Normalmente, mis sueños no suelo recordarlos, no suelo darles importancia, pero aquella noche, aquel sueño era extrañamente real. Despertándome horrorizado, empapado en sudores; llantos y gritos desaparecían en mi cabeza.

Estando yo en mi porche, fumando de mi pipa, resguardado de la lluvia, escuche el sonido de unas ruedas y unos cascos al cabalgar. Un estruendoso relámpago ilumino el cielo y a lo lejos observe un carro negro, tirado por dos corceles, uno gris y otro negro, cada cual más escuálido que el propio cochero. Un hombre de carne hundida, vestía una parcheada chistera y una roída casaca de un color que en su día fue negro. De cuencas profundas y patillas blanquecinas, chasqueaba a los caballos con tanta furia como las salvajes gotas que pinchaban su cara como cientos de alfileres.

El suelo, más barro que piedra, hacía que ruedas se hundieran y corceles relincharan, arrastrando el pesado carro con las patas hundidas bajo tierra. Tras un tortuoso esfuerzo los caballos consiguieron su objetivo por hoy. El huesudo cochero paró y bajó del carruaje con ayuda de una pesada muleta; bajo la tormentosa lluvia ofrecía un aspecto terrible y yo, temiéndome lo peor, decidí absorber otro calo de mi pipa.

Entre relámpagos y agua llego aquel extraño hombre a mi porche y con una forzosa reverencia, se quitó la chistera y dejo ver una grasienta calva, repleta de manchas.

− Menudo tiempo hace en estas inhóspitas tierras, señor. − Me dijo aquel hombre mientras yo, sin decir palabra alguna, observaba de pies a cabeza al extraño personaje y daba otro calo de mi pipa − Sería de agradecer que me hospedara en su humilde morada a esperar a que pase esta tormenta del diablo, señor. Podría ofrecerle unas monedas a cambio. – Dijo a la vez que mostraba frente a mí una suculenta bolsa de monedas.

Observe durante unos segundos en sus profundos ojos amarillentos. – De acuerdo. – Dije abriéndole la puerta de mi casa. – Los caballos puede meterlos bajo la cuadra.

Entramos en mi casa y le ofrecí asiento junto al fuego; mientras aceptaba, decidí sentarme en la mecedora de enfrente y ofrecerle un cigarro. Así estuvimos durante un tiempo, que a ser verdad no pareció mucho, al menos para mí; pues sin disimulo alguno estuve observando cada parte de su ser, y el, tal vez ofendido, decidió hacerse el dormido. El cabello largo y lacio de los costados estaba húmedo y grasiento, la nariz, de tabique fino y gruesa al final parecía tener más arrugas que su calva, los dientes eran amarillentos y la mayoría estaban podridos, las cuencas de los ojos parecían albergar una profundidad inhumana y sus zapatos, roídos, dejaban entrever unas uñas amarillentas y largas. El rostro, plagado de profundas arrugas como grietas deben prever que era un hombre de muchos años, pero lo que más me llamó la atención eran sus ojos. Unos ojos brillantes, repletos de juventud, de un verde casi tóxico inhumano.

Observe que del interior de su bolsillo de la casaca se movía algo, pero más temeroso que curioso decidí omitir tal detalle y levantarme a preparar la cena, dando por sentado que tal personaje accedería a una comida bajo un techo. Puse dos platos y unos cubiertos a lo largo de la larga mesa cubierta de cirios a medio consumir. El comedor era una habitación no muy grande, con las paredes y el suelo de húmeda madera ennegrecida, al igual que toda la casa. Unos sillones de piel desteñida decoraban mi humilde comedor, dando dos ventanas al exterior, donde era casi imposible observar algo por el gran manto de agua que caía.

En el interior, el dulce crepitar de las llamas y el resplandor de las velas y los candiles invadían la estancia de una tenue luz.

Tal vez el olor la carne, tal vez otros motivos, fueron los que hicieron que aquel inmundo personaje se levantase y se sentase sin decir una palabra. Mientras roía el pollo cogiéndolo con sus huesudas y agrietadas manos, observé que una gran cicatriz cubría el flácido pellejo del cuello de aquel hombre que se movía sin cesar con el movimiento de la escueta mandíbula. Mirándonos fijamente sin soltar ni una palabra, comíamos y nos observábamos, sin saber bien que decir. El jugo del pollo chorreaba por entre sus podridos dientes y bajaba hasta la cicatriz.

La noche había caído y la lluvia parecía que no iba cesar. Con gran ansia, engullía y chupaba los huesos del pollo, con la mirada ensimismada en la mía, tal vez observándome, tal vez divagando, decidí entablar una conversación, en pos de la gran tensión que allí nos envolvía.

− ¿A qué se dedica usted? – Pregunté con poco interés.

El anciano, sin perder un instante respondió: – Transporte de defunción, recojo muertos y los llevo al pueblo más cercano por si alguien los reconoce. Se sorprendería de la cantidad de muertos que uno se puede encontrar… – Sin dejar de observarme, dejo el hueso en el plato. – Le agradecería pasar la noche aquí, le puedo pagar.

