En las señales, en los pequeños gestos, viven los más grandes secretos, las verdades más ansiadas. Pero ésto no lo sabe todo el mundo, y esa es la magia que esconden.

Hasta no hace mucho yo vivía ignorando que cada grano era oro, y fijando mi vista y todos mis pensamientos en montañas de plumas. Cuan absurdo es, ¿verdad? Que pena que no fuese yo sola la única persona que andaba equivocada. Sin embargo, ni esto es un libro de auto-ayuda, ni un sermón racionalista impartido por Platón. Esta es una simple historia, para pasar el rato, y poco más.


Era martes, y el despertador sonó a las 7:13 como cada día desde hacía cinco años. Seguí el mismo proceso, los mismos pasos desde que puse un pie en el suelo de la habitación. La rutina diaria era como un microchip que tenía instalado en el cerebro, y seguía cada instrucción a rajatabla. Por lo cual, cualquier cosa que la interrumpiese era razón para ponerme de los nervios. Esa mañana no fue menos.

De camino al trabajo me encontré con una caravana de coches que estaba casi estática. Con el ritmo al que se movía iba a llegar diez minutos tarde como mínimo al trabajo, y mis nervios ya empezaron a aflorar. No entendía cómo podía estar el tráfico tan obstruido a esa hora de mañana. Mientras tanto, las luces que comencé a ver por el retrovisor me dieron la respuesta.

Según la ambulancia se hacía paso lentamente entre los dos carriles, yo no podía dejar de preguntarme el porqué me pasaban estas cosas a mí, porqué tenía que haber una urgencia justo en el momento en el que yo estaba de camino al trabajo, precisamente el día en el que tenía una maldita reunión.

La ambulancia consiguió hacerse paso al cabo de cinco minutos, pero el atasco continuaba con el mismo ritmo. Mi vaso terminó de colmarse, y como alma que lleva el diablo me puse a tocar el claxon, esperando que con ese gesto todo empezase a descongestionarse, teniendo el efecto contrario que la flauta de Hamelín.

Mientras los coches comenzaban a fluir con mayor rapidez, noté una mirada penetrante a uno de mis costados. Me giré y se trataba de una niña de unos siete u ocho años, con unos ojos tan penetrantes que me recorrió un escalofrío de arriba a abajo. Aceleré, pero la sensación que me dejó perduró en mí un rato más.

Sin cafeína que me estuviese recorriendo por las venas, ya que no pude parar a comprar un café, tuve que hacer frente a una reunión que se me hizo interminable. Mi cupo de paciencia ese día estaba lleno, y de pensar que aún eran las 11:00 hacía que mi exasperación fuese aumentando por momentos.

Me senté en mi despacho, con la esperanza de poder tener un momento de paz para mí. Pero solo conseguí respirar profundamente un par de veces cuando llamaron a mi puerta. Todo tenía que ser una maquinación de lo que sea que maneje el universo para torturarme ese día en concreto.

Y, como no podía ser menos, se trataba de Naiara. No podría explicar porqué me sacaba tanto de quicio aquella chica, no obstante, su simple presencia me ponía en tensión. Por lo que ésta era la visita que menos necesitaba en aquellos momentos.

Se ofreció a invitarme a un café en una cafetería a unas pocas calles de la oficina, y aunque era de lo que menos me apetecía entonces, la falta de café se hacía cada vez más presente, así que finalmente no me pude negar.

De mientras esperaba en una mesa, repasaba la conversación que había mantenido con Naiara. Siempre que hablaba con ella me daba la impresión de que me adulaba. No era algo de lo que estuviese segura, pero no conseguía sentirme cómoda cuando manteníamos una conversación.

La siguiente tragedia del día llegó con el café, el puñetero café equivocado que me había traído. Otro día puede que me lo hubiese tomado con más calma, pero el conjunto de sucesos hizo que explotase como el Vesubio, dejándola a ella y a las mesas de alrededor petrificadas.

Los siguientes segundos se tradujeron en una mirada desorbitada por su parte, triste, sin comprender el porqué, y yo sentada viendo como se iba dolida. Me quedé totalmente bloqueada, con la furia recorriéndome de arriba a abajo y con el pulso acelerado. Y de nuevo lo noté. Aquella mirada taladrándome desde uno de los rincones de la cafetería. La coincidencia, el destino, Dios; todo parecía estar de acuerdo en que me cruzase con esa niña en los peores momentos de aquel día.

No soportaba más aquella situación, así que fui a la barra, pedí el café de siempre y salí de allí casi corriendo.

Llegué a las puertas de la oficina, pero no fui capaz de entrar y tener que enfrentarme a la mirada acusadora de Naiara. Tampoco tenía trabajo urgente que hacer aquel día, así que me dirigí a un parque no muy lejano, buscando la poca paz y tranquilidad que necesitaba para poder terminar aquel día sin más incidentes.

Tuve suerte, y el parque estaba prácticamente desierto, me sentía prácticamente dueña de él. Me senté en un banco, y con el café calentándome las manos dejé la mente totalmente en blanco. Estuve en un trance total hasta que sentí, por tercera vez aquel día, la misma mirada. Giré la cabeza hacia la derecha y ahí estaba aquella niña, con el mismo semblante que las ocasiones anteriores, con sus ojos fijos en mí.

Tras un minuto de silencio y miradas incómodas, se sentó a mi lado. Me recordaba ciertamente a mí en mi juventud, pero ella era rubia y con el pelo liso. De repente, fue ella quien rompió el silencio:

-¿Eres feliz así?

Mi cara fue de asombro e incertidumbre. No entendía a qué venía esa pregunta, y mucho menos como una niña de aquella edad era capaz de hacer ese tipo de cuestiones.

+¿A qué te refieres?

-No es una pregunta difícil. Según ha transcurrido el día lo único que has hecho ha sido fijar tu atención en todo lo malo que te ha envuelto. Has hecho montañas enormes de pequeños granos de arena. ¿Realmente eres feliz así?

Me quedé muda, sin saber qué decir, qué pensar. Fue ella la que continuó.

-¿Recuerdas la ambulancia de esta mañana? Eras tú, de camino al hospital. Y me sorprende como, incluso estando en coma, sigas dejándote llevar por los malos impulsos. ¿No ves todos los pequeños regalos que estás dejando escapar por tu egoísmo?

En aquellos momentos mi cabeza era un caos, me comencé a marear. Y poco después perdí el conocimiento. Desperté en un hospital, y fue ahí cuando conprendí todo.

Fue ahí cuando comenzó de nuevo mi vida, donde coloqué un punto y coma. Desde entonces me dedico a soplar las montañas de plumas y a recoger los granos de oro que la vida me deja.

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