro mundo. Bueno sí, es mi mundo, pero no en el presente. Y tampoco mi país. La primera vez que vine pensé que me había vuelto loca. Nadie que yo conociese había visto nunca tal cantidad de árboles juntos. Yo, por aquel entonces, lo más parecido que había visto era un pequeño brote de lentejas que había cultivado de forma clandestina mi vecino. La tierra la había robado y tratado durante semanas, sin que nadie lo supiese. La hizo crecer en su desván, y hasta hizo un pequeño agujero justo encima para que se filtrase la luz del sol. Me la enseñó después de que le prometiese que nunca se lo diría a nadie. Semanas más tarde vinieron a por él. Por lo que supe, los sensores de la cúpula habían captado un punto de producción de oxígeno inusual. Mi madre me dijo que se lo habían llevado a un juicio y que volvería en un par de días, pero yo sabía que seguramente lo habrían matado la misma noche de llevárselo.

—Además, lo tenía merecido. Espero que lo encierren un tiempo y así lo comprenderá— dijo mi madre, con voz cantarina, cuando nos enteramos—. ¿Es que ese hombre no ve las noticias? ¿No sabe que podríamos morir todos si… seguía haciendo eso?

—Cultivar no mata a nadie— mascullé. Mi madre profirió un grito ahogado y me miró como si acabase de decir algo insólito.

—¡Keira! —exclamó—. ¡El oxígeno es peligroso! ¡No puedes ir por ahí diciendo esas cosas!

Mi madre cree al pie de la letra la versión que el gobierno nos ha vendido. Los árboles y el oxígeno son peligrosos. Por eso tenemos que vivir en cúpulas con gas controlado, que las grandes empresas producen en laboratorios y luego nos venden. Pagamos por respirar. Vivir con oxígeno es un lujo que no cualquiera se puede permitir. El castigo para aquellos que no lo pueden pagar es la salida de la ciudad. No he conocido a nadie que haya sido expulsado, porque la mayoría de los que no tienen suficiente dinero muere en los barrios marginales de hambre, ya que se lo gastan todo en respirar.

Me miro los pies descalzos en el musgo. La sensación húmeda me traspasa las plantas de los pies. Él ya viene. Me lo prometió, pero ¿cómo puedo estar segura de que vendrá? Hasta ahora, no ha fallado. Pero quién sabe si no se habrá echado atrás. En cierto modo, no le culparía.

Puedo recordar cada detalle de la primera vez que vine. El examen final se acercaba y yo sabía que no lo superaría. Se trata una prueba que se realiza a los dieciocho años, donde se decide tu futuro. Estudias durante meses conceptos teóricos —a mi parecer inservibles—, y lo único que acabas demostrando es que puedes memorizar sin aprender y obedecer sin cuestionar. Y a mí siempre se me ha dado mal permanecer callada ante una orden. Desesperada, me puse en contacto con una mujer llamada Coral. Según algunos, ella tenía contacto con el extrarradio de la ciudad. Allí hay menos oxígeno, pero otras sustancias peligrosas a las que, desde luego, yo no tenía acceso. Le ofrecí una generosa cantidad si ella me conseguía unos gramos de MMY, una droga que ofrecía cuarenta y ocho horas de capacidad de concentración y memoria, a un nivel que superaba cualquier expectativa. Una vez digerida, podías sentir cómo controlabas hasta el último átomo de tu organismo. Algo fue mal, y el MMY me dejó tres días en coma. Mi mente viajó al bosque, y allí lo conocí a él. Cuando abrí los ojos, me hallaba tendida en el suelo, y un chico joven de ojos oscuros me miraba desde las sombras.

—Nor zara zu? —su voz resonó en el silencio.

Él hablaba otro idioma, pero cuando me escuchó asustada, me dijo que también conocía el mío. Aunque yo siempre he pensado que su voz suena más bonita cuando habla su lengua materna.

Y cinco años después, aquí estoy, buscándolo una última vez. Ellos vendrán a por mí pero yo ya no tengo miedo. No me arrepiento de haber robado el suero. Sé que lo tenía que hacer. Sé, desde el primer momento, que era este el camino que iban a tomar las cosas.

De pronto, lo siento. Mi cuerpo sabe que él se acerca, y en un instante puedo ver su silueta en la oscuridad. La luz de la luna nos proporciona algo de claridad. Intensa y blanca, hace que sus facciones parezcan más duras todavía. El hombre de pelo oscuro y ojos negros que tengo delante, me mira con fijeza. Durante meses, he soñado con él desde nuestro último encuentro. Ha crecido, ya no es un niño. El bosque se queda callado durante nuestra primera mirada. Él clava toda la intensidad de su presencia en mí, y yo hago lo mismo con él. Ahí quietos los dos, relajados por saber que no nos hemos traicionado y agradecidos de volver a vernos una vez más.