− De acuerdo, pero le único sitio que le queda es el sofá. Y no es muy cómodo.

− Si me da usted una manta está todo solucionado – Dijo mientras mostraba una sonrisa maquiavélica.

Pensando en el dinero que el viejo me ofrecía acepte gustosamente, aun sabiendo que su sola presencia me incomodaba.

Así pues, pasaron las horas y la lluvia parecía cesar. El viejo, dormía en el sofá, sacando los pies por fuera, la chistera y las botas mugrientas en el suelo. Decidí irme a la cama cuanto antes, pensando que cuanto antes pasase el tiempo, antes se marcharía.

A mitad noche, el ruido de unos gritos amortiguados me hizo despertar. Tal vez ha sido producto de mi mente, pensé. Inmóvil, escuche las palabras que el silencio susurraba y… nada. Mis parpados volvían a caer, cuando volví a escucharlo, un leve grito en la oscuridad me heló la sangre. Me calce las botas y cogí mi vieja wínchester, en pos de aquel lamentable aullido.

El peso de mi cuerpo hacia que la madera crujiese al andar, con el corazón palpitándome cada vez más deprisa, pase por detrás del sofá y allí estaba. El viejo durmiendo, roncando con la boca abierta. Sentí curiosidad por el bolsillo de su gabardina que estaba posada encima del sillón, pero de nuevo, un lamento que venía de la cuadra hizo añicos mis pensamientos. Abrí la puerta que daba al porche y cerré sin hacer ruido. Cuando llegué a la cuadra, el vaho de los caballos al respirar salía de entre la oscuridad. A tientas, fui palpando con la palma de mi mano entre el carruaje y con gran temor, vi que mis peores pensamientos se hacían realidad. El carro portaba un ataúd del cual se escuchaban rápidos arañazos en su interior y una jadeante respiración.

Encendí un candil del carro y con ayuda de una pala que allí encontré abrí la fúnebre caja y observe con gran horror una imagen que me helo el alma. Una mujer, escuálida, desnuda, con los ojos y la lengua arrancada, aun con las cuencas sangrantes, intentaba emitir lo que supuse que sería un grito de auxilio. El cuerpo estaba lleno de magulladuras y cortes infectados de donde salía un hedor a putrefacción y un espeso líquido que supuse que sería pus y sangre.

En qué mal momento decidí ayudarle, pues en el preciso instante en que mi mano toca su brazo para que, con mi ayuda se levantase, una furia se apoderó de ella y con gran violencia me arreó un arañazo con sus largas uñas que casi me deja tuerto.

− ¡Tranquila! ¡Tranquila! Estoy aquí para ayudarle, ya está a salvo, no se preocupe. – En ese preciso momento la puerta de la cuadra se abrió y entre el manto de lluvia apareció una delgada silueta que portaba una chistera y un hacha.

− ¡Maldito entrometido! ¡Métase usted en sus asuntos, es mi mujer, déjele en paz! – Farfulló el viejo, enloquecido en cólera mientras corría hacia mí.

Con gran destreza apunté con mi rifle y disparé al viejo; pero el rifle no disparaba, por más que apretaba el gatillo, no disparaba, se había encasquillado y cuando quise darme cuenta lo tenía ya encima clavándome el hacha en el cráneo. A la vez que el hacha me partía el rostro en dos, el crujir de mi cráneo retumbaba como un gran relámpago que iluminó el cielo entero retumbando en mi mente; desperté horrorizado, empapado en sudores, llantos y gritos desaparecían en mi cabeza.

Con gran alivió observe que solo había sido una horrible pesadilla. Nada de eso había pasado.

Entré en el comedor y observé que en el sofá no había nadie, aparté la mesa y tras de sí, la alfombra del suelo. Me asomé por la trampilla, iluminando el sótano con el candil y con gran ansia comprobé que allí seguía ella, ciega, muda, encadenada, comiendo lo que ella pensaba que era carne de gallina y junto a ella, el viejo, desplomado en el suelo con una pierna menos y un agujero en la arrugada calva que dejaba entrever los sesos. Entonces recordé el bolsillo de su chaqueta, esa noche se había movido, algo yacía en su interior. Baje las escaleras y al escucharme ella inmediatamente se apretujo en una esquina. De una patada giré el apestoso cadáver del cochero y dejé el candil en el suelo para buscar aquel bolsillo.

Tan ensimismado estaba yo buscando aquel bolsillo que no me di cuenta de que el fuego del candil reflejaba en la pared una sombra que se acercaba tras de mí. Entré balbuceos y arañazos, la mujer, con sus últimas fuerzas se abalanzó sobre mí y entonces lo vi, aquel bolsillo.

Estaba vació.

Afuera, el viento transportaba un triste lamento y el cielo lleno de nubes negras, parecía estar más tranquilo. La lluvia caía, esperando a que el cielo dejara de llorar. Y allí espero y espero… Lloviendo, sin más compañía que el viento.

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