Mi defecto nunca me había permitido contraer matrimonio. Mis padres hicieron verdaderos esfuerzos por buscar una mujer acorde a mi estatus financiero, pero ningún padre quiso ceder a su hija una vez lo conocían.

Al principio no me importaba. No tenía ninguna necesidad de tener una familia a tan temprana edad, era un chiquillo. Disfruté de la vida mientras saciaba cualquier necesidad física viendo a través de Internet a las mujeres occidentales, con sus falditas ligeras y sus trajes de baño.

Cuando salía a la calle no podía ni imaginarme que hubiera una de esas mujeres dentro de todos los fantasmas negros que revoloteaban por el mercado, buscando la mejor fruta a través de la rejilla que cubría sus ojos. Lo sabía, porque veía a mi madre volver a recuperar su cuerpo cuando llegaba a casa, y solo bajo la atenta mirada de mi padre. Sacudía su pelo infinito y negro y sonreía. Y en esos momentos ganaba en belleza a cualquier mujer occidental.

Yo me había criado en una época convulsa, me decía ella, pero cuando ella era joven aquello no era así. Por eso, y a pesar de la oposición de mi padre y de la familia de este, me había criado intentando abrir mi mente más allá del orden establecido por los talibanes. Esta actitud se vio incrementada en mí gracias a la diferenciación que me provocaba mi defecto, así como por el nuevo mundo occidental al que podía acceder a través de la red, privilegio que poseíamos gracias a nuestra posición adinerada. Me consideraba, en el fondo, un extraño en un mundo en el que no me podría jamás integrar del todo.

La sobreprotección de mi madre se terminó a su muerte, cuando yo tenía recién cumplidos 23 años y ella apenas 40. Murió intentando dar a luz, cuando el último de los cinco hijos que habían venido al mundo muertos decidió llevársela con él.

Al quedarme sin mi máximo apoyo en la familia, sí comencé a echar en falta una figura femenina en mi vida. Vivir con mi padre y mi abuelo se convirtió en una pesadilla, en especial sabiendo la vergüenza que causaba en ellos mi defecto. Me refugiaba trabajando en el mercado, en el puesto de la familia, donde vendíamos fruta y verdura. Desde ahí, observaba a todo el mundo: a la guardia talibana que se paseaba con sus escopetas, a las mujeres cargando con niños, a los hombres acudiendo al trabajo y los pobres mendigando en las calles bajo la mirada de desprecio de los demás.

En uno de esos días la vi por primera vez. Pasó por mi puesto cargando con una niña de pecho, y con la rapidez de un huracán enfurecido cogió una manzana. El puro instinto me hizo agarrar su mano y ella soltó la fruta, aterrorizada. La manzana rodó por el suelo, pero ninguno de los dos le hicimos caso. Ambos mirábamos la mano del otro. Ella, supongo, por mi defecto, yo porque llevaba las uñas pintadas de rosa, y nunca había visto a una mujer con las uñas pintadas salvo a las occidentales. Era una mano suave, la suya, tan blanca que se veían las venitas azules recorriéndola. Me imaginé esas venas subiendo por el brazo, yendo a parar a su carótida, llegando a su cabeza. Recreé el sistema circulatorio completo y luego la piel que lo recubría, una mujer completa bajo aquella tela negra y empobrecida.

Retiré rápidamente la mano defectuosa y la abracé, al darme cuenta de que la gente nos miraba.

-Disimula -le pedí- Si te ven robando te cortarán la mano, y si descubren las uñas también.

Simulé unas palabras cordiales con ella, y cuando dejamos de ser el centro de atención, me agaché a recoger la manzana, la limpié con mi camisa y se la ofrecí.

-Coge todo lo que quieras.

-Gracias.- Respondió con un acento extraño, y la manzana desapareció debajo de la tela del burka. Devoró la manzana en apenas unos minutos y cogió algunas más.

-¿Es tu hija?-señalé a la niña de su regazo, y al ver su gesto de asentimiento seguí preguntando.- ¿Y su padre?

-No tiene.-Contestó secamente.

Asentí. Pasaron guardias talibanes y nos miraron con cara de pocos amigos. Ella se asustó y se despidió dándome las gracias. Se perdió en la multitud.

Caminé aquella tarde hasta casa con un plan en la cabeza. Sabía que mi padre no estaría de acuerdo, pero lograría convencerlo. Si quería que su estirpe continuara tendría que dejarme casarme con esa mujer.

Abrí la puerta de la casa y me temblaron las piernas al encontrarme cara a cara con aquel hombre de mirada severa. Al principio me escuchó argumentar durante unos minutos, pero me cortó sin ningún miramiento.

-Todo eso está muy bien, hijo mío. Pero has de saber que no será necesario casarte con una cualquiera. Tengo una candidata para ser tu mujer; es de buena familia y nos ayudarán con el tema económico, además de darte un trabajo mejor que vender fruta.

Ni siquiera intenté replicar.

Conocí a mi mujer el día de la fiesta de compromiso. En realidad no la conocí a ella, conocí la sábana que la recubría. Intenté imaginarla como había hecho con la joven del mercado, pero no pude.

Ceremonia tras ceremonia completamos el ritual, y nos trasladaron a la nueva casa que ocuparíamos. Por fin iba a conocer a una mujer en carne y hueso además de mi madre. Finalmente a solas retiré la tela que la separaba del mundo, y me encontré con los ojos asustados de una chiquilla que despertaba en mí sentimientos más paternales que maritales.

Temblaba cuando la abracé y deposité en su mejilla un beso. Poco a poco dejó de temblar y nos quedamos dormidos.

Me negué a cualquier tipo de contacto físico con la que para mí era una niña y dejé pasar el tiempo. Acepté el nuevo empleo que me ofreció su familia como funcionario de una prisión femenina, y mientras vigilaba me dedicaba a pensar en mi mujer del mercado. Intentaba ver las manos de cada señora con la que me cruzaba, pero todas las mantenían ocultas. La imaginaba cada día, unas mañanas la veía rubia como las mujeres occidentales, otras con el pelo azabache como mi madre. Veía sus ojos y me imaginaba acariciando su mano blanquecina con los labios. Solo tenía pensamientos para ella.

-Eh, tu el nuevo. ¡Despierta! ¡Por Alá! Estás todo el día en las nubes.

Me volví hacia el guardia que me había hablado.

-Ven conmigo, te vamos a enseñar algo nuevo.-Me condujo hasta el patio y me mostró a una mujer.- Ha sido condenada por la ley Sharia, es una ladrona. Tienes que cortarle los dedos.

Pusieron en mis manos un arma eléctrica que aún estaba manchada de sangre. Agarraron el brazo de la mujer y lo descubrieron.

La reconocí antes de mirarla. Como si estuviera en mi mente, se presentaba de nuevo aquella mano ante mí, como un fantasma del pasado y a la vez del presente.

La sujeté con mi mano defectuosa. Al instante lo que se suponía la cabeza de la mujer se volvió hacia mí, y a través de la rejilla me pareció ver en sus ojos una mirada de esperanza.

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