—Has venido —susurra. Asiento despacio. Claro que he venido.

—James me ha ayudado— respondo, casi sin querer. No sé qué quiero decirle. Hace tres años que lo único que me ayuda a dormir es el pensamiento de que llegará el día en que lo vuelva a ver. Pero ahora que lo tengo delante, las palabras no salen de mi boca.

—Dale las gracias de mi parte—sonríe, de pronto, sin que me lo esperase. Yo vuelvo a asentir. El silencio se apodera de nosotros de nuevo, y durante unos segundos nos observamos. Él hace ademán de hablar, pero se vuelve a quedar callado.

—Ven— murmuro, y estiro mi brazo hacia él. Da un par de pasos en mi dirección y me coge la mano. El tacto suave y firme de sus dedos me produce escalofríos. Es la primera vez que nos tocamos. Él abre los ojos y siento que la electricidad viaja por nuestra piel. Se acerca a buscar mi otra mano y enlaza sus dedos con los míos, sosteniéndolas en el aire.

La primera vez que vine, pasamos horas hablando. Al principio él no creyó de dónde venía, pero aún así algo conectó entre nosotros. Le expliqué que en mi mundo ya no quedaban bosques, ni verde. Escuchó con atención, horrorizado. Los dos teníamos dieciocho años. Pasamos horas en el bosque, tantas, que no recuerdo cuantas veces me dormí entre las raíces y me desperté a su lado. Nos hicimos mil preguntas y las respondimos todas. Ojalá recordase cómo se llamaba el lugar. Yo le conté cada detalle sobre mi vida. No me creyó hasta que se acercó a tocarme y sus dedos me atravesaron, como si de un fantasma se tratase. Aquella vez, como la siguiente, solo mi mente había viajado.

Pero hoy todo era distinto. Después de robar el suero, todavía me quedaba una última pastilla de aquella sustancia que había tomado dos veces, solo para verle. James la estudió durante tres años, y construyó una máquina, que me permitiría viajar no solo con la mente, sino que mi cuerpo me acompañaría también. Bebí el suero, y corrí al laboratorio de James. Allí tomé la pastilla y antes de darme cuenta ya corría por el bosque. Oh, ya me acuerdo dónde estoy. Navarra, lo llamó.

—Lo he conseguido, Adei. Lo he hecho —susurro, me tiembla la voz. De pronto veo la alarma en su rostro y me doy cuenta de que lo ha entendido. Sabe qué significa que hoy yo esté aquí. Se queda paralizado durante unos segundos, suelta mis manos y se lanza a envolverme con sus brazos. Aprieta mi cabeza contra él y su pecho se mueve con violencia.

—¿Qué has hecho, Keira? —pregunta, con la ansiedad desbordando su boca. Las lágrimas me caen por las mejillas y cuando levanto la cabeza veo que él también llora. Sujeta mi cabeza con sus dos manos.

—Te he elegido a ti. He elegido este lugar. Quiero que mi último recuerdo sea contigo— consigo articular las palabras con dificultad. Los dos lloramos mirándonos a los ojos—. Me lo he tomado. Ya está hecho.

Él no lo puede creer. Y si yo lo pienso mucho, tampoco. El suero que he robado hace solo unas horas, me matará en unos minutos. Lo descubrí hace meses en los laboratorios secretos. Aprovechando mi organismo, me convertirá en una semilla humana de miles de especies de plantas. En poco tiempo, la vegetación estallará y inundará el laboratorio y todo el subsuelo de la ciudad de raíces, que correrán veloces a extenderlo todo, y cubrirá cada recoveco de la ciudad de verde.

Adei está tan horrorizado que apenas consigue reaccionar. Me mira y sus manos recorren mi cuerpo.

—No, ahora no. No. Para. Vuelve, ¡ordena a James que lo extraiga! —grita, fuera de sí —. ¡No! ¡No hemos tenido tiempo! ¡No puede acabar! ¡No puedes…! ¡No tienes derecho!

Se separa de mí y se agarra la cabeza con las manos. Me mira sin poderlo creer. Mi Adei. La luna nos observa y casi puedo notar que el bosque siente pena. Mi corazón se encoge y corro a sus brazos. Él me recibe cálido y con fuerza. Nos tumbamos en el suelo, abrazados. Le sostengo el rostro con las manos y le obligo a mirarme a los ojos.

—Me has dado los mejores instantes de mi vida. Somos de realidades distintas y aún así he tenido la suerte de compartir este paraíso contigo. El bosque me ha dado vida. Me ha inspirado a cambiar el mundo.

Nos quedamos así, recostados entre las raíces que nos envuelven y nos abrazan, mientras nos miramos embelesados. Qué bello él, qué bella la naturaleza.

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